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El mayordomo palideció pero no desvió la mirada.

– No, señor. Ya se lo he explicado al policía que se encarga de las investigaciones. Nosotros realizábamos nuestras tareas y no nos necesitaban en el salón. Como habrá observado, la sala de estar se encuentra en la parte posterior, y a esa hora la cena ya había acabado. No teníamos razón alguna para dirigirnos hacia allí.

– Después de la cena, ¿todo el servicio estaba en la cocina o la despensa recogiendo y limpiando?

– Sí, señor, por supuesto.

– ¿No se quedó nadie en el salón?

– ¿Para qué? Teníamos trabajo más que suficiente para estar atareados hasta la una.

– ¿Qué tenían que hacer? -A Monk le molestaba insistir ante tan noble y sutilmente fingido desprecio, pero no estaba dispuesto a demostrarlo.

El mayordomo respondía con paciencia a esas preguntas tan tontas y aburridas sólo porque su señor se lo había pedido.

– Me ocupé de la platería y la cristalería con la ayuda del primer lacayo. El segundo lacayo ordenó el comedor, preparó todo lo necesario para el desayuno de la mañana siguiente y fue a buscar más carbón por si hacía falta…

– El comedor -interrumpió Monk-. El segundo lacayo estaba en el comedor. Seguramente oyó el ruido de la armadura al caer.

El mayordomo se mostró irritado. Monk lo había atrapado.

– Sí, señor, supongo que lo oiría -replicó de mala gana-, si estaba en el comedor cuando cayó.

– Ha comentado que fue a buscar carbón. ¿A donde?

– A la carbonera, señor.

– ¿Dónde se encuentra la puerta de acceso?

– En la parte trasera de la trascocina… señor. -Pronunció la última palabra con marcada ironía.

– ¿Qué habitaciones tenía que abastecer?

– Yo… -Se interrumpió-. No lo sé, señor. -Su rostro delataba que se había percatado de las posibilidades. Para llevar carbón al comedor, la salita de la mañana, la biblioteca o la sala de billares, el lacayo tendría que haber pasado por el salón.

– ¿Podría hablar con él? -Monk no añadió «por favor»; la pregunta era una mera formalidad, ya que pensaba interrogarlo como fuese.

El mayordomo no estaba dispuesto a quedar mal de nuevo.

– Le diré que venga. -Antes de que Monk replicara que prefería acompañarlo, lo que le permitiría ver la zona de los criados, el mayordomo había desaparecido.

Pocos minutos más tarde entró un joven de apenas veinte años que vestía pantalones, camisa y chaleco negros, el uniforme de diario. Tenía la tez y el pelo claros y estaba muy nervioso. Monk supuso que el mayordomo habría hecho valer su autoridad y le habría asustado.

No sin cierta maldad, Monk decidió tratarle con suma amabilidad.

– Buenos días -saludó con una amplia sonrisa, o al menos ésa era su intención-. Ruego que acepte mis disculpas por apartarlo de sus obligaciones, pero creo que podría ayudarme.

– ¿Yo, señor? -Su sorpresa era evidente-. ¿Cómo puedo ayudarlo?

– Explicándome con la mayor precisión posible, todo cuanto hizo la noche en la que el general falleció; en primer lugar, cuénteme qué hizo después de la cena, cuando los invitados se dirigieron a la sala de estar.

El lacayo frunció el entrecejo como si se concentrara y relató su rutina habitual.

– ¿Qué ocurrió luego?

– Sonó la campanilla de la sala de estar -respondió el lacayo-. Puesto que estaba ahí, acudí para ver qué deseaban. Querían que avivase el fuego, y así lo hice.

– ¿Quiénes estaban allí en aquel momento?

– El señor no se encontraba en la sala de estar y la señora entró cuando yo salía.

– ¿Y después?

– Después yo…

– ¿Le regañó de nuevo la pinche de cocina? -aventuró Monk a la vez que sonreía.

El lacayo se sonrojó y bajó la vista.

– Sí, señor.

– ¿Fue a buscar carbón para la biblioteca?

– Sí, señor, aunque no recuerdo cuánto tiempo había pasado. -Parecía triste. Monk supuso que había transcurrido bastante tiempo.

– ¿Cruzó el salón para llevar el carbón hasta allí?

– Sí, señor. La armadura todavía estaba en su sitio.

Por tanto, quienquiera que fuese, no había sido Louisa, aunque de hecho Monk jamás había abrigado esa esperanza.

– ¿Llevó carbón a otras habitaciones? ¿A la planta de arriba?

El lacayo se ruborizó de nuevo y bajó la vista.

– ¿Tenía que llevarlo pero no lo hizo? -conjeturó Monk.

El lacayo levantó la mirada.

– Sí lo llevé, señor. A la habitación de la señora Furnival El señor no enciende la chimenea en esta época del año.

– ¿Vio a alguien o algo cuando subió?

– ¡No, señor!

¿Qué ocultaba el joven? Había algo; Monk lo veía en su rostro sonrojado, en la cabeza gacha, en su nerviosismo. Parecía culpable de algo.

– Una vez arriba, ¿adonde fue? ¿Por delante de qué habitaciones pasó? ¿Oyó algo, una pelea?

– No, señor. -El joven se mordió el labio y siguió sin mirar a Monk.

– ¿Y? -preguntó Monk.

– Subí por las escaleras principales, señor…

De repente, Monk comprendió.

– Oh, ya lo entiendo, ¿subió con cubos de carbón?

– Sí, señor. Se lo ruego, señor…

– No se lo diré al mayordomo -prometió Monk.

– ¡Gracias, señor! -Tragó saliva-. La armadura todavía estaba en su sitio, señor. No vi al general ni a nadie más, excepto a la criada de la planta superior.

– Entiendo. Gracias. Me ha sido usted de gran ayuda.

– ¿De veras, señor? -inquirió con incredulidad. Se sentía aliviado de que Monk hubiese terminado.

A continuación el detective se dirigió al primer piso para hablar con las criadas que no estaban de servicio. Su última esperanza era que alguna hubiese visto a Sabella.

La primera criada no aportó ninguna luz. La segunda, una muchacha con el cabello caoba de unos dieciséis años, parecía entender la importancia de las preguntas de Monk y contestaba de buena gana, aunque su mirada traslucía cierta precaución. Monk se percató de que su afán por responder escondía y pretendía revelar algo a la vez. Con toda probabilidad era la criada que el joven lacayo había visto.

– Sí, vi a la señora Pole -afirmó con franqueza-. No se encontraba bien, por lo que se acostó un rato en el tocador.

– ¿Qué hora era?

– No lo sé, señor.

– ¿Fue mucho después de la cena?

– Oh, sí, señor. ¡Nosotros cenamos a las seis en punto!

Monk se percató de su error y trató de arreglarlo.

– ¿Vio a alguien más mientras estaba en el rellano?

La muchacha se ruborizó, y de repente todo pareció aclararse.

– No revelaré lo que me diga, a menos que no tenga otra opción. Si miente, puede ir a la cárcel, ya que una persona inocente podría acabar en la horca. Supongo que no deseará que eso ocurra, ¿verdad?

La criada estaba muy pálida y tan aterrorizada que era incapaz de articular palabra.

– ¿A quién vio?

– A John -susurró.

– ¿El lacayo que llenaba los cubos de carbón?

– Sí, señor, pero no hablé con él, se lo juro. Fui hasta la parte superior de las escaleras. La señora Pole estaba en el tocador; pasé por delante y, como la puerta estaba abierta, la vi tumbada.

– ¿Fue desde su habitación, que está abajo, hasta la parte más alta de la casa?

Ella asintió con la cabeza; se sentía culpable de que el detective concediese más importancia al lacayo que a cualquier otro dato. No era consciente de la trascendencia de sus palabras.

– ¿Y cómo sabía cuándo llegaría John? -insistió Monk.

– Yo… Esperé en el rellano.

– ¿Vio a la señora Carlyon subir por las escaleras y dirigirse a la habitación del señorito Valentine?

– Sí, señor.

– ¿La vio bajar después?

– No, señor, y tampoco al general, ¡se lo juro por Dios!