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– ¿El general le hizo daño alguna vez, Ginny?

– ¡Santo Dios, no! -Negó con la cabeza al tiempo que lo observaba con expresión angustiada-. No puedo ayudarlo, señor. No sé qué le impulsó a asesinarlo. El general era frío y muy aburrido, pero también generoso, fiel, de buenas costumbres, no bebía mucho, no jugaba y tampoco frecuentaba malas compañías. Aunque es cierto que era demasiado intransigente con la señorita Sabella y no le permitió que entrara en un convento, se comportaba como el mejor de los padres con el pequeño Cassian. La pobre criatura le quería mucho. Si no fuera porque sé que no es una mujer malvada, pensaría… pensaría que lo es.

– Sí -afirmó Monk con tristeza-. Sí… me temo que yo también lo pensaría. Gracias por dedicarme su tiempo, Ginny. No es necesario que me acompañe.

Sólo después de interrogar infructuosamente al resto del servicio, que corroboró lo que Hagger y Ginny le habían contado, comer en la sala de los criados y regresar a la calle, Monk se percató de los muchos recuerdos de su vida que le habían asaltado: el aprendizaje en el mundo del comercio, las cartas a su madre, la ruina de Walbrook y el consecuente cambio de suerte… pero no el rostro de la mujer que lo acosaba, ¿quién era? ¿Por qué le obsesionaba tanto? ¿Qué le había ocurrido?

Capítulo 6

Con el permiso del comandante Tiplady, Hester aceptó cenar con Oliver Rathbone. Llamó a un coche de caballos y se dirigió hasta la casa del padre de Rathbone, en Prirnrose Hill, un anciano caballero de gran encanto y distinción.

Hester, que no deseaba llegar tarde, se presentó incluso antes que el propio Rathbone, que se había entretenido más de lo previsto con un jurado. Descendió del vehículo, y un criado la condujo hasta una pequeña sala de estar que daba a un jardín en el que crecían narcisos a la sombra de los árboles; una enorme madreselva cubría la puerta que se abría en el muro, que se extendía hasta un pequeño manzanal de ramas frondosas cuyos frutos Hester apenas acertaba a distinguir.

La habitación estaba repleta de libros de varios tamaños y formas que se ordenaban por temas, no por motivos decorativos. Había varias acuarelas en las paredes, una de las cuales se destacaba entre las demás, puesto que estaba encima de la repisa de la chimenea. En el cuadro aparecía, sentado junto a una columna, un joven que vestía un jubón de cuero y un delantal. Los colores eran suaves, de tonos ocre y sepia, con la excepción del rojo oscuro de la gorra. La pintura estaba inacabada, ya que la parte inferior del cuerpo del muchacho y un pequeño perro al que acariciaba sólo estaban esbozados. -¿Le gusta? -preguntó Henry Rathbone. Era más alto que su hijo, muy delgado, y tenía la espalda encorvada, como si hubiera dedicado muchos años al estudio. Su rostro era de rasgos afilados y exhibía una expresión de serenidad que hizo que Hester se sintiera cómoda nada más verlo. Tenía el cabello ralo y cano, los ojos azules.

– Sí, me gusta mucho -contestó ella con sinceridad-. Cuanto más lo miro, más me gusta.

– Es mi acuarela favorita -admitió Henry-, quizá porque no está acabada. Si estuviese terminada, podría parecer definitiva. Al estar inconclusa, permite que la imaginación cree el resto, como si colaborase con el artista.

Hester sonrió al comprender lo que le explicaba. Comenzaron a hablar de otros temas, y Hester, que se sentía a gusto, le planteó sin reparos toda clase de preguntas. Henry había recorrido muchos países y hablaba alemán con fluidez. Al parecer, los paisajes no le habían cautivado tanto como las conversaciones que había mantenido con las personas más extrañas, que encontraba en establecimientos pequeños y antiguos a los que tanto le gustaba entrar para revolver cosas.

Hester apenas se percató de que Rathbone llegaba una hora tarde. Cuando Oliver entró en la sala de estar y se disculpó por el retraso, a Hester le divirtió contemplar su expresión consternada al ver que no lo habían echado de menos, con la excepción de la cocinera, que había tenido que modificar los preparativos.

– ¡No importa! -dijo Henry Rathbone al tiempo que se levantaba-. No vale la pena preocuparse por eso. No hay nada que hacer al respecto. Señorita Latterly, le ruego que pase al comedor. Nos las arreglaremos con lo que haya.

– Deberíais haber comenzado sin mí -replicó Oliver con cierta irritación-. Habría sido lo mejor.

– No te sientas culpable -replicó su padre mientras indicaba a Hester su sitio y el lacayo le colocaba la silla-. Sabemos que el retraso era inevitable, y creo que lo hemos pasado bien.

– Sin lugar a dudas-afirmó Hester con sinceridad ala vez que se sentaba.

Se sirvió la cena. La sopa era excelente y Rathbone no habló, ya que hubiera sido una muestra de mala educación. A continuación Oliver comenzó a comer el pescado, que estaba un tanto seco debido a la espera, y observó a Hester, pero se abstuvo de hacer comentario alguno.

– Ayer hablé con Monk -dijo por fin-. Me temo que apenas hemos avanzado en las investigaciones.

Hester estaba decepcionada, aunque el mero hecho de que Rathbone hubiese tardado tanto en hablar del asunto le había inducido a suponer que las noticias no serían buenas.

– Eso sólo significa que no hemos descubierto el móvil -repuso Hester-. Tenemos que seguir adelante. -O convencerla de que revele la verdad -añadió Oliver mientras colocaba el tenedor y el cuchillo en el plato e indicaba al criado que ya podía recoger la vajilla. Las verduras estaban demasiado hechas, pero la pierna de cordero estaba en su punto, así como la gran variedad de encurtidos y salsas agridulces.

– ¿Está al corriente de este caso, señor Rathbone? -Hester se volvió hacia Henry, pues no deseaba que se quedase fuera de la conversación.

– Oliver me lo ha comentado -respondió Henry mientras se servía una salsa oscura-. ¿Qué quieres descubrir? -preguntó a su hijo.

– El verdadero motivo por el que la señora Carlyon asesinó a su esposo. Por desgracia, no cabe duda de que lo hizo ella.

– ¿Qué razón te ha dado la señora Carlyon?

– Que sentía celos de la anfitriona de aquella velada, pero sabemos que no es cierto. Aseguró que creía que su esposo mantenía relaciones con Louisa Furnival, pero sabemos que es falso, y que ella lo sabía.

– ¿No quiere contarte la verdad?

– No.

Henry frunció el entrecejo, cortó un trozo de carne y lo acompañó de salsa y puré de patatas.

– Utilicemos la lógica -dijo con expresión reflexiva-. ¿Planeó el asesinato?

– Lo ignoramos. No hay ningún indicio al respecto.

– Por lo que quizá se tratara de un acto impulsivo… Tal vez lo hiciese sin prever las consecuencias.

– No es tonta -intervino Hester-. Tenía que saber que la llevarían a la horca.

– ¡Si la descubrían! -argüyó el anciano-. Es posible que actuase movida por una furia incontenible y no fuera consciente de lo que hacía.

Hester frunció el entrecejo.

– Querida, es un error pensar que siempre actuamos con sensatez -añadió con delicadeza-. Las personas se dejan llevar por los impulsos, por más que en ocasiones resulten perjudicadas. No meditamos nuestros actos sino que obedecemos a nuestras emociones. Si nos asustamos huimos, permanecemos inmóviles o atacamos, según nuestro carácter y nuestras experiencias pasadas. -Henry dejó de comer y la miró de hito en hito-. Creo que la mayoría de las tragedias ocurren cuando las personas no han tenido tiempo suficiente para sopesar las posibilidades o evaluar la situación real. Se precipitan sin ver o comprender lo que sucede, y entonces es demasiado tarde. -Henry empujó con expresión distraída los encurtidos hacia Oliver-. Estamos llenos de ideas preconcebidas, siempre juzgamos desde nuestro punto de vista. Creemos que debemos hacerlo para mantener las cosas tal como están. Una idea nueva es lo más peligroso que existe. Una nueva idea sobre algo que nos atañe de cerca y que llega de manera imprevista, sin avisar, nos puede provocar tal desconcierto y tal temor a que lo que pensamos sobre nosotros mismos y los demás se derrumbe que podemos atacar a quien ha alterado nuestras vidas… para negarlo, incluso de forma violenta.