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– ¿Qué ocurrió tras el parto? -preguntó Monk.

– Oh… creo que atravesó un período de melancolía, que a veces se da en estos casos. Se trastornó bastante, se negaba a ver a su hijo, rechazaba cualquier consuelo, ayuda o amistad; de hecho, sólo aceptaba la compañía de su madre. -Abrió las manos en un gesto expresivo-. Por fortuna al final lo superó. Estas cosas son así. En ocasiones se necesitan varios años, aunque por lo general es cuestión de un par de meses o, como mucho, cuatro o cinco.

– ¿No existía motivo alguno para internarla por locura?

– ¡No! -Hargrave estaba perplejo-. En absoluto. Su esposo era muy paciente y contrataron a una nodriza. ¿Por qué lo pregunta?

Monk suspiró.

– Era una posibilidad.

– ¿Para ayudar a Alexandra? No veo cómo. ¿Qué intenta averiguar, señor Monk? ¿Qué desea descubrir? Si me lo revela, podría ahorrarle mucho tiempo y decirle si es cierto o no.

– Ni yo mismo lo sé -admitió Monk, que no quería confiar en Hargrave ni en nadie, ya que la hipótesis que barajaba implicaba a una persona que suponía una amenaza para Alexandra y ¿quién mejor que su propio médico, que debería de conocer tantos detalles personales?-. ¿Qué me puede decir del general? -preguntó-. Está muerto y no le puede importar que lo investiguen. Su historial médico podría ayudar a dilucidar por qué lo asesinaron.

Hargrave frunció el entrecejo.

– No se me ocurre el qué -dijo-. Tiene un historial médico muy normal. Es evidente que no le atendí mientras servía en el ejército. -Sonrió-. De hecho, creo que la única vez que recurrió a mí fue por un corte que se hizo en el muslo; un accidente bastante tonto.

– ¿De veras? Si le pidió que le atendiese, debía de tratarse de una herida seria.

– Sí, era una herida muy profunda. Tuve que limpiársela, detener la hemorragia con compresas y darle puntos de sutura. Regresé varias veces para asegurarme de que cicatrizaba bien, sin que se produjeran infecciones.

– ¿Cómo se lo hizo? -A Monk se le había ocurrido que Alexandra tal vez lo hubiera atacado con anterioridad y que el general se había defendido, con lo que la agresión sólo le había provocado una herida en el muslo.

Una expresión de desconcierto cruzó el rostro de Hargrave.

– El general dijo que estaba limpiando un arma decorativa, una daga que había comprado en la India para regalársela al joven Valentine Furnival. La daga se había enganchado en la funda y, al tirar con fuerza, salió despedida y se le clavó en el muslo. El general quería limpiarla o algo por el estilo.

– ¿Valentine Furnival? ¿Valentine estaba de visita?

– No… no, el incidente ocurrió en casa de los Furnival. Me pidieron que fuera allí.

– ¿Vio usted el arma?

– No; ni siquiera me molesté en hacerlo -dijo Hargrave-. El general me aseguró que la hoja estaba limpia y que, puesto que era tan peligrosa, se había deshecho de ella. No tenía ningún motivo para indagar al respecto, ya que en el supuesto caso de que la herida no se la hubiera hecho el general sino que hubiese sido producto de una disputa familiar, no era de mi incumbencia y él tampoco me pidió que interviniera. De hecho, no volvió a mencionar el incidente en mi presencia. -Esbozó una sonrisa-. Si cree usted que fue Alexandra, debo decirle que, en mi opinión, se equivoca, pero aunque hubiera sido así el general la perdonó. Nunca volvió a ocurrir nada parecido.

– ¿Alexandra se encontraba en casa de los Furnival?

– No lo sé. No la vi.

– Entiendo. Gracias, doctor Hargrave.

Monk permaneció otros cuarenta y cinco minutos en casa del doctor Hargrave, pero no averiguó nada más. De hecho, no descubrió motivo alguno que le indicase el móvil por el que Alexandra había asesinado a su esposo, y menos aún la razón por la cual se negaba a contarlo.

Se despidió bien entrada la tarde, decepcionado y desconcertado.

* * *

Monk tenía que pedirle a Rathbone que concertara otra visita con Alexandra. Entretanto, se entrevistaría de nuevo con su hija, Sabella Pole. La explicación de por qué Alexandra había asesinado al general debía de guardar relación con su carácter o con las circunstancias que la rodeaban. La única posibilidad que le quedaba era descubrir más detalles sobre su personalidad.

Así pues, a las once de la mañana acudió a la residencia de Fenton Pole, en Gower Street. Llamó a la puerta, solicitó ver a la señora Pole y entregó su tarjeta a la doncella.

Monk había elegido la hora más apropiada para sus fines. Fenton Pole se encontraba ausente por cuestiones de negocios y, tal como había supuesto, Sabella lo recibió con entusiasmo. Tan pronto como entró en la salita de la mañana, Sabella se levantó del sofá verde y se acercó a él con una expresión esperanzada en el rostro, rodeado de rizos rubios. Llevaba faldones anchos y, al ponerse en pie, el miriñaque recuperó su forma rígida mientras que el tafetán producía un rumor suave.

De repente Monk recordó algo que le hizo olvidar el lugar en el que se encontraba y le trasladó hasta una habitación iluminada con luz de gas y repleta de espejos que reflejaban una lámpara de araña y a una mujer que hablaba. Antes de que pudiera concentrarse en la imagen, ésta desapareció, lo que le sumió en la confusión y le produjo la sensación de que se hallaba en dos sitios diferentes a la vez; experimentó la imperiosa necesidad de rescatar el recuerdo en su totalidad.

– Señor Monk -dijo Sabella-, no sabe cuánto me alegro de volver a verlo. Suponía que, tras el desagradable comportamiento de mi esposo, no regresaría. ¿Cómo se encuentra mamá? ¿La ha visto? ¿Puede ayudarnos? Nadie quiere decirme nada, y me temo lo peor.

Los rayos del sol que iluminaban la habitación parecían irreales, como si Monk estuviese en otro lugar y la luz fuera más un reflejo que una realidad. Su imaginación vagaba por una estancia con luz de gas, rincones oscuros y haces luminosos reflejados en los espejos.

Sabella estaba delante de él, y en su hermoso rostro había una expresión inquisitiva. Monk tenía que hacer un esfuerzo para dedicar toda su atención al presente. Así lo exigían las normas de conducta. ¿Qué le había dicho Sabella? Tenía que concentrarse.

– He solicitado volver a verla tan pronto como sea posible, señora Pole -repuso-. Me temo que aún no sé hasta qué punto podré ayudarles. Por el momento he recogido poca información útil.

Sabella cerró los ojos, como si el dolor fuera físico, y retrocedió algunos pasos.

– Necesito averiguar más detalles sobre Alexandra -prosiguió tras conseguir apartar los recuerdos-. Se lo ruego, señora Pole, ayúdeme si está en su mano hacerlo. No quiere revelar nada, excepto que asesinó al general. También se niega a explicar el verdadero móvil del crimen. He investigado con la esperanza de encontrar otros motivos, pero ha sido en vano. Debe de tratarse de algo relacionado con su carácter o con el del general. O tal vez el motivo sea algún acontecimiento que desconocemos. Por favor…, dígame lo que sepa.

Sabella abrió los ojos y lo observó; poco a poco su rostro recobró el color.

– ¿Qué desea saber, señor Monk? Le diré todo lo que sé. Pregúnteme… ¡déme instrucciones! -Sabella se sentó e indicó a Monk que tomara asiento.

El agradeció la invitación y la butaca le pareció más cómoda de lo que había imaginado.

– Puede ser desagradable y doloroso -le advirtió Monk-. Si le molesta, dígamelo, por favor. No deseo incomodarla. -Se mostró más amable de lo normal. Tal vez se debiera a que Sabella estaba demasiado preocupada por su madre para temer a Monk. El miedo acentuó su deseo de averiguar la verdad, a la vez que le hizo enfadarse, porque creía que aquí era injustificado. Monk admiraba el valor.