– Buenas tardes, Cassian -dijo Hargrave con una sonrisa.
El pequeño hizo un saludo militar y sonrió. -Buenas tardes, señor.
Hargrave le habló como si estuviesen solos en la habitación.
– ¿Cómo te encuentras? Me han dicho que tu abuelo te ha regalado un bonito ejército de soldados de plomo.
– Sí, señor, son las tropas de Wellington en la batalla de Waterloo -respondió Cassian con entusiasmo-. El abuelo estuvo en Waterloo, ¿lo sabía? De hecho, lo vio todo, ¿no es increíble?
– Ciertamente-admitió Hargrave-. Supongo que te habrá contado historias fabulosas.
– ¡Oh, sí, señor! Vio al emperador de Francia. Tenía un aspecto muy curioso con el sombrero de tres picos, y se le veía muy bajito cuando no estaba sobre su caballo blanco. El duque de Wellington era magnífico. Me hubiera gustado estar allí. -Se puso firme de nuevo y sonrió sin apartar la vista de Hargrave-. ¿Ya usted?
– Por supuesto que sí. De todos modos, sospecho que habrá más batallas en el futuro en las que podrás participar. Conocerás los grandes acontecimientos que cambian el curso de la historia y a los hombres que ganan o pierden países en un día.
– ¿De veras lo cree, señor? -El entusiasmo iluminó su rostro por unos instantes.
– ¿Por qué no? -le dijo Hargrave-. Tenemos el mundo a nuestros pies, y el imperio crece cada año: Australia, Nueva Zelanda, Canadá, Gambia, Sierra Leona, Costa de Oro, Sudáfrica, la provincia noroeste de la India, Bengala, Oudh, Assam, Arakan, Mysore, Ceilán y muchas islas en todos los océanos.
– Me temo que no sé dónde se encuentran esos lugares, señor -reconoció Cassian con asombro.
– Entonces, será mejor que te los enseñe, ¿no? -El doctor se volvió hacia Felicia-. ¿Aún se conserva la sala de estudio?
– Hace tiempo que está cerrada pero, una vez que hayan pasado estos momentos de inquietud, la abriremos para que la utilice Cassian. Contrataremos a un profesor particular cualificado. ¿No le parece aconsejable un cambio completo?
– Sí, es una buena idea-admitió Hargrave-. Conviene evitar que recuerde las situaciones que más vale olvidar. -Se dirigió a Cassian-. Entonces esta tarde iremos a la sala de estudio, buscaremos un globo terráqueo y me mostrarás todos esos lugares del imperio que conoces y yo te enseñaré los que no conoces. ¿Qué te parece?
– Estupendo, señor… Gracias, señor. -Él se volvió hacia su abuela, que asintió con la cabeza, y se retiró sin dirigir la mirada a su abuelo.
Hester sonrió y experimentó un profundo afecto por Cassian. Al menos tenía un amigo que lo trataría con ternura, le ofrecería la compañía que tanto necesitaba sin pedir nada a cambio. Además, por lo que había dicho, su abuelo le contaba historias que nada tenían que ver con la tragedia de la familia. Era un gesto de generosidad que no esperaba de Randolf, por lo que se sintió obligada a cambiar la opinión negativa que se había formado de él. No le habría extrañado esa actitud en Peverell, que sin embargo estaba ocupado con sus negocios la mayor parte del día, cuando Cassian pasaba largas horas solo.
Se disponían a entrar en el comedor cuando Peverell llegó, se disculpó por el retraso y afirmó que confiaba en no haberles hecho esperar demasiado. Tras saludar a Hester y Hargrave, buscó con la mirada a Damaris.
– Vuelve a llegar tarde -observó Felicia-. Lo cierto es que no podemos esperar por ella. Si se pierde la cena, es su problema. -Dio media vuelta y, sin mirar a los presentes, entró en el comedor.
La doncella servía la sopa cuando Damaris abrió la puerta y se detuvo en el umbral. Lucía un vestido entallado de color negro y gris perla. Presentaba una expresión pensativa y su boca era muy sensual. Por unos instantes todos guardaron silencio, y la doncella interrumpió sus tareas.
– Lamento el retraso -se disculpó con una sonrisa. Miró a Peverell, luego a Edith y a Hester y por último, a su madre. Damaris se había apoyado contra el marco.
– Se te empiezan a agotar las excusas -espetó Felicia-. Ésta es la quinta vez en los últimos quince días que llegas tarde a una comida. Por favor, continúe sir viendo la sopa, Marigold. La doncella reanudó su labor.
Damaris se disponía a sentarse cuando reparó en Charles Hargrave, a quien Randolf, que estaba delante, había ocultado en parte. Quedó paralizada, se tambaleó como si estuviese aturdida y se agarró al marco de la puerta para evitar caerse.
Peverell se puso en pie de inmediato.
– ¿Qué sucede, Ris? ¿Te encuentras bien? Siéntate aquí, querida. -La ayudó a tomar asiento en la silla de la que se había levantado-. ¿Qué ha ocurrido? ¿Estás mareada?
Edith le tendió su vaso de agua, Peverell lo tomó y lo llevó a los labios de Damaris.
Hargrave se levantó, se arrodilló junto a la mujer y la observó con la calma propia de un profesional.
– Oh, eso parece -intervino Randolf con irritación, y empezó a comer la sopa.
– ¿Ha desayunado usted? -preguntó Hargrave a Damaris-. ¿O también llegó demasiado tarde? El ayuno es peligroso, a veces provoca mareos.
Damaris levantó la cabeza y lo miró. Por unos instantes se observaron de manera extraña: Hargrave parecía preocupado, y Damaris, desconcertada, como si no supiese dónde estaba.
– Sí -dijo al fin con voz ronca-. Debe de ser eso. Lamento haber causado tantas molestias. -Tragó saliva-. Gracias por el agua, Pev… Edith. Me encuentro mucho mejor.
– ¡Qué ridículo! -exclamó Felicia con exasperación al tiempo que clavaba la mirada en su hija-. No sólo llegas tarde, sino que entras en el comedor como si fueras una diva y luego te desmayas. Damaris, tu teatralidad es absurda e insultante. Ya es hora de que dejes de llamar la atención de esta manera.
Hester se sentía muy molesta. Era la clase de escena que un desconocido no debería presenciar.
– No es usted justa, suegra -terció Peverell con evidente enojo-. Damaris no se ha mareado a propósito. Además, considero que si tiene algo que criticar, debería hacerlo en privado, en lugar de obligar a la señorita Latterly y el doctor Hargrave a asistir a una disputa familiar.
Peverell había empleado un tono amable, pero sus palabras encerraban una hiriente reprobación. La había acusado de comportarse sin dignidad, sin lealtad hacia el honor de la familia y, peor aún, de crear una situación violenta para los invitados; todas las acusaciones constituían pecados que, moral y socialmente, resultaban imperdonables.
Felicia se sonrojó y luego palideció. Abrió la boca, dispuesta a vengarse con un comentario igualmente mordaz, pero había enmudecido. Peverell se volvió hacia su esposa.
– Creo que te conviene reposar un poco, querida. Pediré a Gertrude que te lleve una bandeja con comida.
– Yo… -Damaris se irguió en la silla-. Yo…
– Te encontrarás mejor si descansas -aseguró Peverell con un tono imperativo que no admitía discusión-. Te acompañaré hasta las escaleras. ¡Vamos!
Damaris se apoyó en el brazo de su marido y salió del comedor tras musitar un «lo siento».
Edith comenzó a comer de nuevo, la tensión desapareció de manera gradual. Poco después Peverell regresó y no dijo nada sobre Damaris, por lo que no se volvió a mencionar el incidente.
Mientras tomaban el postre (manzana al horno con azúcar quemado), Edith comentó algo que provocó la segunda interrupción de carácter violento.
– Quiero buscar una ocupación como escribiente o dama de compañía -anunció con la mirada clavada en el centro de mesa, un elaborado arreglo floral con lirios procedentes del jardín, y una lila blanca.
Felicia se atragantó.
– ¿Cómo? -exclamó Randolf.