Hester se sonrojó; se sentía demasiado culpable para replicar a Felicia.
Fue Peverell quien la ayudó.
– ¿Ejecutaría usted con rapidez a los acusados,, para así evitarles el tormento y los esfuerzos por Conseguir la absolución? Dudo mucho de que ellos compartan su opinión.
– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Felicia-. Tal vez Alexandra lo habría preferido, pero le habéis privado de esa posibilidad.
– Le hemos ofrecido los servicios de un abogado -replicó Peverell, que no pensaba dar el brazo a torcer-, pero no le hemos dicho cómo tiene que declararse.
– Pues tendríais que haberlo hecho. Si Alexandra se hubiese declarado culpable desde un principio, quizás este triste asunto hubiera acabado hace tiempo. Ahora tendremos que acudir a los tribunales y comportarnos con la mayor dignidad posible. Supongo que, puesto que te encontrabas presente en aquella fatídica velada, deberás testificar.
– Así es, no tengo otra elección.
– ¿Para la acusación? -preguntó Felicia.
– Si declaras, es probable que Damaris no haya de comparecer. ¡Gracias a Dios! Aunque no sé si lo que les contarás servirá de algo -añadió con tono interrogante, y Hester dedujo por su expresión que preguntaba a Peverell qué pensaba decir en el juicio y, a la vez, le advertía que la lealtad, la confianza y los lazos familiares estaban por encima de todo.
– Yo tampoco lo sé, suegra -admitió Peverell-. Probablemente sólo tendré que explicar dónde estaba cada uno en un momento dado. Tal vez deba declarar que Alex y Thaddeus parecían haber discutido, que Louisa Furnival fue con Thaddeus a la planta superior y que Alex no le gustó en absoluto que subieran solos.
– ¿Contarás eso? -inquirió Edith aterrada.
– Si me lo preguntan, no tendré más remedio -dijo a modo de disculpa-. Eso fue lo que vi.
– Pero Pev…
Él se inclinó.
– Querida, ya lo saben todos. Maxim y Louisa declararán lo mismo, al igual que Fenton Pole, Charles y Sarah Hargrave…
Damaris había palidecido. Edith se cubrió el rostro con las manos.
– Será terrible.
– Por supuesto que lo será -afirmó Felicia con la voz quebrada-. Por eso hemos de meditar con suma cautela qué vamos a decir; tenemos que limitarnos a contar la verdad y evitar comentarios maliciosos e indecorosos, sintamos lo que sintamos. Responderemos sólo a lo que nos pregunten, con precisión y exactitud, y en todo momento recordaremos quiénes somos.
Damaris tragó saliva. Cassian la observó boquiabierto. Randolf se irguió.
– No debemos expresar nuestra opinión -prosiguió Felicia-. Recordad que los periodistas escribirán todo cuanto contemos y a buen seguro lo tergiversarán; no hay modo de impedirlo. Hemos de cuidar las formas, el vocabulario, y evitar las mentiras, las evasivas, las risas, los desmayos y las lágrimas, pues de lo contrario haremos el ridículo. Alexandra es la acusada, pero se someterá a juicio a toda la familia.
– Gracias, querida. -Randolf la miró con una mezcla de gratitud y sobrecogimiento que por unos instantes a Hester le pareció miedo-. Como siempre, has obrado de la forma más adecuada.
Felicia guardó silencio. Una expresión de dolor ensombreció su rostro, pero desapareció de inmediato, pues no debía consentir que aflorasen sus emociones. No podía permitírselo.
– Sí, mamá -dijo Damaris con tono sumiso-. Procuremos comportarnos con dignidad y honradez.
– Tú no tendrás que declarar -afirmó Felicia sin demasiada convicción. Ambas se miraron con fijeza-. Si decides asistir al juicio, no cabe duda de que algún entremetido te reconocerá como miembro de la familia Carlyon.
– ¿Yo tendré que ir, abuela? -preguntó Cassian con preocupación.
– No, querido. Te quedarás aquí, con la señorita Buchan.
– ¿Mamá no quiere que vaya? -No, desea que te quedes aquí, estarás mejor. Te contaremos todo lo que tengas que saber. -Se volvió de nuevo hacia Peverell y comenzó a hablar sobre el testamento del general, un documento bastante simple, que Apenas necesitaba explicación, pero Felicia probablemente consideró oportuno cambiar de tema.
Todos continuaron con la cena, que hasta el momento habían comido de manera mecánica. De hecho Hester no se había percatado de lo que había ingerido ni cuántos platos habían servido.
Hester pensó en Damaris, en el sentimiento intenso, casi apasionado, que había reflejado su rostro, que había pasado con rapidez del dolor al asombro, luego al miedo y de nuevo al dolor.
Monk le había informado de que varias personas habían declarado que Damaris se había comportado de manera sumamente emotiva, rayando en la histeria, durante la velada en la que el general había sido asesinado y que su actitud hacia Maxim Furnival había sido más que insultante.
¿Por qué? Peverell parecía desconocer el motivo y tampoco había logrado consolarla o ayudarla.
¿Cabía la posibilidad de que supiera lo que iba a Ocurrir? ¿Acaso lo había visto? No, nadie lo había visto, y Damaris se había mostrado preocupada mucho antes de que Alexandra siguiera a Thaddeus a la planta superior. ¿Y por qué estaba enfadada con Maxim?
¿Acaso sabía Damaris que el móvil del crimen no eran los celos? De ser así, tal vez hubiera previsto lo que ocurrió.
¿Por qué no había dicho nada? ¿Por qué creía que Peverell y ella no podían haberlo impedido? Resultaba evidente que Peverell ignoraba qué inquietaba a Damaris; la expresión de su mirada cuando la contemplaba era una prueba elocuente de su desconocimiento.
¿Se trataba de la misma fuerza o miedo que había impulsado a Alexandra a no desvelar la verdad aun a sabiendas de que la ahorcarían?
Hester se retiró y se dirigió junto con Edith hacia su sala de estar. Damaris y Peverell ocupaban un ala de la casa, donde solían quedarse en lugar de compartir con el resto de la familia las habitaciones principales. Hester pensó que Peverell se había resignado a alojarse en la residencia de los Carlyon porque no podía brindar a Damaris tantas comodidades. No obstante, no parecía muy propio del carácter de ésta que prefiriese el lujo que le ofrecían sus padres a la independencia e intimidad de una vivienda más modesta. En todo caso, Hester no estaba acostumbrada a la magnificencia, por lo que ignoraba cuan difícil resultaba abandonarla.
Nada más cerrar la puerta de la sala de estar, Edith se arrojo sobre el sofá más largo, dobló las piernas y se sentó sobre ellas a pesar de lo poco elegante de la postura y de que se le arrugaría la falda. Miró a Hester con expresión consternada.
– Hester… ¡será terrible!
– Sin duda -admitió Hester-. Sea cual fuere el veredicto, el juicio será una experiencia desagradable. Ha habido un asesinato, y eso es una tragedia, no importa quién lo haya cometido o por qué.
– Porque… -Edith se rodeó las rodillas con los brazos y clavó la mirada en el suelo-. Ni siquiera lo sabemos, ¿verdad?
– No, no lo sabemos -dijo Hester al tiempo que observaba a su amiga-. ¿Crees que Damaris podría saberlo?
Edith dio un respingo.
– ¿Damaris? ¿Por qué? ¿Cómo iba a saberlo? ¿Por qué lo dices?
– Aquella noche sabía algo. Estaba muy alterada casi histérica, según nos han contado.
– ¿Quién ha explicado eso? Pev no nos dijo nada. -Al parecer Peverell ignoraba el motivo. El caso es que, de acuerdo con las averiguaciones de Monk, desde primera hora de la tarde, mucho antes de que asesinaran al general, Damaris estaba tan nerviosa que apenas lograba controlarse. No sé por qué no había pensado antes en esa posibilidad, pero tal vez conociese la razón por la que Alexandra asesinó al general. Quizá temiese, antes del asesinato, que Alexandra lo matara.
– Sin embargo, si lo sabía… -dijo Edith con expresión angustiada-. No… lo habría impedido. ¿Insinúas que… que Damaris participó en el asesinato?