– No lo haré si ella no me autoriza -aseguró Oliver con el rostro encendido y los ojos muy abiertos-. Por el amor de Dios, ¿por quién me has tomado?
– A veces, por un irreflexivo, mi querido muchacho -contestó Henry-, provisto de una curiosidad y una arrogancia de intelectual, que me temo has heredado de mí.
Durante el resto de la velada conversaron de manera distendida sobre varios temas que no guardaban relación con el caso Carlyon. Charlaron sobre música, afición que los tres compartían. Henry Rathbone tenía grandes conocimientos al respecto y apreciaba sobremanera los últimos cuartetos de Beethoven, los que había compuesto cuando ya estaba sordo. Los encontraba tan enigmáticos y complejos que le provocaban un placer indescriptible, y poseían una belleza que nacía del dolor y que avivaba su pena, pero que también alcanzaba un nivel más profundo de su ser y satisfacía un deseo interno.
Luego departieron sobre política, las noticias que llegaban de la India y donde se sucedían los disturbios. Mencionaron la guerra de Crimea en una ocasión, pero Henry Rathbone se mostró tan irritado por la incompetencia demostrada y las muertes innecesarias que Hester y Oliver cambiaron de tema.
Antes de marcharse, Hester y Oliver pasearon por el jardín. El olor de las primeras flores era dulce en la brumosa oscuridad, y Hester sólo vislumbraba el perfil de las ramas más altas del manzano contra el cielo estrellado.
– Las noticias de la India son tan preocupantes -comentó mientras contemplaba el pálido contorno del árbol en flor-. Se respira tanta paz aquí que me resulta doloroso pensar que allí hay guerra. Me siento culpable de que haya tanta belleza a mi alcance…
Oliver estaba tan cerca de ella que percibía su calidez. Era una sensación muy agradable.
– No tiene por qué sentirse culpable -replicó Oliver. Hester adivinó que sonreía aunque estaba de espaldas a él; de todos modos, apenas sonreía visto en la oscuridad-. No logrará ayudarles -continuó- no apreciando lo que lo rodea, lo que además constituye una muestra de ingratitud.
– Tiene razón -admitió Hester-. Soy muy indulgente conmigo misma pero, como usted ha dicho, lo único que se consigue con esa postura es ingratitud. Durante la guerra de Crimea solía pasear cerca de los campos de batalla, consciente de lo que había ocurrido; aun así, necesitaba el silencio y las flores, pues de lo contrario me habría sentido incapaz de seguir adelante. Si no conservas la fortaleza, tanto física como emocional, no puedes ayudar a los que te necesitan. De eso estoy segura.
Oliver la tomó suavemente del brazo y se encaminaron hacia el arriate de plantas, donde los altramuces erguidos y la oscura silueta de una rosa apenas se distinguían contra las pálidas piedras del muro.
– ¿Le molesta que los casos le afecten de esta manera? -preguntó Hester-. ¿O es usted más práctico? No sé… ¿suele perder?
– Le aseguro que no -contestó, y se echó a reír.
– Seguro que a veces pierde.
La risa se desvaneció.
– Sí, desde luego. Y sí, hay ocasiones en que me despierto de pronto en la noche e imagino cómo debe de sentirse el acusado y me atormento si tengo certeza de que no he hecho todo lo que podía, porque estoy en mi cálida cama mientras que a ese pobre diablo que confiaba en mí lo enterrarán dentro de poco.
– ¡Oliver! -Hester lo miró con fijeza y le tomó las manos de forma impulsiva.
Él apretó las suyas.
– ¿No mueren a veces sus pacientes, querida?
– Sí, claro.
– ¿Y no se siente culpable? Aunque no hubiera posibilidad de salvarlos, ¿no cree que podía haberles aliviado el dolor?
– Sí, pero es preciso aceptarlo, pues de lo contrario te torturas y ya no consigues ayudar al siguiente paciente.
– Claro, claro. -Oliver levantó las manos de Hester y las besó-. Hemos de seguir haciendo todo cuanto esté a nuestro alcance. También contemplaremos la luz de la luna sobre los manzanos, y nos alegraremos, sin sentirnos culpables de que otros no puedan disfrutar como nosotros. ¿Me lo promete?
– Se lo prometo. Y las estrellas y la madreselva también.
– Oh, no se preocupe por las estrellas -replicó entre risas-. Son universales. En cambio la madreselva sobre el muro y los altramuces son típicamente ingleses. Son nuestros.
Se reunieron con Henry, que se hallaba junto a las puertaventanas de la sala de estar, en el preciso instante en el que un ruiseñor llenó de trinos la noche; enseguida su canto se desvaneció.
Media hora después Hester se despidió. Era muy tarde. Sin duda alguna había disfrutado de esa velada mucho más que de las otras a las que había asistido últimamente.
Era el 28 de mayo, y ya había transcurrido más de un mes desde el asesinato de Thaddeus Carlyon y desde que Edith pidiera ayuda a Hester para encontrar una ocupación que demostrase su talento y llenase su tiempo de forma más gratificante que la interminable rutina de obligaciones domésticas. De momento Hester no había hallado nada.
Por otro lado, el comandante Tiplady estaba cada vez mejor y pronto podría prescindir de los servicios de Hester, por lo que tendría que buscar otro empleo. Mientras que para Edith era una cuestión de entretener el tiempo, para Hester significaba su subsistencia.
– La noto preocupada, señorita Latterly -observó con inquietud el comandante Tiplady-. ¿Ocurre algo?
– No… oh, no. No ocurre nada -se apresuró a responder Hester-. La herida de su pierna casi ha cicatrizado. La infección ha desaparecido, por lo que presumo que dentro de un par de semanas podrá caminar.
– ¿Cuándo se celebra el juicio de la desafortunada señora Carlyon?
– No lo sé con exactitud. A mediados de junio, creo.
– Entonces dudo de que decida prescindir de usted durante las dos próximas semanas. -Tiplady se sonrojó levemente, pero sus ojos azules no vacilaron.
Hester sonrió.
– No sería honrado por mi parte quedarme aquí una vez que se haya recuperado. Por cierto, en caso de que alguien le pregunte, ¿qué referencias dará de mí?
– Las mejores -prometió-. Lo haré cuando llegue el momento… pero no aún. ¿Qué hay de la amiga suya que deseaba trabajar? ¿Qué le ha encontrado?
– De momento nada. Por eso estaba preocupada. -En parte era cierto, aunque no del todo.
– Tal vez deba buscar con más ahínco -sugirió con seriedad-. ¿Qué clase de persona es?
– Es viuda de un militar, de buena familia, inteligente… -Observó el rostro inocente de Tiplady-. Y dudo que le guste que le den órdenes.
– ¡Vaya! -exclamó con una leve sonrisa-. Su tarea no es fácil.
– Estoy segura de que al final encontrará algo. -Hester guardó los tres libros que Tiplady había estado leyendo sin preguntarle si los había terminado.
– Supongo que tampoco ha averiguado mucho sobre la señora Carlyon -prosiguió Tiplady.
– No… nada. Hemos debido de pasar algo por alto. -Hester le había contado muchas cosas para entretener las largas noches y analizar los datos de que disponía.
– Entonces será mejor que vuelva a hablar con todos -le aconsejó con solemnidad. Se le veía muy pálido con la bata, el rostro bien limpio y el cabello un tanto despeinado-. Librará todas las tardes. Ha dejado usted todo en manos de los hombres. Supongo que tendrá algún comentario que hacer. Observe a la señora Furnival. ¡Debe de ser encantadora!
Las observaciones de Tiplady eran muy atrevidas, y Hester sabía que si Monk y Rathbone estaban en lo cierto, Louisa Furnival era la clase de mujer que dejaría al comandante sin habla. Aun así, tenía razón. La opinión de Hester se basaba en la de los demás. Debería haber visitado a Louisa Furnival.
– ¡Sí. Es una idea magnífica, comandante! -exclamó-. Sin embargo, ¿qué excusa puedo ofrecer para visitar a una mujer que no conozco? Me pedirá que me vaya… y con toda la razón.