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– ¿Dónde está Cassian?

– Con sus abuelos, señor, el coronel y la señora Carlyon. Vinieron a buscarlo tan pronto como detuvieron a su madre.

– ¿Conocía usted a la señora Furnival? -La he visto, señor. El señor Furnival y ella cenaron aquí en una ocasión, eso es todo, de modo que no la «conocía». No venía por aquí muy a menudo.

– Creía que el general era un buen amigo de los Furnival.

– Sí, señor, pero él solía visitarlos con más frecuencia.

– ¿Con qué frecuencia?

Hagger parecía abatido y cansado, pero su expresión carecía de culpa y su actitud no era evasiva,- Según me ha explicado Holmes, el ayudante de cámara de los Furnival, el general acudía a su hogar un par de veces por semana, pero si imagina algo impropio, señor, debo decirle que opino que se equivoca. El general tenía negocios con el señor Furnival y lo visitaba para ayudarlo, lo que el señor Furnival le agradecía. Monk planteó la pregunta que más le importaba y cuya respuesta temía.

– ¿Quiénes eran los amigos de la señora Carlyon, aparte de la señora Furnival? Supongo que tendría amistades, personas a las que invitaría a venir y con las que asistiría a fiestas, a bailes o al teatro.

– Oh sí, señor, por supuesto.

– ¿Quiénes son?

Hagger dijo una docena de nombres, la mayoría de parejas casadas.

– ¿El señor Oundel? -inquirió Monk-. ¿No venía con su señora? -Se sintió mal mientras formulaba la pregunta. No quería oír la respuesta.

– No, señor, murió hace algún tiempo. Estaba muy solo, pobre señor Oundel. Venía a menudo.

– Entiendo. ¿La señora Carlyon lo apreciaba?

– Sí, señor, creo que sí. Diría que le inspiraba pena. A veces se presentaba por las tardes, se sentaban en el jardín y charlaban durante horas. El señor Oundel regresaba a su casa más alegre. -Hagger sonrió y miró a Monk con una repentina expresión de tristeza-. La señora Carlyon se portaba muy bien con él.

Monk se sintió un poco aturdido.

– ¿A qué se dedica el señor Oundel? ¿O vive de rentas?

– ¡Santo cielo, señor, está retirado! Tiene más de ochenta años, pobre señor Oundel.

– Oh. -Monk sintió un alivio abrumador que resultaba ridículo. Quería sonreír y hacer un comentario divertido y desenfadado. El mayordomo pensaría que había enloquecido o que, por lo menos, había perdido sus modales-. Sí… sí, comprendo. Muchas gracias. Me ha sido de gran ayuda. ¿Podría hablar con la doncella de la señora Carlyon? ¿Está todavía en la casa?

– Oh sí, señor, no permitiremos que nadie del servicio se marche hasta que… Quiero decir… -Hagger se interrumpió.

– Por supuesto. Lo comprendo. Esperemos que nunca ocurra eso. -Monk se puso en pie.

Hagger hizo lo propio, tensó los músculos de la cara y comenzó a caminar con pasos torpes.

– ¿Hay alguna esperanza de que…?

– No lo sé -respondió Monk con franqueza-. Lo que necesito averiguar, señor Hagger, es la razón por que la señora Carlyon deseaba ver muerto a su esposo. -Oh… ¡No se me ocurre ninguna! Usted podría… quiero decir que espero que…

– No -dijo Monk para que el mayordomo no albergase esperanza alguna-. Me temo que la señora Carlyon es la autora del crimen, no cabe duda al respecto.

Hagger quedó abatido.

– Entiendo. Esperaba que… quiero decir, que otra persona… y que ella pretendía protegerla.

– Una actitud así, ¿sería propia de la señora Carlyon?

– Sí, señor, eso creo… Tenía mucho valor, se enfrentaba a cualquiera con el fin de defender a su… -¿A la señorita Sabella?

– Sí, señor, pero… -Hagger se vio atrapado. Se sonrojó y notó el cuerpo agarrotado.

– No se preocupe. La señorita Sabella no cometió el crimen. Está libre de sospecha. Hagger se relajó.

– No sé cómo ayudar -declaró con tono de aflicción-. No existe razón alguna para que una mujer decente asesine a su esposo… a menos que la haya amenazado de muerte.

– ¿Alguna vez la trató el general de forma violenta?

Hagger quedó conmocionado.

– ¡Oh, no, señor! Le aseguro que no.

– Usted se habría enterado si el general se hubiese comportado así con ella, ¿verdad?

– Creo que sí, señor, pero pregunte a Ginny si lo desea. Es la doncella de la señora Carlyon. Ella lo sabrá con toda certeza.

– Lo haré, señor Hagger, si me permite subir a la planta superior y buscarla.

– Le diré que venga.

– No… sino le molesta, prefiero hablar con ella en el lugar donde suele trabajar, para que se sienta menos nerviosa. -En realidad, ésa no era la razón. Monk quería ver el dormitorio de Alexandra y, si era posible, el vestidor y parte de su guardarropa; le ayudaría a formarse una imagen más completa de Alexandra. La había visto vestida con una falda negra y una blusa sencilla, y suponía que ése no era su atuendo habitual.

– Por supuesto. Sígame, por favor. -El mayordomo lo condujo a través de la concurrida cocina, donde se ultimaban los preparativos de una gran cena. La fregona ya había hervido las verduras, la pinche retiraba las sartenes y cacerolas sucias y la cocinera cortaba rodajas de carne y las colocaba en el molde, junto con la masa.

Había un paquete de gelatina Purcel, que había comenzado a comercializarse a partir de la Exposición Universal de 1851, para preparar el postre al lado de un pastel de manzana frío, nata y queso fresco. Parecía una comida para unas doce personas.

Monk recordó que la familia estaba formada por tres miembros. Calculó que el servicio del jardín y el interior, tanto de la planta superior como de la inferior, se componía de al menos doce personas y los criados continuaban sus tareas a pesar de la muerte del general y el arresto de la señora Carlyon.

Mientras recorrían el pasillo, pasaron junto a la despensa, donde un lacayo limpiaba con caucho los cuchillos sobre una mesa recubierta de ante para tal efecto y sobre la que descansaba una lata de color verde y rojo de pulimento Wellington. Dejaron atrás la sala del ama de llaves, que tenía la puerta cerrada, la del mayordomo y la salita de juegos para acceder a la parte principal de la casa. Por lo general, las labores de limpieza se realizaban antes de que la familia se levantase para desayunar pero, dadas las circunstancias, no era necesario, por lo que las doncellas se quedaban una hora más en la cama y, en ese momento, estaban barriendo, sacudiendo las alfombras, fregando el suelo con aguarrás y cera y lavando las piezas de metal con vinagre hirviendo.

Monk siguió a Hagger escaleras arriba y por el rellano hasta el dormitorio principal, al parecer el del general, pasaron junto a su cuarto de vestir y se dirigieron hasta una habitación soleada y espaciosa, la de la señora Carlyon. A la izquierda se encontraba el vestidor; las puertas de los armarios estaban abiertas, y una doncella cepillaba una capa de color gris azulado que debía de sentarle bien a Alexandra debido a su tez blanquecina. La chica levantó la vista y se sorprendió al ver a Hagger y a Monk. Éste supuso que debía de tener algo más de veinte años. Era delgada, de tez oscura y rostro sumamente agradable.

El mayordomo no perdió el tiempo.

– Ginny, este caballero es el señor Monk. Trabaja para los abogados de la señora e intenta averiguar algo que pueda ayudarla. Quiere hablar contigo, y tú le dirás todo lo que sepas… responde a todas las preguntas, ¿está claro?

– Sí, señor Hagger. -La doncella parecía desconcertada pero dispuesta a colaborar.

– Bien. -Hagger se volvió hacia Monk-. Baje cuando termine y, si necesita algo más, no dude en pedírmelo.

– Lo haré. Gracias, señor Hagger. Es usted muy amable. -En cuanto el mayordomo se hubo marchado, Monk se dirigió a la doncella-. Siga con sus tareas. Estaré aquí un rato.

– Estoy segura de que no podré ayudarlo -afirmó Ginny a la vez que cepillaba la capa-. La señora siempre fue buena conmigo.