Evan tragó saliva.
– ¿Qué sabe de ella? -preguntó mientras levantaba el vaso de sidra.
– Era joven. -Monk advirtió que a Evan le parecía divertido y prosiguió como si no se hubiera percatado-. Cabellos claros, ojos marrones. La acusaron de asesinar a su esposo y yo llevaba el caso. Eso es todo. Debí de investigarlo durante bastante tiempo, porque llegué a conocerla muy bien… y a apreciarla.
Evan ya no se reía; su rostro había adoptado una expresión de suma seriedad que Monk sospechó pretendía ocultar la lástima que sentía. Era ridículo y, a la vez, sensible y admirable. Si se hubiese tratado de otra persona, Monk la habría odiado.
– Encontraré todos los casos que respondan a esas características -prometió Evan-. No puedo sacar los archivos, pero copiaré los detalles más importantes y le haré un resumen.
– Le estoy muy agradecido -dijo Monk con un tono un tanto sarcástico, le resultaba más fácil sentir gratitud que expresarla.
– Ésta es la primera -anunció Evan el lunes siguiente por la tarde mientras entregaba a Monk un trozo de papel doblado. Estaban sentados en el bullicioso restaurante, rodeados de camareros, clientes y comida humeante-. Margery Worth, acusada de envenenar a su esposo para fugarse con un hombre más joven. -Evan hizo una mueca-. Me temo que desconozco el resultado del juicio. El informe se ajusta a lo que recordaba, pero no aclara gran cosa. Lo siento.
– Ha dicho que era la primera. -Monk tomó el papel-. ¿Hay más?
– Sí, otras dos. Sólo tuve tiempo de copiar la ficha de una, y apenas es un resumen. Se llama Phyllis Dexter, acusada de asesinar a su esposo con un cuchillo de trinchar. -Se encogió de hombros-. Alegó en defensa propia. Por sus notas resulta imposible determinar si era cierto ni qué pensaba usted al respecto. En todo caso salta a la vista que estaba de su lado y creía que el esposo se lo tenía más que merecido. No obstante, eso no significa que ella dijera la verdad.
– ¿Hay alguna anotación sobre cuál fue el veredicto?… -Monk intentó disimular su entusiasmo. Parecía que era el caso que tanto le había obsesionado. Lo que Evan le explicaba así parecía indicarlo-. ¿Qué le ocurrió? ¿Cuándo sucedió?
– Ignoro qué fue de ella -respondió Evan con expresión compungida-. En sus notas no aparece nada al respecto, y no me atreví a preguntar a nadie porque no quería que averiguasen qué estaba haciendo; no hubiese podido explicar el motivo de mis pesquisas.
– Entiendo. ¿Cuándo ocurrió? Tenía que figurar la fecha.
– En 1853.
– ¿Y el caso de la otra mujer, Margery Worth?
– En 1854. -Evan le entregó otro papel-. Ahí tiene todo lo que conseguí copiar; los lugares y las personas a las que interrogó.
– Gracias -dijo Monk con franqueza, aunque no sabía cómo expresar su agradecimiento sin parecer torpe y sin que Evan se sintiese molesto-. Yo…
– Perfecto -le interrumpió Evan con una sonrisa.-. ¿Otro vaso de sidra?
A la mañana siguiente, Monk se dirigió en tren hacia Suffolk y el pueblo de Yoxford con una extraña sensación de entusiasmo y miedo. Era un día soleado, algunas nubes blancas surcaban el cielo, los prados estaban verdes y los setos repletos de espinos en flor. Deseaba caminar por esos campos y dejarse invadir por los aromas dulces y silvestres en lugar de viajar, durante la mañana de un día de primavera, en un humeante y ruidoso monstruo.
Estaba obsesionado, y el único pueblo de viviendas con cubierta de paja situado en las lomas u oculto por los árboles que despertara su interés le ayudaría a desvelar su pasado… y a la mujer cuyo recuerdo le atormentaba.
Había leído las notas de Evan en cuanto hubo llegado a su casa la noche anterior. Había decidido que iría a ese pueblo porque era el que estaba más cerca de los dos. El otro se encontraba en Shrewsbury y se necesitaba un día para llegar. Además, como Shrewsbury era una población bastante más grande, sería más difícil encontrar indicios después de transcurridos tres años.
Las anotaciones sobre Margery Worth sugerían una historia sencilla. Era una mujer hermosa, casada durante ocho años con un hombre que le doblaba la edad. Una mañana de octubre, informó al médico de la localidad de que su marido había fallecido la noche anterior y que ignoraba la causa de la muerte. Su esposo no se había quejado en ningún momento, ella tenía el sueño profundo y había dormido en la habitación contigua porque estaba resfriada y no quería despertarlo con los estornudos.
El médico acudió a su hogar, le ofreció sus condolencias y anunció que no cabía duda de que Jack Worth estaba muerto, aunque no acertaba a determinar la causa. Trasladaron el cadáver y se solicitó un segundo examen forense. Un doctor que vivía en Saxmundham, a poco más de siete kilómetros de distancia, apuntó que Jack no había muerto de forma natural, sino que había sido envenenado. Sin embargo, no estaba seguro del todo, no sabía de qué veneno se trataba y tampoco logró precisar cuándo se lo habían administrado y, mucho menos, quién se lo había dado.
Se reclamó la ayuda de los policías locales, que se mostraron desconcertados. Margery era la segunda esposa de Jack Worth; los dos hijos del difunto, fruto de su primer matrimonio, heredarían su vasta y productiva granja. Margery se quedaría con la casa aunque se volviera a casar y percibiría unos ingresos que le permitirían sobrevivir.
Se solicitó la ayuda de Scotland Yard. Monk había llegado al lugar el 1 de noviembre de 1854. Se dirigió de inmediato a la comisaría del pueblo, luego interrogó a Margery, a los dos médicos y a los hijos del finado, así como a varios vecinos y tenderos. Evan no había podido copiar las preguntas ni las respuestas, sólo los nombres, pero a Monk le bastarían para volver sobre sus pasos. A buen seguro los habitantes del pueblo recordarían con claridad los acontecimientos relacionados con el célebre asesinato, que había tenido lugar hacía tres años. Tardó más de dos horas en llegar, se apeó en la pequeña estación y recorrió el kilómetro que la separaba de la población. En la calle principal, que se extendía hacia el oeste, había muchas tiendas y un pub y, por lo que vio, sólo la cruzaba otra vía. Aún era temprano para cenar, pero no para entrar en el pub y pedir un vaso de sidra.
Lo recibieron con miradas inquisitivas y pasaron diez minutos antes de que el encargado le dirigiera la palabra.
– Buenas tardes, señor Monk. ¿Cómo es que ha regresado? No ha habido más asesinatos.
– Me alegro. Estoy seguro de que uno es más que suficiente.
– Desde luego.
Permanecieron varios minutos en silencio. Entraron otros dos hombres, cansados y sedientos, con los brazos desnudos y bronceados por el sol, que parpadearon por el contraste entre la luminosidad del exterior y la oscuridad del local. Nadie salió de éste.
– Entonces ¿por qué ha vuelto? -preguntó por fin el encargado.
– Para arreglar algunos asuntos-contestó Monk con tono informal.
– ¿Qué asuntos? -preguntó al tiempo que lo miraba con recelo-. Colgaron a la pobre Margery. ¿Qué más se puede hacer?
Eso era lo último que Monk deseaba oír. Sintió un escalofrío, como si se le hubiese escapado algo de las manos. Aun así, el nombre no significaba nada para él.
Apenas recordaba la calle, ¿y de qué le servía? Tenía la certeza de haber estado allí, pero ¿era Margery Worth la mujer a la que había llegado a apreciar? ¿Cómo lograría averiguarlo? Sólo le habrían ayudado su rostro o su cuerpo, pero había muerto en la horca.
– Tengo que hacer algunas preguntas -dijo de la manera más evasiva posible. Sentía un nudo en la garganta, el corazón le latía deprisa y tenía frío. ¿Era ésa la razón por la que no lograba recordar…, por un terrible y amargo fracaso? ¿Acaso lo había olvidado por orgullo, junto con la mujer que había muerto?