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– Me gustaría volver sobre mis pasos y asegurarme de que lo recuerdo correctamente. -Su voz era ronca, y la excusa le pareció poco convincente nada más decirla.

– ¿Quién lo quiere saber? -El encargado recelaba.

– Sus Señorías de Londres -mintió Monk-. Eso es cuanto puedo decir. Ahora, si me disculpa, quisiera visitar al doctor, si es que aún vive aquí.

– Aún vive aquí. -El hombre asintió con la cabeza-. El viejo Sillitoe, el médico de Saxmundham, ha muerto. Cayó del caballo y se abrió la cabeza.

– Lo lamento. -Monk salió y se encaminó hacia la casa del médico, confiando en que la memoria y la buena suerte lo llevasen hasta ella. Todos conocían su domicilio.

Monk permaneció ese día y el siguiente en Yoxford. Habló con el doctor, con los dos hijos de Jack Worth, que ya administraban la granja, con el policía, que lo saludó con desconcierto y temor, aunque dispuesto a ayudarlo, así como con el dueño de la habitación donde se alojó durante la investigación. Monk descubrió detalles que no figuraban en las notas que Evan había transcrito, pero ninguno le evocó nada extraordinario, excepto una casa que le resultaba familiar, la vista de una calle, un gran árbol y la ondulación del terreno. No eran recuerdos intensos y carecían de carga emocional; sólo le embargaba una especie de paz ante la hermosa visión del lugar, los tranquilos cielos repletos de nubes en forma de torres de nieve desdibujadas, el verdor de los campos, los robles y los olmos apiñados, los amplios setos llenos de rosas silvestres y perifollo. El agradable aroma del lirio de los valles envolvía a Monk. Los castaños en flor elevaban miríadas de puntos luminosos hacia el sol y los cereales ya brotaban fuertes y verdes. Algunas personas del pueblo lo consideraban idílico.

Sin embargo, todo ello le resultaba completamente impersonal. No experimentaba emoción alguna, ningún desgarro interior por la proximidad de una pérdida o la sensación de soledad absoluta.

Mientras averiguaba lo que había sucedido, Monk se percató de que se había mostrado intransigente con el policía y crítico por la incapacidad de obtener pruebas y sacar conclusiones. Lamentó de inmediato su actitud, pero era demasiado tarde para enmendarla. No sabía con certeza qué había dicho, aunque el nerviosismo del agente, las continuas disculpas y su deseo de colaborar le hicieron ver el pasado con claridad. ¿Por qué había sido tan severo? Quizás hubiera tenido razones para ello, pero su comportamiento carecía de justificación y, en lugar de ayudar al policía, le había hecho daño. ¿Qué necesidad tenía de convertirse en un policía ejemplar en un pueblo pequeño, donde los disturbios más importantes eran las peleas de borrachos, la caza furtiva y los robos de poca monta? Con todo, sería absurdo disculparse ahora y no serviría de nada. El mal ya estaba hecho y no había forma de repararlo.

Fue el médico del pueblo, que quedó sorprendido por su visita, quien le habló de la meticulosidad con que había llevado la investigación y le explicó que, gracias a su interés por los detalles, la observación de los gestos y las conjeturas sutiles e intuitivas, había descubierto cuál había sido el veneno empleado así como al amante que había persuadido a Margery de que acabase con su esposo lo que supuso que muriera en la horca.

– Brillante -repitió el médico asintiendo con la cabeza-, su actuación fue brillante, no cabe duda. No estaba acostumbrado a los métodos que se utilizan en Londres, pero usted nos dio más de una lección. -Observó a Monk con interés-. Y pagó un dineral por aquel cuadro en Squire Leadbetter. Se gastaba el dinero como si nunca se le fuese a terminar. La gente todavía lo comenta.

– ¿Compré un cuadro…? -Monk frunció el entrecejo mientras intentaba recordar. No tenía ningún lienzo que le gustase de forma especial. ¿Acaso se lo había Regalado a la mujer?

– ¡Dios santo!, ¿no se acuerda? -El médico enarcó las cejas, de color rubio rojizo, en señal de asombro-. Le aseguro que le costó más de lo que yo gano en un mes. Supongo que el buen curso de las investigaciones incrementó su euforia. Además le diré que realizó su trabajo con gran inteligencia. Todos sabíamos que no podía haberlo hecho otra persona, y la pobre criatura tuvo su merecido, Dios la perdone.

La decepción de Monk no podía ser mayor. Si había derrochado un dineral, que no recordaba en absoluto, para celebrar el éxito de sus pesquisas, la muerte de Margery Worth no debía de haberle afectado. Se trataba de otro caso que el inspector Monk había resuelto con suma maestría, pero no le ayudaba a desvelar la identidad de la mujer cuyo recuerdo le perseguía, le importunaba cuando pensaba en Alexandra Carlyon y le obligaba a revivir la soledad, la esperanza y la necesidad de luchar para salvarla… sin saber si lo había logrado o no, o cómo… o por qué.

Era tarde. Dio las gracias al médico, durmió en el pueblo y la mañana del jueves día 11 tomó el primer tren para Londres. Se sentía cansado, no porque hubiese realizado un esfuerzo físico, sino por la desilusión y los remordimientos, ya que restaban menos de dos semanas para que se iniciase el juicio y había desperdiciado dos días en una búsqueda inútil. Seguía sin saber por qué Alexandra había asesinado al general o qué podría decir a Oliver Rathbone para ayudarlo.

* * *

Rathbone obtuvo una autorización para que Monk visitase a Alexandra Carlyon esa misma tarde. Mientras cruzaba las enormes puertas de la prisión, no se le ocurría qué podría decirle que no hubiera dicho ya Rathbone o él mismo, pero tenía que probar suerte. Era el 11 de junio, y el 22 comenzaría el juicio.

¿Acaso ocurriría otra vez lo mismo…? ¿Sería otro intento infructuoso de descubrir pruebas que pudiesen salvar a la mujer?

Monk la encontró en la misma postura que la vez anterior, sentada sobre el catre con los hombros caídos, observando la pared con expresión abstraída. Monk deseaba saber qué estaba pensando.

– Señora Carlyon…

La puerta se cerró tras él y se quedaron a solas.

Alexandra alzó la mirada, y la sorpresa se reflejó en su rostro cuando vio a Monk. Si esperaba a alguien, seguramente era a Rathbone. Estaba más delgada, llevaba la misma blusa, aunque había encogido y se le marcaban los huesos de los hombros. Estaba muy pálida. No habló.

– Señora Carlyon, no nos queda tiempo para cortesías y evasivas. Lo único que nos ayudará es la verdad.

– La única verdad que existe, señor Monk -dijo con cansancio-, es que asesiné a mi esposo. No querrán oír ninguna otra verdad. Le ruego que no finja que no será así. Es absurdo… y no servirá de nada.

Monk permanecía inmóvil sobre el suelo de piedra, observándola.

– ¡Tal vez les interesase saber por qué lo hizo! -exclamó con severidad-. ¡Si dejase de mentir…! Usted no está loca. Lo asesinó por algún motivo. Quizá discutieron al final de las escaleras, usted se abalanzó sobre él, lo empujó, el general cayó de espaldas y usted, presa de la ira, bajó corriendo, cogió la alabarda de la armadura y acabó con él. -Monk observó su rostro y vio que abría los ojos y hacía una mueca de dolor, pero no desvió la mirada-. O tal vez lo planeó todo de antemano y lo condujo al primer piso con la intención de darle un empellón. Tal vez esperaba que se desnucase tras la caída y bajó por las escaleras para asegurarse de que estaba muerto; al comprobar que seguía con vida, utilizó la alabarda para lograr su propósito.

– Se equivoca -afirmó Alexandra con rotundidad-. No se me había ocurrido hasta que llegamos a lo alto de las escaleras… oh, deseaba encontrar la manera. Quería asesinarlo, pero no se me ocurrió la forma de hacerlo hasta ese preciso instante. Al verlo allí, de espaldas al pasamanos, supe que él nunca… -Alexandra se interrumpió y el brillo que había en sus ojos azules desapareció. Apartó la mirada.