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– Gracias.

– No obstante, tal vez no sirva de nada -le advirtió, por más que le desagradaba verse obligado a mermar sus esperanzas y temía que lo interpretara mal.

– Por supuesto. Lo comprendo, pero lo menos que podemos hacer es intentarlo. -Tal vez nos sirva de algo… -¿Se lo dirá a Monk?

– Sí, sí. Le ordenaré que reanude la investigación. A Hester se le iluminó el rostro con una sonrisa. -Gracias, muchas gracias.

* * *

A Monk le sorprendió que Rathbone le pidiese que continuase con el caso. Para satisfacer su curiosidad personal, le habría gustado saber por qué motivo Alexandra Carlyon había asesinado a su esposo, pero no disponía ni del tiempo ni del dinero necesarios para encontrar la respuesta, que además apenas afectaría el resultado del juicio y, por otro lado, constituía una tarea agotadora.

Rathbone le había indicado que, si Erskine deseaba que fuese su abogado y velara por sus intereses, ésa era probablemente la mejor manera de emplear su dinero. No había duda de que tenía razón. Además cabía presumir que sus descendientes y los del general no tendrían de qué preocuparse.

Quizás ése fuese el punto de partida, el dinero. Monk no estaba seguro de ello, pero al menos debía investigar esa posibilidad. Tal vez se viera gratamente sorprendido.

No resultaba muy difícil averiguar cuáles eran los bienes del general, ya que el testamento había pasado a ser un documento oficial. En el momento de su muerte, Thaddeus George Randolf Carlyon poseía un patrimonio considerable. Su familia había invertido en el pasado con gran fortuna. Aunque su padre aún vivía, Thaddeus siempre había recibido una asignación más que generosa, que había gastado con moderación e invertido de manera inteligente, sobre todo en distintas partes del imperio: la India, Sudáfrica y la zona anglo-egipcia de Sudán, lugares en los que había realizado negocios de exportación que le habían reportado pingües beneficios. Thaddeus había vivido rodeado de comodidades, pero nunca más allá de sus posibilidades.

Mientras consultaba la información relativa a la situación financiera del general, cayó en la cuenta de que aún no había visto la casa de los Carlyon, error que debía subsanar. Se descubren muchas cosas sobre las personas a través de los libros que leen, los muebles, los cuadros y los pequeños detalles en los que se gastan o no el dinero.

Monk se concentró en la forma en que el general había decidido repartir sus bienes. La residencia pasaría a manos de Alexandra hasta que falleciera y luego la heredaría su único hijo varón, Cassian. Alexandra también dispondría de una razonable fuente de ingresos para el mantenimiento de la casa así como para llevar un estilo de vida medio, nunca disoluto; además, no podría permitirse el lujo de efectuar ningún gasto extraordinario. No podría comprarse carruajes nuevos sin que se viera afectado su presupuesto, y tampoco podría permanecer largas temporadas en países como la Italia, Grecia o cualquier otro de clima soleado.

Las hijas recibirían una pequeña parte del legado, y sus dos hermanas, Maxim y Louisa Furnival, Valentine Furnival y el doctor Charles Hargrave, algunos efectos personales. Dejaba a Cassian la mayor parte de su patrimonio, que durante la minoría de edad administraría una firma de abogados. Alexandra no tenía voz al respecto y en ningún momento se estipulaba que había que consultarla a tales efectos.

La conclusión más evidente era que Alexandra había disfrutado de una posición más desahogada mientras Thaddeus vivía. ¿Se había percatado Alexandra de ese hecho antes de su muerte o acaso pensaba que se convertiría en una mujer rica?

¿Valía la pena preguntar a los abogados quién había redactado el testamento y quiénes administrarían los bienes? Se lo dirían por el bien de la justicia. No podían ocultarle esa información.

Una hora después, Monk se dirigió hacia las oficinas de los señores Goodbody, Pemberton y Lightfoot. Este último, el único que quedaba del grupo original, le explicó lo que sabía con relación a la muerte del general… un caso verdaderamente triste, sólo Dios sabía en qué acabaría el mundo cuando mujeres tan respetables como la señora Carlyon cometían tan terribles atrocidades… Lightfoot no se lo podía creer en un principio. Cuando la llamó para informarle de su situación y ofrecerle sus servicios, Alexandra no se mostró sorprendida ni afectada por las noticias. De hecho, apenas parecía interesada. Lightfoot atribuyó su reacción a la conmoción y al dolor que le había provocado la muerte de su esposo. Negó con la cabeza y se preguntó de nuevo queje había ocurrido a la sociedad para que se produjeran semejantes barbaridades.

Monk estaba a punto de decirle que Alexandra aún no había sido juzgada, ni tan siquiera acusada, pero sabía que sería una pérdida de tiempo. Alexandra se había declarado culpable, y para el señor Lightfoot eso era más que suficiente. Tal vez estaba en lo cierto. Monk no tenía argumentos de peso que esgrimir.

Recorrió con buen paso Threadneedle Street, dejó atrás el Banco de Inglaterra, giró hacia la izquierda para enfilar Bartholomew Street y, súbitamente, se percató de que no sabía adonde iba. Se detuvo con perplejidad. Había doblado la esquina con gran decisión y ahora ignoraba dónde se encontraba. Miró alrededor. El lugar le resultaba familiar. Vio una oficina enfrente; la entrada de piedra con una placa de latón provocó en él una sensación de inquietud y fracaso.

¿Por qué? ¿Cuándo había estado allí? ¿Para visitar a quién? ¿Guardaba relación con la mujer cuyo recuerdo le había atormentado cuando estaba en la celda con Alexandra Carlyon? Intentó rescatar de la memoria algo que pudiera asociar con ella: la cárcel, la sala de los tribunales, la comisaría, una casa, una calle, pero no lo logró.

Un anciano caballero pasó junto a él con paso enérgico y un bastón con la empuñadura de plata. Por unos instantes Monk creyó conocerlo, pero enseguida la impresión se desvaneció y cayó en la cuenta de que lo único que le resultaba familiar era el bastón con la empuñadura de plata.

No tenía nada que ver con la mujer que aparecía en sus recuerdos. Era el hombre que le había ayudado en su juventud, su mentor, cuya mujer lloraba en silencio, afligida por un dolor que Monk había compartido y no había conseguido evitar.

¿Qué había ocurrido? ¿Quién era…? ¡Walbrook! Con un suspiro de triunfo, supo a quién pertenecía ese nombre. Walbrook…, así se llamaba. Frederick Walbrook… Un banquero. ¿Por qué experimentaba esa terrible sensación de fracaso? ¿Había tenido algo que ver con el desastre que había acaecido? No lo sabía.

Salió de sus cavilaciones y volvió sobre sus pasos hasta Threadneedle Street, luego recorrió Cheapside y se dirigió hacia Newgate.

Tenía que pensar en Alexandra Carlyon. Lo que averiguase tal vez constituiría su única esperanza. Alexandra le había rogado que la ayudase, que la salvase de la horca, que limpiase su nombre. Monk apretó el paso mientras evocaba el rostro angustiado y el terror dibujado en los ojos de Alexandra…

Alexandra le preocupaba en ese momento más que cualquier otro asunto, hasta el punto de que ni siquiera se fijaba en las personas que pasaban junto a él. Los banqueros, los oficinistas, los chicos de los recados, los buhoneros y los vendedores de periódicos lo empujaban sin que apenas lo notara, tan absorto estaba.

De repente recordó con gran claridad unos ojos grandes y del color de la miel…, pero no lograba ver el resto del rostro… ni los labios, ni las mejillas, ni la barbilla, sólo los ojos color miel.

Se detuvo y el hombre que venía detrás chocó contra él. Se disculpó y continuó caminando. Ojos azules. Monk evocó el rostro de Alexandra Carlyon: los labios carnosos y sensuales, la nariz aguileña, los pómulos marcados, los ojos de un azul profundo. Jamás le había rogado que la ayudase, de hecho se había mostrado indiferente, como si intuyese que sus esfuerzos estaban predestinados a fracasar.