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– Señor Monk, la vida de mi madre corre peligro -declaró mientras lo miraba fijamente-. Creo que podré soportar unos instantes de dolor.

Monk sonrió por primera vez desde su llegada.

– Gracias. ¿Vio a sus padres reñir en los, digamos, dos o tres últimos años?

Sabella esbozó un atisbo de sonrisa, que desapareció de inmediato.

– He tratado de recordar -respondió con suma gravedad-, pero me temo que la respuesta es negativa. A papá no le gustaba discutir o pelear. Ya sabe que era general, y los generales no discuten. -Hizo una mueca-. Supongo que eso ocurre porque la única persona que se atrevería a discutir con un general sería alguien de su misma graduación y es muy raro encontrar a dos generales en el mismo lugar. Entre un general y otro media un ejército completo. -Sabella observaba a Monk-. Excepto durante la guerra de Crimea, por lo que he oído decir. Allí sí que se enfrentaron… y los resultados fueron catastróficos. Al menos eso es lo que asegura Maxim Furnival, aunque todos los demás lo niegan y aseguran que nuestros hombres fueron sumamente valientes y los generales muy sagaces. No obstante, creo que Maxim…

– Yo también -admitió Monk-. Creo que algunos fueron inteligentes, muchos lucharon con valentía pero hubo demasiados que pecaron de una ignorancia y necedad imperdonables.

– Oh, ¿de veras lo cree? -Sabella esbozó otra breve sonrisa-. Supongo que pocas personas se atreverían a decir que los generales son estúpidos, sobre todo después de una guerra, pero mi padre era general y, por tanto, me consta que algunos son estúpidos. Saben muchas cosas, pero desconocen las que atañen a las personas normales. ¿Sabe que la mitad de la población se compone de mujeres? -inquirió como si el hecho le sorprendiera a ella misma.

Monk se percató de que Sabella comenzaba a gustarle.

– ¿Era su padre así? -preguntó, no sólo porque era importante para el caso sino por curiosidad personal.

– Sin duda. -Sabella levantó la cabeza y se apartó del rostro un mechón de pelo. El gesto resultó familiar a Monk, y le recordó, no una imagen o un sonido, sino una sensación de ternura a la que no estaba acostumbrado y un deseo de protegerla, como si se tratase de una niña indefensa, por más que tenía la certeza de que ese deseo no se lo inspiraría una niña, sino una mujer.

Pero ¿qué mujer? ¿Qué había ocurrido entre ellos? ¿Por qué no recordaba su identidad? ¿Estaba muerta? ¿Acaso no había logrado protegerla como le había sucedido con los Walbrook? ¿Habían discutido por algo? Se había precipitado Monk? ¿Amaba ella a otra persona?

Si Monk se conociese mejor a sí mismo, sabría las Respuestas. Por lo que había averiguado hasta el momento, nunca había sido un verdadero caballero y tampoco había tenido en cuenta los sentimientos de los demás. Jamás había reprimido sus deseos, necesidades u opiniones, por lo que en ocasiones había llegado a herir con las palabras. Muchos de sus subordinados habían tenido que acostumbrarse a su forma de ser. Recordó con cierta incomodidad la cautela con que le habían saludado a su regreso del hospital. Era cierto que lo admiraban y respetaban su profesionalidad, honestidad, preparación, entrega y valentía, pero además le temían, y no sólo cuando trabajaban con desgana o mentían, sino también cuando tenían razón, lo que significaba que más de una vez había sido injusto y había dirigido su sarcasmo tanto contra los débiles como contra los fuertes. No eran recuerdos agradables.

– Hábleme sobre él. -Monk observó a Sabella-. Hábleme de su personalidad, de sus intereses, de lo que más y de lo que menos le gustaba de él.

– ¿Lo que más me gustaba de él? -Sabella reflexionó sobre ello por un instante-. Creo que me gustaba…

Monk no la escuchaba. La mujer a la que había amado, sí, «amar» era la palabra. ¿Por qué no se había casado con ella? ¿Acaso lo había rechazado? Si tanto le atraía, ¿por qué no conseguía siquiera recordar su rostro, su nombre o cualquier cosa que no fueran esas evocaciones confusas?

¿O es que, al fin y al cabo, era culpable de algún crimen? ¿Era ésa la razón por la que trataba de borrarla de su memoria? ¿Regresaba a su mente sólo porque él había olvidado las circunstancias, la culpa y el terrible fin del romance? ¿Acaso la había juzgado mal? No, en absoluto. Su trabajo consistía en discernir la verdad de las mentiras… ¡no podía haber sido tan tonto!

– …Y me gustaba su manera de hablar, siempre tan cortés -decía Sabella-. No recuerdo haberle oído gritar una sola vez o utilizar términos procaces. Poseía una voz hermosa. -Sabella tenía la vista clavada en el techo, y el enfado, que debía de haber endurecido su rostro mientras contaba las facetas de la personalidad del general que no eran de su agrado, había desaparecido-. Solía leernos la Biblia… en especial el Libro de Isaías -prosiguió-. No recuerdo el contenido, pero me encantaba oírlo porque su voz nos envolvía y hacía que todo pareciese importante y bueno.

– ¿Qué era lo que menos le gustaba de su personalidad? -preguntó Monk, con la esperanza de que no lo hubiese explicado mientras no la escuchaba.

– Creo que su tendencia a abstraerse y no percatarse de mi presencia… a veces incluso durante días -respondió Sabella sin vacilar. Luego una expresión de dolor se adueñó de su mirada-. Nunca se reía conmigo, como si…, como si no le gustase mi compañía. -Frunció el entrecejo-. ¿Sabe a lo que me refiero? -Desvió la mirada-. Lo siento, es una pregunta tonta y absurda. Me temo que no le estoy ayudando en absoluto, y ojalá pudiese hacerlo.

Pronunció las últimas palabras con tanto sentimiento que Monk deseó tender la mano para acariciar su delgada muñeca y asegurarle, con algo más cálido que las palabras, que sí la comprendía. No obstante sabía que si lo hacía, Sabella podría interpretar su gesto de manera errónea. Pensó que lo único que podía hacer era continuar el interrogatorio con la esperanza de averiguar algo que resultase útil. Pocas veces se había sentido tan incómodo como en ese momento.

– Según tengo entendido, el general era amigo de los Furnival desde hacía muchos años.

Sabella alzó la vista. Se concentró en lo que le decía Monk y ahuyentó los recuerdos dolorosos.

– Sí… se conocieron hace unos dieciséis o diecisiete años -respondió-, aunque intimaron más durante los últimos siete u ocho. Creo que, cuando estaba en casa, solía visitarlos un par de veces por semana. -Sabella lo miró con el entrecejo un tanto fruncido-. Como ya sabrá, era amigo de los dos. No resultaría difícil pensar que tuvo un romance con Louisa… Quiero decir que no resultaría difícil pensarlo con relación a su muerte, pero dudo que existiera. Maxim apreciaba mucho a mamá, ¿lo sabía? A veces sopesaba… pero ésa es otra historia, y de nada nos serviría ahora.

«Maxim se dedica al negocio de la alimentación, y papá colaboró con él con varios contratos militares. Un regimiento de caballería llega a consumir una gran cantidad de cereales, heno, avena y productos similares. Creo que también trabajaba de agente para los guarnicioneros y cosas por el estilo. Desconozco los detalles, pero me consta que Maxim obtuvo muchos beneficios y que se ha convertido en una figura respetada en el gremio. Creo que le va muy bien.

– Sin duda. -Monk reflexionó al respecto. La información era interesante, pero no sabía cómo relacionarla con el caso. No parecía un asunto de corrupción; un general puede sugerir a su oficial de intendencia que compre sus provisiones a un comerciante en lugar de a otro si los precios son justos. Sin embargo, en el caso de que no lo fueran, ¿por qué debería Alexandra enojarse o sentirse herida? ¿Acaso era razón suficiente para cometer el asesinato?

Monk recordó en ese instante otro incidente relacionado con los Furnival.

– ¿Recuerda el día en que a su padre le clavaron una daga decorativa? Ocurrió en casa de los Furnival. Era una herida muy profunda.

– No se la clavaron -corrigió con una sonrisa-. Se le resbaló y se la hincó él mismo. Estaba limpiándola, según tengo entendido. No sé por qué; nunca la habían usado.