Fue una velada tensa. Hester había aceptado la invitación aunque no podía contarles nada sobre Rathbone, excepto mencionar su integridad y sus éxitos, lo que a buen seguro Peverell conocía. Sin embargo no había perdido la esperanza y pretendía enterarse de cualquier hecho, por nimio que pareciese, que ayudase a descubrir el verdadero móvil del asesinato. Dudaba de si valdría la pena indagar sobre la personalidad del general.
– Ojalá conociera mejor a Rathbone -exclamó Randolf de mal talante al tiempo que recorría con la mirada toda la mesa pero sin fijarse en nadie en particular-. ¿Quién es? ¿De dónde ha salido?
– ¿Qué demonios importa eso, papá? -le replicó Edith-. Es el mejor. Si hay alguien que pueda ayudar a Alexandra, ése es Rathbone.
– ¡Ayudar a Alexandra! -Randolf la miró con ceño enfadado-. Querida, Alexandra asesinó a tu hermano porque estaba convencida de que tenía un romance con otra mujer. Si hubiera sido cierto, debería haberlo aceptado como una señora y mantenerlo en silencio pero, como todos sabemos, el general no mantenía relaciones con otra mujer -añadió con tono afligido-. Lo peor que puede ocurrirle a una dama es que sienta celos. Esa maldición ha caído sobre otras personas más que respetables. De todos modos, el hecho de que Alexandra asesinase por celos a uno de los hombres más admirados de su generación supone una verdadera tragedia.
– Lo que necesitamos saber -intervino Felicia con tranquilidad- son los argumentos que utilizará para defenderla. -Se volvió hacia Hester-. Usted conoce bien a Rathbone, señorita Latterly. -Se percató de que Damaris la miraba-. Lo siento -agregó con frialdad-. No me he expresado correctamente. No pretendía decir eso. -Parpadeó y observó a Hester-. Lo conoce lo suficiente para recomendárnoslo. ¿Cree que es una persona moralmente decente? ¿Puede asegurarnos que no intentará calumniar a nuestro hijo para así justificar el que su esposa lo asesinase?
Hester se sorprendió. No se lo esperaba, pero tras reflexionar unos segundos comprendió la actitud de los Carlyon. No era una pregunta que estuviese fuera de lugar.
– No puedo responder de su conducta, señora Carlyon -contestó con suma seriedad-. No trabaja para nosotros, sino para Alexandra. -Era consciente del dolor de Felicia. Él hecho de que no le gustase no implicaba que no comprendiera la realidad y el dolor que sentía-. Sin embargo, dudo que acuse al general de algo que no pueda demostrar -prosiguió-. Me temo que eso pondría al jurado en su contra. Aun así, si el general hubiera sido el más malvado, desconsiderado, desagradable y vil de los hombres, pero no hubiera puesto en peligro la vida de Alexandra o la de su hijo, sería absurdo censurar su comportamiento, porque no justificaría en absoluto que Alexandra lo asesinase.
Felicia se reclinó en el asiento más tranquila.
– Me alegro y supongo que, dadas las circunstancias, es lo que todos deseamos. Si Rathbone actúa con sentido común, alegará que Alexandra ha perdido el juicio y confiará en que el jurado se apiade de ella. -Tragó saliva y levantó el mentón-. Thaddeus era muy respetuoso con los demás, un auténtico caballero. -Felicia estaba visiblemente emocionada-. Nunca la maltrató, ni siquiera cuando ella lo provocaba, y me consta que lo provocaba. Alexandra era frívola, desconsiderada y se negaba a comprender que Thaddeus tenía que partir al extranjero para servir a la reina y al país.
– Debería usted leer alguna de las cartas de pésame que hemos recibido -dijo Randolf, dejó escapar un suspiro-. Esta misma mañana, llegó una de un sargento que estaba en el ejército de la India y lo conoció. Acababa de enterarse de la noticia, pobre. Estaba destrozado. En la carta afirma que Thaddeus era el mejor oficial que jamás había conocido. Menciona el valor que infundía a sus hombres. -Parpadeó e inclinó la cabeza. Su voz adquirió un tono grave, y Hester no supo si era a causa del dolor o una mezcla de pena y autocompasión-. Explica que logró que sus soldados no perdieran la esperanza cuando un grupo de salvajes, que aullaban como demonios, los rodeó. -Tenía la mirada perdida, como si no viese el aparador con la porcelana de Coalport que tenía delante, sino una árida llanura bajo el sol de la India-. Apenas les quedaban municiones y estaban convencidos de que morirían, pero Thaddeus hizo que se sintieran orgullosos de ser británicos y de entregar sus vidas por la reina. -Suspiró de nuevo.
Peverell sonrió con tristeza. Edith hizo una mueca que reflejaba dolor y vergüenza a la vez.
– Supongo que eso le servirá de consuelo -repuso Hester, que acto seguido se percató de que sus palabras sonaban falsas-. Quiero decir que el hecho de saber que lo admiraban le servirá de consuelo.
– Ya lo sabíamos -replicó Felicia sin mirarla-. Todos admiraban a Thaddeus. Tenía carisma de líder. Sus oficiales creían que era un héroe y sus soldados le habrían seguido a cualquier lugar. Tenía el don del mando, ¿comprende? -Observó a Hester con los ojos bien abiertos-. Inspiraba lealtad porque siempre había sido justo. Castigaba la cobardía y la falta de honradez y elogiaba el valor, el honor y el deber. Nunca denegó a nadie sus derechos y tampoco acusó a nadie sin estar seguro de su culpabilidad. Imponía una rígida disciplina, pero sus hombres lo amaban precisamente por eso.
– En el ejército es necesaria-afirmó Randolf mientras miraba a Hester-. ¿Sabe usted lo que ocurre cuando falta la disciplina, jovencita? El ejército se viene abajo durante las contiendas. Cada soldado toma sus propias decisiones, y eso atenta contra el espíritu británico. ¡Es espantoso! Un soldado debe obedecer siempre a su superior… sin vacilar.
– Sí, lo sé -dijo Hester sin pensar, pero de manera sentida-. A veces esa actitud propicia un final glorioso, pero otras conduce a un desastre absoluto.
A Randolf se le ensombreció el semblante.
– ¿A qué demonios se refiere, jovencita? ¿Acaso sabe lo que dice? ¡Menuda impertinencia! Le diré que combatí en la guerra de la independencia española y en la batalla de Waterloo contra el emperador de Francia, y también le ganamos.
– Sí, coronel Carlyon. -Hester lo miró sin pestañear. Se compadeció de él; era anciano, había perdido a un ser querido y se estaba convirtiendo en un sensiblero. Sin embargo no dio su brazo a torcer-. En nuestra historia no ha habido campañas más brillantes, pero los tiempos han cambiado, y algunos de nuestros oficiales parecen no haberse percatado. Lucharon en la guerra de Crimea con las mismas tácticas, pero no fueron suficientes. La obediencia ciega de un soldado sólo es buena cuando su superior está a la altura de las circunstancias y sabe desenvolverse en la contienda.
– Thaddeus fue un general ejemplar -afirmó Felicia con frialdad-. Nunca sufrió una derrota importante y ningún soldado murió por culpa de su incompetencia.
– En efecto -añadió Randolf, que se encogió en la silla.
– Todos sabemos que fue un gran militar, papá -intervino Edith-. Me alegro de que los hombres que sirvieron con él hayan escrito para expresar el dolor que les causa su muerte. Es maravilloso que lo admiraran tanto.
– Era algo más que admiración -matizó Felicia-. También lo apreciaban.
– Las necrológicas han sido todas laudatorias -señaló Peverell-. Pocas personas han recibido al morir tantas muestras de respeto.
– Es terrible que se haya permitido que la tragedia llegase tan lejos -declaró Felicia al tiempo que parpadeaba como si tratase de contener las lágrimas.
– No sé a qué te refieres -Damaris la miró con perplejidad-. ¿Llegase adonde?
– Al juicio, naturalmente. -Felicia frunció el entrecejo-. Habría que haber evitado que llegase tan lejos. -Se volvió hacia Peverell-. Y te culpo a ti. Esperaba que encontraras la manera de impedir que el recuerdo de Thaddeus estuviese sujeto a conjeturas vulgares y que la locura de Alexandra y, debo decirlo, su maldad, se hiciesen públicas, para que los demás no se regocijasen. Como abogado, deberías haber sido capaz de evitarlo y, como miembro de esta familia, pensaba que nos demostrarías tu lealtad y cumplirías con tus obligaciones.