– ¿El general estaba boca arriba o de bruces? -preguntó Monk.
– Boca arriba -respondió Hargrave de inmediato-. Tenía la alabarda clavada en el pecho. Supongo que cayó de lado y después se giró en el aire para intentar salvarse, de tal modo que el extremo de la alabarda le atravesó el torso. Luego, al golpearse con la armadura, se desvió y se desplomó boca arriba. Ahora me doy cuenta de que parece extraño, pero aquella noche no sospeché que se tratase de un asesinato; sólo pretendía ayudar.
– ¿Y advirtió al instante que estaba muerto?
Una expresión compungida apareció en el rostro de Hargrave.
– Lo primero que hice fue arrodillarme para tomarle el pulso. Supongo que fue una reacción automática, aunque bastante inútil dadas las circunstancias. Cuando me aseguré de que no tenía pulso, examiné la herida. Aún tenía la alabarda clavada. -Hargrave no tembló, pero tensó todos los músculos del cuerpo y pareció encogerse-. Al ver que había penetrado unos veinte centímetros, comprendí que no viviría mucho más. De hecho, cuando trasladamos el cuerpo, reparamos en que la punta de la alabarda había dejado una marca en el suelo. Ella debió de haber… -Se interrumpió y respiró hondo-. Tuvo que morir en el acto. -Tragó saliva y lanzó a Monk una mirada de disculpa-. He visto muchos cadáveres, pero la mayoría de las veces se trataba de muertes naturales o por enfermedad. No estoy acostumbrado a las muertes violentas.
– Claro que no -dijo Monk con delicadeza-. ¿Lo movió?
– No. Era evidente que necesitábamos la ayuda de la policía. Aun cuando se hubiera tratado de un accidente, se habría precisado una investigación.
– ¿Regresó entonces a la sala para informar de que estaba muerto? ¿Podría recordar cómo reaccionaron?
– ¡Sí! -Hargrave abrió los ojos como platos en un gesto de sorpresa-. Quedaron conmocionados, como es de suponer. Si mal no recuerdo, Maxim, Peverell y mi esposa fueron quienes más atónitos se mostraron. Damaris Erskine había estado preocupada toda la noche, y creo que tardó un buen rato en asimilar la noticia. Sabellla no estaba presente. Había subido al piso superior, sospecho que porque no quería estar en la sala con su padre, a quien odiaba…
– ¿Sabe por qué? -interrumpió Monk.
– Oh, sí. -Hargrave sonrió-. Quería ser monja desde los doce o trece años, una de esas ideas románticas que acarician algunas niñas. -Se encogió de hombros mientras su rostro adoptaba una expresión cómica-. Muchas terminan por desecharlas, pero ése no fue su caso. Como es natural, su padre se negó en redondo e insistió en que debía casarse y sentar la cabeza, como la mayoría de las muchachas. Fenton Pole es un buen hombre, de buena familia, bien educado y con medios más que suficientes para sustentarla. -Se inclinó para avivar la lumbre y enderezar un tronco con el atizador-. En un principio parecía que se había hecho a la idea. Luego tuvo un parto muy complicado y no volvió a recuperar el equilibrio mental. Desde un punto de vista físico, se encuentra perfectamente, al igual que el niño. Por desgracia, ocurre en ocasiones. La pobre Alexandra sufrió mucho por su causa, por no mencionar a Fenton.
– ¿Cómo reaccionó al enterarse de la muerte de su padre?
– No lo sé. En aquellos momentos estaba más preocupado por Alexandra y por avisar a la policía. Tendrá que preguntar a Maxim o a Louisa.
– ¿Estaba usted con la señora Carlyon? ¿Cómo encajó las malas nuevas?
Hargrave adoptó una expresión lúgubre.
– ¿Se refiere a si estaba sorprendida? No sabría decirle. Se sentó sin articular palabra, como si no comprendiese lo que estaba ocurriendo. Es posible que ya lo supiese o que estuviera completamente conmocionada. Si ya lo sabía, o sospechaba que se trataba de un asesinato, tal vez temiese que lo hubiera cometido Sabella. He reflexionado mucho sobre esto desde entonces, pero mi opinión no ha variado.
– ¿Y la señora Furnival?
Hargrave se recostó y cruzó las piernas.
– Estoy convencido de que no se lo esperaba. Había reinado una gran tensión durante la cena debido a la riña entre Alexandra y su esposo, así como al evidente enfado de Sabella con su padre, que hacía que todos nos sintiésemos violentos, y la incomprensible e histérica conducta de Damaris, que trató con muy malos modos a Maxim. Estaba absorta en sus pensamientos y apenas se percataba de lo que sucedía alrededor. -Meneó la cabeza-. Peverell estaba preocupado por ella y se sentía avergonzado. Fenton Pote estaba enfadado con Sabella porque últimamente se comportaba de la misma manera. No es de extrañar que el pobre hombre tuviese más de un motivo para pensar que la situación era intolerable.
»He de admitir que Louisa se dirigía al general de una manera que la mayoría de las esposas habría juzgado inadmisible, pero las mujeres tienen sus propios recursos para resolver situaciones como ésa. Además Alexandra es atractiva e inteligente. En el pasado Maxim Furnival se mostró interesado por ella, como el general por Louisa aquella noche, y sospecho que había algo más de lo que a simple vista parecía. En todo caso se trata de una hipótesis, no lo sé con seguridad.
Monk sonrió para agradecerle la confidencia.
– Doctor Hargrave, ¿qué opina del estado mental de Sabella Pole? ¿Cree que pudo matar a su padre y que Alexandra ha confesado para protegerla?
Hargrave se reclinó en el asiento mientras curvaba los labios y observaba a Monk.
– Sí, lo creo posible, pero necesitará algo más que una conjetura para que la policía lo tenga en cuenta. No puedo asegurar que lo hiciese ella o que su comportamiento revele algo más que un desequilibrio emocional, lo que suele sucederles a las mujeres que acaban de dar a luz. A veces esa melancolía se transforma en agresividad, que las madres descargan en los hijos, no en los padres.
– ¿Era usted también el médico de la señora Calyon?
– Sí, aunque creo que en esta ocasión no le servirá de nada saberlo. -Meneó la cabeza-. No estoy en condiciones de ofrecerle pruebas de su cordura ni de la remota posibilidad de que cometiera el asesinato. Lo lamento de veras, señor Monk, pero me temo que lucha por una causa perdida.
– ¿Se le ocurre alguna razón que la impulsara a asesinar a su esposo?
– No. -Hargrave se puso serio-. Y lo he intentado. Por lo que sé, no era violento con ella ni la trataba con crueldad. Aprecio sus esfuerzos por encontrar circunstancias atenuantes y siento no poder brindarle ninguna. El general era un hombre normal, sano y tan cuerdo como cualquier otra persona; tal vez un tanto presuntuoso y mortalmente aburrido cuando no se trataban asuntos militares, pero dudo que eso constituya un pecado capital.
Monk se sentía decepcionado, aunque no sabía qué esperaba averiguar. Las posibilidades se reducían cada vez más, y las oportunidades de descubrir algo importante se desvanecían una tras otra.
– Gracias, doctor Hargrave. -Se puso en pie-. Le agradezco su paciencia.
– De nada. -Hargrave se levantó y le acompañó a la puerta-. Siento no haberle sido útil. ¿Qué hará ahora?
– Volver sobre mis pasos -respondió Monk con voz cansina-. Indagar en los archivos policiales de la investigación y analizar los indicios, horas, lugares y respuestas.
– Me temo que pierde el tiempo -aseveró Hargrave con pesadumbre-. No acierto a imaginar las razones que la llevaron a prescindir del sentido común, pero barrunto que al final descubrirá que Alexandra Carlyon asesinó a su esposo.
– Tal vez -admitió Monk al tiempo que abría la puerta-, pero aún no me he dado por vencido.
Monk, que no hacía mucho había acudido a la policía para obtener datos sobre el caso, no pensaba visitar de nuevo a Runcorn. Sus relaciones nunca habían sido muy buenas, sobre todo por la ambición de Monk, que siempre había pisado los talones a Runcorn, deseoso de tener su mismo rango. Además, jamás había ocultado que creía que podía hacer el trabajo mejor; Runcorn, que no descartaba tal posibilidad, había comenzado a temerlo, y del miedo habían surgido el resentimiento, el rencor y después el odio.