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– Tiene usted toda la razón -dijo Monk. El cabo lo miró con sorpresa y satisfacción-. No debería decirlo -añadió.

El agente se sonrojó y apretó los dientes.

– No sé qué ha venido a buscar. Si fuese tan amable de decírmelo, tal vez podría ayudarlo.

– ¿Sabe dónde vive ahora Phyllis Dexter? -preguntó Monk.

Una expresión de contento cruzó el rostro del cabo.

– Sí, lo sé. Se marchó del pueblo una vez que hubo finalizado el juicio. La absolvieron. Abandonó la sala de los tribunales e hizo las maletas esa misma noche.

– ¿Sabe adonde fue? -Monk apenas lograba disimular su mal humor. Le habría gustado borrar de un golpe la sonrisa de satisfacción del cabo.

Éste observó el rostro de Monk y su entusiasmo desapareció.

– Sí, señor. He oído decir que se fue a Francia. No sé con exactitud adonde, pero supongo que habrá gente en el pueblo que sabrá decírselo. Al menos, qué dirección tomó. Creo que, como es usted tan buen detective, conseguirá averiguar dónde vive ahora.

El cabo ya le había facilitado toda la información que conocía, por lo que Monk le dio las gracias y se fue.

Pasó la tarde en la taberna Bull y, por la mañana, visitó al médico que había actuado de forense en el caso. Monk se sentía un tanto agitado. Al parecer se había granjeado la antipatía de todos los lugareños. El descaro del cabo era el resultado de esas semanas de miedo y, probablemente, humillación. Monk sabía cómo se comportaba en la comisaría de Londres, sus comentarios sarcásticos y su impaciencia con los hombres menos capacitados que él. No se enorgullecía de su pasado.

Se encaminó hacia la calle donde se encontraba la casa del médico y se sintió satisfecho al reconocerla. El diseño de vigas y yeso le resultaba familiar. No necesitaba encontrar el nombre o el número, sabía que ya había estado allí.

Con cierto nerviosismo, llamó a la puerta. Le pareció que transcurría una eternidad antes de que le abriera Un anciano con una pata de palo. Monk había oído cómo la arrastraba por el suelo. Tenía el cabello cano y ralo, los dientes partidos. Una expresión de placer recorrió su rostro al ver a Monk.

– Vaya, ¡que me aspen si no se trata del señor Monk! -exclamó con voz rota-. ¡Cielos! ¿Qué le trae por aquí? ¡No ha habido más asesinatos! Al menos que yo sepa, ¿no es así?

– No, señor Wraggs, no ha habido más. -Monk se sentía eufórico no sólo por la alegría del anciano, sino porque había conseguido recordar su nombre-. He venido por un asunto personal. Desearía saber si el doctor puede recibirme.

– Vaya, señor-replicó Wraggs con cierta preocupación-. Usted nunca se siente indispuesto, ¿no es cierto, señor? Le ruego que entre y se acomode. ¡Le traeré algo para reconfortarle!

– No, no, señor Wraggs, me encuentro perfectamente, gracias -se apresuró a aclarar Monk-. Deseo verlo por motivos personales, no profesionales.

– Ah, entiendo. -El viejo suspiró-. ¡Estupendo! De todas maneras, le ruego que entre. El médico salió hace unos minutos, pero regresará de un momento a otro. Dígame qué le apetece, señor Monk. Si lo tenemos, se lo ofreceremos.

Habría sido de mala educación no aceptar semejante invitación.

– Tomaré un vaso de sidra y una rebanada de pan con queso, si tiene.

– ¡Por supuesto que tenemos! -afirmó Wraggs encantado. Y lo condujo amablemente hacia el salón.

Ante tan caluroso recibimiento, Monk se preguntó si en el pasado habría tratado con amabilidad al señor Wraggs. Esperaba de corazón que no obedeciera tan sólo al carácter bondadoso y hospitalario del anciano, aunque le alegraba no poder comprobarlo. Se sentaron y charlaron durante algo más de una hora, hasta que el médico regresó. Durante ese período de tiempo, Monk averiguó casi todo lo que necesitaba saber. Phyllis Dexter había sido una mujer muy hermosa de cabellos castaño claro, ojos de color miel, gran inteligencia y buenos modales. Algunos habitantes del pueblo la consideraban inocente, y otros, entre ellos la policía, el alcalde y la mayor parte de la burguesía, culpable. El doctor y el párroco la habían defendido, así como el mesonero, que estaba más que harto del genio de Adam Dexter y de las quejas. Wraggs dejó bien claro que Monk había investigado día y noche, amedrentando, exhortando e interrogando a los testigos, analizando incansablemente las declaraciones y las pruebas durante las madrugadas hasta que los ojos se le enrojecían.

– Sin duda, ella le debe la vida, señor Monk -afirmó Wraggs-. Usted era lo que se dice un luchador nato. Nadie ha contado jamás con un apoyo como el que usted le brindó, lo juro por la Biblia.

– ¿Adonde se fue, señor Wraggs?

– Ah, no se lo dijo a nadie, ¡pobre criatura! -negó Wraggs con la cabeza-. Es lógico, después de todo lo que murmuraron sobre ella.

Monk se sintió abatido. Tras la esperanza, el caluroso recibimiento de Wraggs y la repentina rememoración de una parte más noble de su personalidad, todo había vuelto a desaparecer.

– ¿No lo sabe? -insistió Monk.

– No, señor, no lo sé -Wraggs lo miró con tristeza-. Ella le dio las gracias deshecha en lágrimas y luego preparó las maletas y se marchó. Es curioso, pero yo creía que usted conocía su paradero… intuía que la había ayudado a marchar. Es evidente que me equivoqué.

– Francia… el cabo con el que hablé en la comisaría me comentó que se había ido a Francia.

– No me extrañaría. -Wraggs negó con la cabeza-. Es natural que la pobre quisiera abandonar Inglaterra después de todo lo que dijeron de ella.

– También podría haberse ido hacia el sur; ¿quién habría sabido dónde estaba? -razonó Monk-. Podría haber cambiado de nombre y perderse en la multitud.

– Ah, no, señor; no lo creo. ¡Los periódicos publicaron su fotografía! Además, como era hermosa, la gente la habría reconocido enseguida. No, lo mejor era ir al extranjero. Confío en que haya encontrado un buen lugar donde vivir.

– ¿Fotografías?

– Sí, señor… aparecieron en los diarios. ¿No lo recuerda? Se las mostraré. Las hemos conservado todas. -Se incorporó al instante con dificultad y se dirigió hacia el escritorio situado en un rincón. Revolvió papeles durante varios minutos y luego regresó con una expresión de orgullo y un trozo de papel que entregó a Monk.

Se trataba de una fotografía en buen estado en la que se veía a una mujer sumamente hermosa de unos veinticinco o veintiséis años, con los ojos muy abiertos y un rostro de rasgos delicados. Al observar el retrato Monk la recordó con claridad. De nuevo sintió pena, admiración e ira por el dolor que ella había soportado y la incapacidad de los demás para comprenderlo. También recordó que había luchado sin descanso hasta que la absolvieron, además del alivio y la felicidad que había experimentado al lograr su propósito, pero nada más: no había rastros de amor ni de desesperación… y tampoco recuerdos persistentes y obsesivos.

Capítulo 8

Hacia el 15 de junio, cuando apenas faltaba una semana para que comenzase el juicio, los periódicos comenzaron a publicar de nuevo noticias sobre el caso Carlyon.

Se ofrecían conjeturas sobre lo que se revelaría durante el proceso, los testigos sorpresa que aportaría la defensa, los argumentos de la acusación y los detalles personales de las personas que declararían. Thaddeus Carlyon había sido un héroe, y su asesinato, así como las circunstancias en que se había producido, había conmocionado profundamente a la sociedad. Debía de existir una explicación que desentrañase el enigma y restableciese el equilibrio de la opinión pública.

Hester cenó de nuevo en casa de los Carlyon, no tanto porque la considerasen una amiga íntima de la familia como porque había sido ella quien había recomendado a Oliver Rathbone, y todos deseaban saber más cosas sobre él, así como los procedimientos que emplearía para defender a Alexandra.