– Eso no es justo -replicó Damaris con evidente enojo-. El hecho de que sea abogado no implica que pueda hacer lo que quiera con la ley; más bien al contrario. Peverell cree en la justicia, y para él es una obligación ¡No sé qué esperabas que hiciera!
– Esperaba que demostrara que Alexandra ha perdido la cordura y no está en condiciones de acudir a un juicio -espetó Felicia-, en lugar de animarla a contratar a un abogado que hará públicas nuestras vidas y revelará nuestros sentimientos más íntimos a un grupo de personas normales para que así decidan lo que ya sabemos… que Alexandra asesinó a Thaddeus. ¡Por el amor de Dios, ni siquiera lo niega!
Cassian estaba pálido y miraba a su abuela.
– ¿Por qué? -preguntó.
Hester y Felicia respondieron a la vez.
– No lo sabemos -contestó Hester.
– Porque está enferma -aseguró Felicia, que se volvió hacia Cassian-. Hay enfermedades que afectan al cuerpo y otras a la mente. Tu madre está enferma del cerebro y por eso ha hecho algo terrible. Será mejor que nunca más vuelvas a pensar en eso. -Felicia tendió la mano con gesto vacilante para acariciarlo, pero luego cambió de idea-. Sé que será difícil, pero eres un Carlyon y un muchacho valiente. Piensa en tu padre; era un gran hombre y se sentía muy orgulloso de ti. Tienes que crecer y ser como él. -Estaba a punto de llorar, pero hizo un esfuerzo terrible y visiblemente doloroso-. Puedes hacerlo. Te ayudaremos…, tu abuelo y yo, y tus tíos.
Cassian dirigió una mirada a su abuelo con expresión sombría, luego esbozó una sonrisa tímida e indecisa y los ojos se le llenaron de lágrimas. Tragó saliva y los demás desviaron la vista para no incomodarlo más.
– ¿Lo llamarán a declarar? -preguntó Damaris con inquietud.
– Desde luego que no. -Felicia rechazó de plano la idea-. ¿Qué demonios podría decir?
Damaris se volvió hacia Peverell con expresión inquisitiva.
– No lo sé -respondió-, aunque lo dudo.
Felicia lo miró.
– ¡Por el amor de Dios, haz algo útil! ¡Impídelo! ¡Sólo tiene ocho años!
– No puedo impedirlo, suegra -replicó con paciencia-. Si la acusación o la defensa desean que comparezca, será el juez quien decida si Cassian está capacitado para declarar. Si opina que puede hacerlo, Cassian tendrá que presentarse.
– No deberías haber permitido que se celebrase el juicio. Alexandra se ha declarado culpable. ¿De qué servirá que el maldito caso vaya a los tribunales? La ahorcarán de todos modos. -Paseó la vista por la mesa-. ¡No me mires de esa manera, Damaris! La pobre criatura tendrá que saberlo algún día. Quizá sería mejor si no le mintiésemos y se lo dijéramos ahora. Si Peverell se hubiera encargado de que la internaran en Bedlam, ahora no tendríamos que afrontar este problema.
– ¿Acaso podía hacerlo? -preguntó Damaris-. No es médico.
– De todos modos, no creo que esté loca -intervino Edith.
– Cállate -ordenó Felicia que brusquedad-. Nadie te ha pedido la opinión. De haber estado cuerda, ¿por qué habría asesinado a tu hermano?
– No lo sé -admitió Edith-. No obstante, tiene derecho a que la defiendan. Y Peverell, o cualquier otra persona, debería desear…
– Tu hermano debería ser tu primera preocupación -dijo Felicia con determinación-. Y la segunda, el honor de la familia. Eras muy pequeña cuando las obligaciones del ejército lo alejaron de aquí por primera vez, pero ya entonces sabías que era un hombre valiente y honrado. -Le tembló la voz-. ¿Acaso esos recuerdos no son para ti más que un simple ejercicio intelectual? ¿Dónde están tus sentimientos, jovencita?
Edith se ruborizó con expresión afligida.
– Ya no puedo ayudar a Thaddeus, mamá.
– Y tampoco a Alexandra -señaló Felicia.
– A todos nos consta que Thaddeus era una gran persona -terció Damaris con tono conciliador-. A Edith también, pero no lo conoció como yo. Todos le elogiaban porque era amable y comprensivo y, aunque imponía a sus soldados una férrea disciplina y los trataba con severidad, con los demás se comportaba de otra manera. Era… -Se interrumpió de repente, esbozó una sonrisa, suspiró y se mordió el labio. Su rostro traslucía dolor. Evitó la mirada de Peverell.
– Somos conscientes de que apreciabas a tu hermano, Damaris -susurró Felicia-, pero creo que ya has dicho bastante. Será mejor que no volvamos a hablar de ese episodio en particular… supongo que estarás de acuerdo.
Randolf parecía confuso. Comenzó a hablar y enseguida se interrumpió. De todos modos nadie le prestaba atención.
Edith observó a Damaris y luego a Felicia. Peverell daba la impresión de querer decir algo a su esposa, pero ésta miraba a todos los comensales menos a él.
Damaris clavó la vista en su madre, como si acabara, de descubrir algo que le resultaba increíble. Pestañeó y arrugó la frente.
Felicia esbozó una sonrisa sarcástica. Poco a poco el asombro disminuyó y otra emoción aún más profunda se reflejó en el rostro turbado de Damaris. Hester intuyó que se trataba de miedo.
– ¿Ris? -dijo Edith con tono vacilante. No sabía por qué, pero tenía la certeza de que su hermana estaba sufriendo, y quería ayudarla.
– Por supuesto-Damaris habló, sin apartar la mirada de su madre-. No pensaba mencionar el incidente. -Tragó saliva-: Estaba recordando que Thaddeus podía llegar a ser… muy amable. Parecía… parecía el momento más apropiado… para pensar en eso.
– Habría sido mejor -señaló Felicia- que te hubieses limitado a pensarlo, pero puesto que ya has aludido a él, yo en tu lugar daría el asunto por zanjado. Apreciamos lo que has dicho sobre las virtudes de tu hermano.
– No sé de qué habláis -dijo Randolf enfurruñado-. De amabilidad -explicó su esposa con paciencia y tono cansino-. Damaris acaba de decir que Thaddeus se mostraba en ocasiones sumamente amable. Solemos olvidar ese aspecto de su personalidad cuando hablamos del valiente soldado que era. -Se emocionó de nuevo-. Deberían recordarse todas las virtudes de un gran hombre, no sólo las públicas -concluyó con la voz quebrada.
– Desde luego. -Su esposo la miró con el entrecejo fruncido al percatarse de que se había distraído, aunque no sabía cómo ni por qué-. Nadie dice lo contrario.
Felicia consideró que ya se había hablado bastante del tema. Si Randolf no lo comprendía, no estaba dispuesta a explicárselo. Se volvió hacia Hester.
– Señorita Latterly, puesto que, como ha dicho mi marido, los celos constituyen uno de los pecados capitales y convierten a la mujer en un ser inferior al hombre, le importaría comentarnos qué argumentos empleará el señor Rathbone para defender a Alexandra? -Felicia observó a Hester con la misma frialdad y valentía con la que hubiera mirado al propio juez-. Supongo que no se mostrará imprudente ni tratará de culpar a otra persona para probar la inocencia de Alexandra.
– Eso sería absurdo -afirmó Hester, consciente de que Cassian la observaba con cierta hostilidad-. Alexandra se ha declarado culpable y existen pruebas irrefutables de su culpabilidad. La defensa analizará las circunstancias con el propósito de descubrir el móvil.
– Entiendo. -Felicia arqueó las cejas-. ¿Y qué motivo cree el señor Rathbone que podría justificar semejante acto? ¿Cómo se propone demostrarlo?
– No lo sé -Hester la miró aparentando una seguridad que no sentía en absoluto-. No tengo por qué saberlo, señora Carlyon. Mi única relación con esta tragedia es mi amistad con Edith, y espero que la suya. Sugerí el nombre del señor Rathbone antes de que se supiera con certeza que Alexandra era culpable. De todos modos lo habría recomendado porque Alexandra necesita a un abogado que la defienda, sea cual sea su situación.
– No le conviene que la convenzan de que luche por una causa perdida -dijo Felicia con tono cortante- ni que le hagan creer que puede evitar su destino. Eso constituiría una crueldad gratuita, señorita Latterly; atormentaría a la pobre criatura y retrasaría su muerte para entretener a la multitud.