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– Muy humano -observó Hester con expresión reflexiva-. No del todo encomiable, pero bastante comprensible.

– No es en absoluto encomiable -aseveró Callandra con determinación-, al menos por lo que respecta a un alto mando. Un general debe estar por encima del deber. Es una postura mucho más segura que la de buscar la admiración de los demás, y proporciona confianza cuando las cosas se ponen feas.

– Supongo que sí. -Hester hizo valer de nuevo su sentido común. Ocurría lo mismo con cualquier líder importante. Florence Nightingale no era una mujer precisamente adorable, ya que era demasiado autocrítica, intolerante con las flaquezas, vanidades y manías de los demás, amén de bastante excéntrica. Sin embargo, incluso aquellos que más la detestaban no dudarían en seguirla, y los hombres a quienes había atendido la consideraban una santa, aunque quizá la mayoría de los santos no hayan sido personas agradables.

– Intenté averiguar si jugaba más de lo normal -continuó Callandra-, si aplicaba la disciplina con excesiva rigidez, si había seguido alguna secta o creencia pagana, si se había granjeado enemigos o si había tenido amistades que pudiesen haber puesto en duda su reputación. ¿Sabe a qué me refiero?

– Sí -afirmó Hester con una sonrisa irónica. Era una posibilidad que no se le había ocurrido. ¿Qué hubiera pasado si, en lugar de una mujer, el general hubiese tenido por amante a un hombre? En todo caso no le parecía una conjetura demasiado productiva-. Qué pena, ése sería un motivo más que interesante.

– Sin lugar a dudas. -El rostro de Callandra se endureció-. Sin embargo me fue imposible encontrar alguna prueba al respecto, la persona con la que hablé no es de las que se valen de eufemismos o fingen no saber nada. Me temo, querida mía, que el general Carlyon era un hombre convencional y jamás ofreció motivos para que lo odiasen o temiesen.

Hester suspiró.

– ¿Tampoco su padre?

– Su padre es muy parecido, aunque no gozaba de tan buena reputación. Sirvió en la guerra de la independencia española y participó en la batalla de Waterloo, lo que induce a pensar que se convirtió en un hombre interesante, pero por lo visto no fue así. La única diferencia entre ambos estriba en que el coronel tuvo primero a su hijo y luego a las dos hijas, y en que el general logró un rango más elevado gracias a la influencia de su padre. Lamento que mis pesquisas aporten tan poca información. Resulta decepcionante.

A partir de aquel momento la conversación adquirió un carácter más general; pasaron una agradable tarde juntas hasta que Hester se levantó para despedirse y regresar a la casa del comandante Tiplady.

El mismo día en que Hester comió con los Carlyon, Monk visitó por primera vez al doctor Charles Hargrave, el único de los que habían asistido a la cena que no pertenecía a la familia de los Carlyon, además del primer médico militar que había visto el cuerpo sin vida del general.

Monk había concertado la cita para asegurarse de que el doctor se encontraba en casa, y, por lo tanto, se acercó a su residencia con tranquilidad, a pesar de que eran las ocho y media de la noche, una hora bastante intempestiva. Le abrió la puerta una criada que lo condujo a un estudio agradable y convencional en el que se hallaba Hargrave, un hombre sumamente alto y delgado, de espalda ancha, pese a lo cual no poseía una complexión atlética. Tenía la tez muy pálida, los ojos un tanto entornados y de un azul verdoso, la nariz larga y puntiaguda, no demasiado recta, como si se la hubiese fracturado, la boca pequeña y los dientes bien alineados. Era un rostro muy peculiar y parecía un individuo bastante sereno.

– Buenas noches, señor Monk. Dudo que pueda servirle de ayuda, pero por supuesto haré todo cuanto esté en mi mano. He de informarle, sin embargo, que ya he hablado con la policía.

– Gracias, señor. Muy amable por su parte.

– De nada. Un caso terrible. -Hargrave acercó a la chimenea dos grandes sillas tapizadas en cuero, y ambos tomaron asiento-. ¿Qué puedo decirle? Supongo que ya sabe qué ocurrió aquella noche.

– He oído varias versiones de los hechos, y ninguna difiere en exceso de las demás. No obstante, algunas preguntas aún siguen sin respuesta. Por ejemplo, ¿sabe por qué la señora Erskine estaba tan alterada?

Hargrave sonrió; fue un gesto encantador y franco.

– No lo sé. Supongo que tal vez discutió con Louisa, aunque ignoro por qué. En todo caso tuve la impresión de que trató con inusual rudeza al pobre de Maxim. Lamento no serle de más ayuda y, antes de que lo pregunte, tampoco sé por qué riñeron Thaddeus y Alexandra.

– ¿Podría guardar relación con la señora Furnival? -inquirió Monk.

Hargrave reflexionó al tiempo que juntaba la yema de los dedos para formar una pirámide y observaba al detective.

– En un principio lo consideré improbable, pero he llegado a la conclusión de que tal vez fuera así. La rivalidad es algo muy complejo. Las personas luchan con denuedo por algo, no tanto porque deseen ese algo, sino porque quieren salir victoriosas del enfrentamiento y que los demás se enteren. -Observó a Monk con suma seriedad-. Lo que quiero decir es que, aunque Alexandra no estaba locamente enamorada del general, tal vez valorase en extremo su amor propio y no soportara que sus amigos y su familia supiesen que el general quería a otra mujer. -Percibió la incredulidad en el rostro de Monk, o la imaginó-. Soy consciente de que el asesinato es una reacción demasiado extrema para semejante situación. -Frunció el entrecejo y se mordió el labio inferior-. Además, no resuelve nada. De todos modos, resulta igualmente absurdo pensar que podría solucionar cualquier otro problema. En todo caso, de lo que no hay duda es de que el general fue asesinado.

– ¿De verdad? -Monk no formuló la pregunta con escepticismo, sino con un deseo de clarificación-. Usted examinó el cuerpo, pero en un principio no le pareció un asesinato, ¿no es así?

Hargrave sonrió con sarcasmo.

– Sí. Aquella noche no tendría que haber dicho nada, pensara lo que pensase. He de admitir que me sentí bastante conmocionado cuando Maxim regresó y anunció que Thaddeus había sufrido un accidente; luego, al verlo, supe al instante que estaba muerto. Tenía una herida muy fea. Una vez que me hube asegurado de que no podía hacer nada por él, lo primero en que pensé fue que debía comunicar la defunción a los familiares con el mayor tacto posible, en especial a su esposa. Resulta superfluo añadir que en aquel entonces ignoraba que ella sabía mejor que cualquiera de nosotros lo que había ocurrido.

– ¿Qué había ocurrido, doctor Hargrave?

Hargrave hizo una mueca.

– Exactamente -añadió Monk.

– Quizá convendría que le describiera el escenario del crimen tal como lo encontré. -Hargrave cruzó las piernas y clavó la mirada en el pequeño fuego que había encendido en la chimenea para combatir el frío de la noche-. El general yacía en el suelo debajo del pasamanos de la galería. La armadura se había derrumbado a su lado. Si mal no recuerdo, había quedado desarticulada después de que el cuerpo de Thaddeus cayese sobre ella. Debía de sostenerse por unas correas de cuero bastante desgastadas, cierto equilibrio y el propio peso de las piezas. Un guantelete se encontraba bajo el cadáver, y el otro cerca de la cabeza. El casco había rodado unos cincuenta centímetros.