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Monk sabía que Evan estaba en lo cierto, y pensara Lo que pensase sobre los aspectos morales del caso así era como la juzgarían… Por supuesto, el jurado se componía de hombres que se identificarían con el general. Al fin y al cabo, ¿qué les ocurriría si dictaminasen que las mujeres podían salirse con la suya y asesinar al marido si descubrían que coqueteaba con otra? El jurado no se compadecería de ella.

– Le hablaré de las pruebas con que contamos si así lo desea, pero no le servirá de ayuda -propuso Evan con pesar-. De hecho, no hemos descubierto nada que usted no pudiera haber deducido.

– Coméntemelas de todos modos-pidió Monk sin esperanza.

Evan lo complació y, tal y como había asegurado, no había nada provechoso, nada que ofreciera la más minima pista.

Monk regresó a la barra y pidió un emparedado y otras dos pintas de sidra. Continuó charlando de otros temas con Evan y al cabo de unos minutos se despidió de él. Salió a la calle atestada con la sensación de que la amistad era un sabor que todavía degustaba con sorpresa, pero con menos esperanzas que nunca de salvar a Alexandra Carlyon.

* * *

Monk no estaba dispuesto a visitar a Rathbone y admitir la derrota, que de hecho aún no se había confirmado. No sabía más de lo que Rathbone le había contado al contratar sus servicios. Un crimen constaba de tres elementos principales, y Monk los recordó mientras caminaba entre buhoneros y niños de apenas siete años que vendían cordones y cerillas; mujeres de rostro triste que sostenían bolsas repletas de ropa usada; indigentes tullidos que ofrecían juguetes, pequeños artículos fabricados a mano con hueso o madera, botellas de toda clase y específicos. Pasó junto a vendedores de periódicos, charlatanes que cantaban y los demás habitantes de las calles de Londres. Sabía que debajo de ellos, en el alcantarillado, habría otros que robaban y buscaban en las basuras su sustento, y a lo largo de la orilla del río otros que recogían las sobras y los tesoros que habían perdido los más ricos de la ciudad.

Monk no había encontrado el móvil. Alexandra tenía un motivo, a pesar de que fuese contraproducente y poco inteligente. No parecía una mujer devorada por los celos, lo que en todo caso podía deberse a que la muerte de su esposo los había disipado, y sólo ahora se percataba de la locura que había cometido y del precio que tendría que pagar.

Sabella también tenía un motivo, pero era igual de contraproducente, y además no se había declarado culpable. De hecho, parecía muy preocupada por su madre. ¿Acaso había cometido el crimen en un acceso de locura y no lo recordaba? De la evidente inquietud de su marido se deducía que era posible.

¿Maxim Furnival? No habría actuado movido por los celos, a menos que la relación entre su esposa y el general hubiese sido más íntima de lo que se había descubierto hasta el momento. ¿O es que Louisa estaba tan enamorada del general que hubiese sido capaz de provocar un escándalo y abandonar a su esposo? Dada la información de que disponía, la hipótesis resultaba de lo más absurdo.

¿Louisa? ¿Tal vez porque el general había coqueteado con ella y después la había rechazado? Sin embargo nada indicaba que el general la hubiese desdeñado. Al contrario todas las pruebas apuntaban a que Thaddeus Carlyon se había mostrado interesado por ella, aunque era imposible determinar hasta qué punto.

Medios. Todos poseían los medios. Lo único que hacía falta era un simple empujón cuando el general estuviese al final de las escaleras, de espaldas al pasamanos, como se encontraría si se detuviese para hablar con alguien. Por supuesto, el general lo haría. La alabarda estaba al alcance de cualquiera, y no se precisaba fuerza o habilidad alguna para utilizarla. Cualquier adulto podía haber aprovechado el peso de su cuerpo para que la hoja penetrase en el pecho de un hombre, aunque habría necesitado un esfuerzo extraordinario para hundirla hasta el suelo.

Una oportunidad. Ésa era la única baza que le quedaba. Si la fiesta se había desarrollado tal y como los testigos habían relatado, y parecía descabellado pensar que hubiesen mentido, sólo eran cuatro las personas que habían tenido ocasión de cometer el asesinato, las cuatro en las que ya había pensado: Alexandra, Sabella, Louisa y Maxim.

¿Quiénes, aparte de los presentes en la cena, se encontraban en la casa? La servidumbre y el joven Valentine Furnival. Éste era apenas un niño y todo indicaba que apreciaba mucho al general. Por lo tanto, sólo quedaban los sirvientes. Monk debía realizar un último esfuerzo y averiguar qué habían hecho aquella noche. Por lo menos podría saber con certeza si Sabella había bajado y asesinado a su padre.

Paró un coche de caballos, pues al fin y al cabo Rathbone le pagaba sus honorarios y podía permitírselo, para dirigirse a la residencia de los Furnival. Aunque deseaba hablar con los criados, debía obtener primero la autorización pertinente.

Maxim, que había llegado temprano a casa, se sorprendió al verlo y más aún al oír su petición. Con una sonrisa que reflejaba asombro y pena a la vez, le permitió hablar con el servicio. Al parecer Louisa había salido para tomar el té con alguien, lo que alegró a Monk, ya que era una mujer muy perspicaz y podía haber entorpecido su labor.

Comenzó con el mayordomo, un hombre de aspecto tranquilo que frisaba en los setenta años. Tenía una gran nariz y un rictus de satisfacción.

– La cena se sirvió a las nueve en punto. -No estaba muy seguro de si debía añadir «señor». ¿Quién era ese individuo que lo interrogaba? El señor de la casa no lo había precisado.

– ¿Quiénes estaban trabajando esa noche? -inquirió Monk.

El mayordomo abrió los ojos con sorpresa ante la ignorancia que revelaba la pregunta.

– El personal de la cocina y el del comedor, señor. -Su tono implicaba un «por supuesto».

– ¿Cuántos eran? -Monk mantuvo la calma no sin dificultad.

– Dos lacayos y yo -contestó el mayordomo con voz monocorde-. La camarera y la criada de la planta baja, que sirve cuando hay visitas. En la cocina se encontraban la cocinera, dos pinches, la fregona y Robert, que se encarga de los recados y ayuda cuando le necesitamos.

– ¿En todas las partes de la casa? -se apresuró a preguntar Monk.

– Normalmente, no-contestó el mayordomo con tono sombrío.

– ¿Y aquella noche?

– Cometió una torpeza y lo enviaron a la trascocina.

– ¿A qué hora?

– Mucho antes de la muerte del general, hacia las nueve, si mal no recuerdo.

– O sea, poco después de que llegasen los invitados -dijo Monk.

– Sí -afirmó el mayordomo con determinación.

Fue la curiosidad la que impulsó a Monk a preguntar:

– ¿Qué ocurrió?

– El muy atontado llevaba una pila de ropa limpia al piso de arriba porque una de las criadas estaba ocupada y se topó con el general, que salía del baño. Como no miraba por dónde iba, supongo que porque estaba absorto en sus pensamientos, dejó caer todas las prendas al suelo. Después, en lugar de disculparse y recogerlas como hubiese hecho cualquier persona sensata, se escabulló. Le aseguro que la lavandera lo reprendió con severidad. Pasó el resto de la noche en la trascocina y no salió para nada.

– Entiendo. ¿Qué hizo el resto del personal?

– El ama de llaves se encontraba en el salón del ala de los criados y las fregonas y las criadas del piso de arriba, en sus dormitorios. La criada de la despensa tenía la tarde libre y visitó a su madre, que estaba enferma. La doncella de la señora Furnival y el ayuda de cámara del señor Furnival se hallaban en la planta superior.

– ¿Y el resto del servicio?

– En el exterior, señor. -El mayordomo lo observó con desprecio.

– ¿No tienen permitido el acceso a la casa?

– No, señor, no tienen por qué.

Monk apretó los dientes.

– ¿Nadie oyó el estrépito que produjo el general al caer sobre la armadura?