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– Quizá… conocemos bien a Alexandra Carlyon -opinó Hester con expresión meditabunda mientras contemplaba su plato.

– Sabemos mucho más de ella de lo que sabíamos hace una semana -replicó Oliver-. Monk ha interrogado al servicio, pero lo que ha averiguado sobre el general y la señora Carlyon no mejora la situación ni explica por qué lo asesinó. El general era frío y con toda probabilidad aburrido, pero era fiel, generoso, tenía una reputación intachable… amaba a su hijo y no era injusto con sus hijas.

– No permitió que Sabella dedicara su vida a Dios -repuso Hester con vehemencia-, la obligó a casarse con Fenton Pole. Oliver sonrió.

– En realidad no es tan irrazonable. Creo que la mayoría de los padres habría obrado igual. Además, Pole parece un hombre decente.

– La cuestión es que la forzó a que contrajera matrimonio contra su voluntad -protestó Hester.

– Ésa es la prerrogativa de un padre, sobre todo en lo que se refiere a las hijas.

Hester respiró hondo mientras reprimía el deseo de quejarse e incluso de acusarlo de ser injusto, pues no quería parecer brusca ni maleducada ante Henry Rathbone. No era el momento más adecuado para defender sus ideas, por muy razonables que fueran. Le gustaba más de lo que había esperado y le dolería que se formara una mala opinión de ella. Henry era completamente distinto de su padre, un hombre mucho más convencional y poco dado al diálogo, pero en su compañía evocaba, con felicidad y pesar, las comodidades de vivir con la familia. El recuerdo avivó su sensación de soledad. Había olvidado, tal vez a propósito, lo bien que se encontraba cuando sus padres vivían, a pesar de las prohibiciones, la disciplina y las formas tradicionales. Hester había decidido olvidarlo todo y soportar el dolor.

De pronto, de manera inexplicable, Henry Rathbone le había hecho rememorar los mejores momentos.

Henry interrumpió sus pensamientos y la hizo regresar al presente, al caso Carlyon.

– Sin embargo todo eso ocurrió hace ya tiempo. De sus palabras deduzco que Sabella ya se ha casado.

– Sí. Tienen un hijo -explicó Hester.

– Cabe la posibilidad de que todavía se sienta dolida, pero ¿es motivo suficiente para asesinarlo después de tanto tiempo?

– No.

– Plantearé una hipótesis -anunció Henry con expresión reflexiva-. Por lo visto el crimen se cometió sin premeditación. A Alexandra se le presentó la oportunidad y la aprovechó… con gran torpeza, por lo que se ve. Cabe concluir que, si estamos en lo correcto, o bien descubrió algo aquella velada que la afectó hasta el punto de hacerla perder el control, o bien deseaba asesinarlo desde hacía tiempo pero aún no había encontrado la ocasión. -Henry observó a Hester-. Señorita Latterly, ¿qué cree que podría conmocionar tanto a una mujer? En otras palabras ¿qué podría querer tanto una mujer como para llegar a asesinar con tal de protegerlo? Oliver dejó de comer.

– No hemos considerado esa posibilidad -reconoció mientras se volvía hacia ella-. ¿Hester?

Hester reflexionó, ya que deseaba ofrecer una respuesta inteligente.

– Supongo que lo que me impulsaría a actuar de manera irreflexiva, incluso poniendo mi vida en peligro, sería que amenazaran a las personas que más quiero, para Alexandra sus seres más queridos son sus hijos. -Hester esbozó una media sonrisa-. Es evidente que su esposo no se encontraba entre ellos. Por lo que a mí respecta, habrían sido mis padres y hermanos, pero todos ellos, excepto Charles, están muertos. -Hester lo dijo porque lo tenía presente, no para que la compadecieran, y de inmediato se arrepintió. Prosiguió antes de que mostraran su pesar-. También creo que, aparte de defender a la familia, algunas personas lucharían para defender su casa. Hay viviendas que existen desde hace generaciones, incluso siglos. Supongo que uno puede quererlas tanto como para matar con tal de conservarlas o evitar que pasen a manos de otras personas. Con todo, esta explicación no nos sirve.

– No desde el punto de vista de Monk -aceptó Oliver mientras la miraba con fijeza-. De todos modos la casa pertenecía al general, no a ella… y no es demasiado antigua. ¿Qué más?

Hester sonrió con ironía.

– Si yo fuese hermosa, supongo que apreciaría mi belleza. ¿Es Alexandra hermosa?

Oliver meditó por unos instantes con expresión de burla y dolor.

– No puede calificársela de hermosa, pero tiene unas facciones inolvidables, lo que tal vez sea mejor. Su rostro refleja un carácter fuerte.

– Por el momento sólo habéis mencionado una cosa que le importara de veras -señaló Henry Rathbone-. ¿Y su reputación?

– Oh, sí -se apresuró a responder Hester-. Si uno viera su honor amenazado, o se le acusara injustamente de algo, eso justificaría que perdiera los estribos y la razón. Es una de las cosas que más detesto. Ésa es otra posibilidad. O si peligrara el honor de alguien que amara… eso también sería importante.

– ¿Quién amenazaba su reputación? -preguntó Oliver con el entrecejo fruncido-. No tenemos ningún indicio al respecto pero, si así fuera, ¿por qué se negaría a contárnoslo? ¿No podría tratarse de la reputación de otra persona? ¿De quién? ¿Del general?

– Chantaje -sugirió Hester al instante-. Una persona sometida a chantaje jamás diría nada, ya que revelaría el motivo que le impulsó a asesinar para ocultarlo.

– ¿Chantajeada por su marido? -dijo Oliver con escepticismo-. Eso sería como sacar dinero de un bolsillo para guardarlo en el de al lado.

– No lo habría hecho por dinero -conjeturó Hester al tiempo que se inclinaba-. Eso carecía de sentido. Quizá por otro motivo… quizá porque quería dominarla.

– ¿Y a quién se lo contaría, mi querida Hester? Cualquier escándalo relacionado con Alexandra también afectaría a su esposo. Por lo general si una mujer pierde la honra, el chantajeador se lo cuenta al esposo.

– Oh. -Hester comprendió que Oliver tenía razón-. En efecto. Lo observó en busca de una expresión reprobadora, pero su semblante sólo reflejaba amabilidad, lo que la desconcentró por unos instantes. Se sentía muy a gusto en compañía de dos hombres tan agradables. No sería difícil desear quedarse-. Es cierto, no tiene sentido -añadió con la mirada baja-. Usted ha comentado que siempre fue un padre excelente, excepto cuando obligó a Sabella a casarse en lugar de permitir que se dedicara a la Iglesia.

– Si no encontramos una hipótesis que parezca lógica -intervino Henry con tono reflexivo-, cabe concluir que existe un elemento que hemos pasado por alto o interpretado de manera errónea.

Hester contempló su rostro, ascético y bondadoso, y se percató de lo inteligente que era. Nunca había visto unos rasgos que denotasen tal agudeza y careciesen de maldad. Sonrió sin saber por qué.

– Entonces deberíamos continuar investigando… -propuso-. Me inclino por la segunda opción, por lo que me temo que hemos interpretado algo de manera equivocada.

– ¿Cree que vale la pena? -le preguntó Henry-. Si descubre el móvil, ¿cambiará algo? ¿Oliver?

– Lo ignoro. Seguramente no -admitió su hijo-. Sin embargo, no puedo acudir a los tribunales con la escasa información de que dispongo.

– Eso lo dice por orgullo -dijo Hester con sinceridad-. Qué hay de los intereses de la señora Carlyon? Presumo que si quisiera que la defendiese le habría dicho la verdad.

– Supongo que sí, pero soy yo quien debe decidir qué le conviene para su defensa, no ella.

– Creo que te da miedo perder -aventuró su padre mientras comía-, pero me temo que la victoria te sabría a poco si lograras ganar. ¿A quién le sería útil? Sólo serviría para demostrar que Oliver Rathbone es capaz de descubrir la verdad y exponerla a los ojos de todos, incluso si el acusado prefiere morir en la horca a revelarla.