Sólo la había visto en una ocasión, y llevaba el caso porque Oliver Rathbone se lo había pedido, no porque se compadeciera de Alexandra, que se encontraba en un grave apuro.
¿A quién pertenecían esos ojos que habían emergido de su memoria para provocarle esa terrible sensación de fracaso?
Debía de ser alguien del pasado, alguien que le obsesionaba y cuyo recuerdo le producía dolor, sin duda anterior al accidente, y no era Imogen Latterly, pues recordaba su rostro sin esfuerzo alguno, y sabía que la relación entre ambos se había basado en la confianza que ella había depositado en él para que limpiara el nombre de su padre… lo que no había conseguido.
¿Había fracasado también en su intento de ayudar a esta otra mujer? ¿Había muerto en la horca por un crimen que no había cometido? ¿O sí lo había cometido?
Aceleró el paso de nuevo. Haría todo cuanto estuviese en su mano para ayudar a Alexandra Carlyon, tanto sí ella colaboraba como si no. Debía de existir una razón muy poderosa para que empujara al general por el pasamanos, bajase por las escaleras, cogiese la alabarda y la clavase en el pecho del hombre, que yacía inconsciente.
Todo apuntaba a que el dinero no era el móvil, porque Alexandra sabía que viviría en peores condiciones tras la muerte del general. Desde el punto de vista social, se convertiría en una viuda, lo que significaba que tendría que llevar luto durante por lo menos un año y luego vestir con colores oscuros, comportarse de manera discreta y mantener pocas relaciones durante varios años más. Además, no podría asistir a muchas fiestas. Las viudas estaban en desventaja, ya que no tenían un esposo que las acompañara, excepto las acaudaladas, pero éste no era el caso de Alexandra.
Tenía que investigar su vida y sus costumbres a través de sus amigos. Para que resultara útil, el interrogatorio debía centrarse en las amistades más imparciales. Quizás Edith Sobell fuese la persona que más incógnitas podría desvelar. Al fin y al cabo, había solicitado la ayuda de Hester al creer en la inocencia de Alexandra.
Edith colaboró de buen grado, y tras el obligatorio descanso dominical, durante los dos días siguientes, Monk habló con varios amigos y conocidos de Alexandra, que más o menos hicieron las mismas observaciones. Alexandra era una buena amiga, agradable, divertida pero sin caer en la vulgaridad, y nunca resultaba molesta. No tener vicios, excepto una ligera tendencia a burlarse de los demás, así como a hacer comentarios mordaces, y un interés por asuntos no demasiado adecuados para las señoras de buena familia; de hecho se interesaba por temas que no debían despertar la curiosidad de las damas. En más de una ocasión la habían visto leer revistas de contenido político, que escondía en cuanto se percataba de la presencia de otras personas. Se mostraba impaciente con la gente torpe y reaccionaba con brusquedad cuando le hacían preguntas indiscretas o la presionaban para que expresara una opinión que prefería guardarse para sí. Le encantaban las fresas y las orquestas, pasear sola… y hablar con desconocidos poco recomendables. Y sí, ¡en una ocasión la habían visto entrar en una iglesia católica! ¡Qué extraño! ¿Sería ésa su religión? ¡Desde luego que no!
¿Era Alexandra una persona despilfarradora?
A veces, con la ropa, pues le gustaba experimentar con nuevos diseños y colores.
¿Gastaba el dinero en alguna otra cosa? ¿Jugaba, le gustaba comprarse carruajes, buenos caballos, mobiliario, plata o joyas ostentosas?
Nadie había dicho nada al respecto. Parecía seguro que no jugaba.
¿Solía coquetear?
Como los demás.
¿Tenía acreedores?
No.
¿Pasaba sola más tiempo de lo normal o acudía a lugares en los que sabía que nadie la molestaría?
Sí. Le gustaba la soledad, sobre todo desde hacía aproximadamente un año.
¿Adonde iba?
Al parque.
¿Sola?
Eso parecía. Nadie la había visto acompañada.
Todas las respuestas sonaban sinceras. Las mujeres se mostraban desconcertadas, tristes y preocupadas, pero francas. La información que había recabado era de escaso valor.
Mientras iba de una casa a otra, los recuerdos, insustanciales como la niebla, vagaban por su cabeza. En cuanto lograba detenerlos, se convertían en nada. Sólo permanecía un cúmulo de sensaciones: dolor, amor, miedo e inquietud, además del temor al fracaso.
¿Había acudido Alexandra a la iglesia católica en busca de consuelo? Probablemente. Aun así carecía de sentido buscar al sacerdote con el que podía haber hablado, porque el secreto de confesión es inviolable. Sin duda debía de haber sido algo muy importante y profundo lo que la había llevado a confesarse con un sacerdote de una religión que no era la suya, un desconocido en el que confiar.
Aún quedaban por investigar dos posibilidades. En primer lugar, que Alexandra no estuviese celosa de Louisa Furnival, sino de otra mujer. Por lo que había averiguado, el general no era un hombre propenso a las aventuras apasionadas ni capaz de enamorase hasta el punto de arrojar por la borda su trayectoria profesional y su reputación al abandonar a su esposa y su hijo, que todavía era un niño. Un mero romance no era razón suficiente, para recurrir al asesinato, al menos para la mayoría de las mujeres. Si Alexandra amaba tanto a su esposo como para preferir que muriera a verlo en los brazos de otra mujer, entonces era una actriz extraordinaria. Se había mostrado lúcida e incluso un tanto indiferente ante la desaparición de su esposo. Estaba conmocionada, pero no destrozada por el dolor. Temía por su futuro, pero aún le asustaba más que se descubriese su secreto. No cabía duda de que una mujer que acababa de asesinar a un hombre al que amaba profundamente mostraría vestigios de ese amor… y del sufrimiento provocado por la pérdida.
¿Por qué lo ocultaba? ¿Por qué fingía que era Louisa quien había desatado sus celos si en realidad no lo era? Carecía de sentido.
Sin embargo, Monk lo investigaría. Tenía que analizar todas las opciones, por absurdas que pudieran parecer.
La segunda posibilidad, la más probable de las dos, era que Alexandra tuviese un amante y, una vez viuda, planease casarse con él cuando hubiese transcurrido un tiempo prudencial. La hipótesis no parecía tan descabellada, pues explicaba su empeño por ocultar la verdad. Si Thaddeus la hubiese engañado, Alexandra sería la perjudicada, y tal vez esperara que la sociedad la perdonara. En cambio, si era ella la infiel y lo hubiese asesinado para librarse de él, nadie la perdonaría.
Cuanto más pensaba en ello, más se convencía de que era la única solución posible. Era una hipótesis sumamente desagradable… pero debía investigarla para descubrir si era cierta.
Monk decidió comenzar por la casa que el general compartió con Alexandra durante los últimos diez años de su vida, desde que regresó del extranjero. Puesto que en cierto modo trabajaba para la señora Carlyon, y todavía no se la había acusado de crimen alguno, Monk supuso que lo recibirían de manera educada, incluso amistosa.
La residencia de Portland Place estaba cerrada y, al parecer, se había prohibido el acceso a ella, ya que las persianas estaban bajadas en señal de luto y en la puerta había una corona. Si mal no recordaba, era la primera vez que se presentaba por la entrada de servicio de una vivienda, como si se tratara de un vendedor ambulante o un pariente de algún criado.
Un limpiabotas de unos doce años, cara redonda y nariz respingona le abrió la puerta y lo miró con recelo. -¿Qué quiere, señor? -preguntó con suspicacia. Monk supuso que el mayordomo le había ordenado que desconfiara de los desconocidos que hicieran preguntas, en especial si eran periodistas. Si Monk hubiese sido mayordomo, le habría impartido instrucciones parecidas. ¿Qué quiere, señor? -repitió el chico al ver que Monk no respondía.