– Entonces ¿lo recuerda?
– Sí, por supuesto. El pobre Valentine estaba muy afectado. Creo que lo vio todo. Sólo tenía once o doce años, pobre criatura.
– ¿Se encontraba su madre allí?
– ¿En casa de los Furnival? Sí, creo que sí, aunque no me acuerdo. Louisa sí estaba. Avisó al doctor Har-grave de inmediato porque la herida no cesaba de sangrar. Tuvieron que cubrirla con varias vendas y compresas, y el ayuda de cámara de Maxim hubo de echarle una mano para que se pusiera los pantalones. Cuando bajó por las escaleras, apoyado en el ayuda de cámara y un lacayo, vi los bultos bajo la tela. Estaba muy pálido y se dirigió sin mayor demora a su domicilio en un coche de caballos.
Monk analizó la información. Un accidente bastante tonto, pero ¿era importante? ¿Podía interpretarse como un anterior intento de asesinato? Parecía poco probable… y menos aún en casa de los Furnival. Además hacía tanto tiempo… Sin embargo, ¿por qué no en casa de los Furnival? Al fin y al cabo, lo había asesinado allí. ¿Por qué no podía ser un intento anterior de asesinato?
Sabella acababa de comentar que había visto el bulto de las vendas bajo los pantalones, ¡no el jirón manchado de sangre que había hecho la daga! ¿Había encontrado Alexandra al general y a Louisa en la cama y le había atacado en un arrebato de cólera y celos? ¿Habían decidido ocultarlo para evitar un escándalo? Carecía de sentido preguntárselo a Sabella, pues lo negaría para así proteger a su madre.
Monk se quedó otra media hora, durante la cual Sabella le contó más detalles sobre la vida de sus padres, pero no averiguó nada que no hubiera mencionado el servicio de Alexandra. El matrimonio había tenido una relación bastante satisfactoria, fría aunque no insoportable. El general jamás la maltrató, se mostró generoso, sereno y carecía de vicios. Era un hombre poco sentimental que prefería su propia compañía a la de los demás. Sin duda, ésa era la situación de muchas mujeres casadas, situación que no solía provocar quejas y, mucho menos, violencia.
Monk le dio las gracias, le prometió una vez más que haría cuanto pudiese para ayudar a su madre y se despidió con la triste sensación de que su visita no le serviría de consuelo a Sabella.
Monk caminaba sobre el pavimento caliente y, al oler la fragancia de las lilas en flor, se detuvo de manera tan repentina que un mensajero que andaba por el bordillo estuvo a punto de caer sobre él. El aroma, la intensidad de la luz y el calor de los adoquines le provocaron un sentimiento de absoluta soledad, como si acabara de perder algo o se hubiera percatado de que estaba fuera de su alcance cuando creía poseerlo, por lo que el corazón comenzó a latirle deprisa y notó que le faltaba el aire.
¿Por qué? ¿Qué amistad o amor había perdido? ¿Cómo? ¿Le habían traicionado… o los había traicionado? ¡Experimentaba la abrumadora sensación de que él era quien los había traicionado!
Monk ya conocía una de las respuestas… Se trataba de la mujer, acusada de asesinar a su esposo, a la que había intentado defender. La mujer de cabellos claros y ojos de color ámbar oscuro. De eso estaba seguro, pero sólo de eso… de nada más.
¡Tenía que averiguarlo! Si había realizado la investigación del caso, debía de constar en los archivos policiales; nombres, fechas, lugares… conclusiones. Descubriría la identidad de la mujer, qué le había ocurrido y, si era posible, qué habían sentido el uno por el otro y por qué había acabado su relación.
Continuó caminando con paso enérgico. Ahora tenía un propósito. Al final de Gower Street, giró hacia Euston Road y a los pocos minutos llamó a un coche de caballos. Sólo le quedaba una opción. Localizaría a Evan y le pediría que rebuscase en los archivos para encontrar el informe en cuestión.
Sin embargo no resultó tan fácil. No logró ponerse en contacto con Evan hasta primera hora de la tarde. Éste se sentía cansado y desesperanzado tras haber perseguido infructuosamente a un hombre que había cometido un desfalco y había cruzado el canal de la Mancha con el botín; ahora tendría que solicitar la colaboración de la policía francesa.
Cuando Monk llegó a la comisaría, Evan se disponía a regresar a su casa. El agente se alegró al verlo, aunque no consiguió disimular su agotamiento y desánimo. Por una vez Monk dejó de lado sus preocupaciones y se limitó a escuchar los pormenores que le contaba mientras lo acompañaba hasta que Evan, que lo conocía bien, le preguntó cuál era el motivo de su visita.
Monk hizo una mueca.
– He venido para pedirle ayuda -admitió mientras esquivaba a una anciana que estaba regateando con un vendedor ambulante.
– ¿Para el caso Carlyon?
– No, se trata de otro asunto. ¿Ha comido?
– No. ¿Da por perdido el caso Carlyon? No debe de faltar mucho para que se celebre el juicio.
– ¿Le importaría cenar conmigo? Hay un buen restaurante aquí cerca.
Evan sonrió y se le iluminó el rostro.
– Me encantaría. ¿Qué quiere entonces, si no se trata de los Carlyon?
– Aún no me he dado por vencido, todavía estoy investigando, pero ahora también me interesa un caso del pasado, uno en el que trabajé antes del accidente.
Evan lo miraba con perplejidad.
– ¿Se acuerda?
– No… Oh, en realidad recuerdo más que antes; fragmentos que van y vienen. Sin embargo recuerdo a una mujer acusada de asesinar a su esposo; yo trataba de resolver el caso o, para ser más exactos, trataba de conseguir su absolución.
Se encaminaron hacia Goodge Street y, al poco, llegaron al restaurante, que estaba abarrotado de oficinistas, comerciantes y hombres que se dedicaban a profesiones de escasa categoría. Hablaban y comían a la vez, provocando un gran ruido con los cuchillos, los tenedores y los platos. En el establecimiento flotaba el agradable vapor de la comida caliente.
Monk y Evan se sentaron y pidieron platos que no figuraban en el menú. Por unos instantes Monk experimentó una sensación de bienestar. Era como revivir lo mejor del pasado, y comprendió que, aunque librarse de Runcorn le había producido una enorme satisfacción, se sentía muy solo sin la compañía de Evan. Asimismo pensó que pasar de un caso a otro con tanta rapidez le provocaba una gran inquietud; además, dentro de un par de semanas acabaría el trabajo que llevaba entre manos.
– ¿De qué se trata? -preguntó Evan con interés-. ¿Necesita encontrar el caso para ayudar a la señora Carlyon?
– No. -Monk no quería mentir, pero le avergonzaba tener que expresar sus sentimientos-. Recuerdo algunas cosas con tanta intensidad que sé que me obsesionaban. Lo hago por mí; necesito saber quién era ella y qué le ocurrió.
Monk observó a Evan esperando ver una expresión de pena.
– ¿Ella? -inquirió Evan.
– La mujer. -Monk clavó la mirada en el mantel blanco-. Su recuerdo me asalta con frecuencia, pero no logro saber qué ocurrió. Sólo quiero recuperar mi pasado, parte de mi vida. Tengo que encontrar el caso.
– Naturalmente. -Si Evan había sentido compasión, la había ocultado, lo que Monk le agradecía.
Les sirvieron y comenzaron a comer, Monk con indiferencia, Evan con evidente apetito.
– De acuerdo -dijo Evan una vez que hubo saciado su hambre-. ¿Qué desea que haga?
Monk ya había reflexionado al respecto. No quería pedirle demasiado ni crearle problemas.
– Lea los archivos de mis casos en busca de los que más se ajusten a lo que le he contado. Luego tendría que proporcionarme la información que haya obtenido. Encuentre todas las pruebas que estén disponibles y averiguaré quién es esa mujer.
Evan masticaba con expresión meditabunda. Se abstuvo de mencionar que lo que le pedía no estaba permitido, qué diría Runcorn si lo descubría, y que tendría que engañar a más de un compañero para acceder a esos archivos. Ambos lo sabían. Monk le pedía un favor muy importante. Hubiera sido una señal de poca educación expresar sus pensamientos y, aunque Evan era un hombre muy cortés, no pudo evitar esbozar una sonrisa. Monk la vio y comprendió.