– No, un testigo sólo puede declarar para una de las partes. No obstante, podré interrogarlos, aunque no será lo mismo que si declararan para mí. De todos modos nos queda Felicia Carlyon… aunque no estoy seguro de si debo hacerla comparecer. No la he citado, pero si está presente podré pedir que testifique en el último momento… cuando ya haya escuchado a los otros testimonios.
– No contará nada -afirmó Hester con enojo-. No lo haría aunque pudiera. No creo que sepa nada, pero si lo supiera ¿acaso supone que admitiría ante el jurado que miembros de su familia han cometido incesto y sodomía? ¡Jamás lo haría, y mucho menos si se trata de su heroico hijo, el general!
– No lo haría por voluntad propia. -La expresión de Rathbone era lúgubre-. Le recuerdo, querida, que mi trabajo consiste en conseguir que las personas admitan lo que no desean ni pensaban admitir.
– Pues tendrá que esforzarse al máximo -dijo Monk, enfadado.
– Lo haré.
Los dos hombres se miraron en silencio durante unos instantes.
– Edith. Puede citar a Edith -propuso Hester-. Nos ayudará en todo lo posible.
– ¿Acaso sabe algo? -Monk se volvió hacia ella-. Sus buenas intenciones no nos servirán de nada si no está enterada.
– La señorita Buchan. Ella sí lo sabe -afirmó Hester con dureza.
– Una criada… -Rathbone se mordió los labios-. Una anciana muy temperamental y leal a la familia… Si declara contra ellos, no se lo perdonarán jamás. La despedirán y se quedará sin casa ni sustento, y ya es demasiado mayor para trabajar. No se encuentra en una posición envidiable.
Hester sintió que la impotencia era más fuerte que la ira. Una terrible derrota se cernía sobre ella.
– Entonces ¿qué podemos hacer?
– Encontrar más pruebas -contestó Rathbone-. Descubrir quiénes han hecho lo mismo que el general.
Monk caviló unos instantes, con los puños apretados sobre el regazo.
– Eso sería posible; o bien fueron a la casa o bien llevaron al niño. Los criados los conocerán. Los lacayos tienen que saber adonde iba el niño. -Una expresión de ira cruzó su rostro-. ¡Pobre criatura! -Se volvió hacia Rathbone-. Si se comprueba que otros hombres abusaron de él, ¿servirá eso para demostrar que su padre también lo había hecho y que Alexandra lo sabía?
– Tráiganme las pruebas -insistió Rathbone-. Todas las que encuentren, aunque parezcan irrelevantes. Sabré cómo utilizarlas.
Monk se puso en pie con evidente irritación.
– Entonces no hay tiempo que perder. Dios sabe que se nos está acabando.
– Visitaré a Alexandra Carlyon e intentaré convencerla de que nos permita revelar la verdad -explicó Rathbone con una sonrisa nerviosa-. Sin su consentimiento no podemos hacer nada.
– Oliver-susurró Hester, que estaba horrorizada.
Rathbone la acarició con suavidad.
– No se preocupe, querida. Su actuación ha sido magnífica. Ha descubierto la verdad. Ahora permítame que haga mi trabajo.
Hester observó sus ojos oscuros y brillantes, respiró hondo y exhaló el aire poco a poco en un intento por calmarse.
– Por supuesto. Lo siento. Visite a Alexandra. Yo informaré a Callandra. Supongo que se quedará tan atónita como nosotros.
Alexandra Carlyon, que había estado contemplando la ventana de la celda, por la que apenas si entraba luz, se volvió y se sorprendió al ver a Rathbone.
La puerta se cerró con un ruido metálico y se quedaron solos.
– Pierde el tiempo, señor Rathbone -afirmó con voz ronca-. No puedo decirle nada más.
– Ya no tiene que hacerlo, señora Carlyon. Sé por qué asesinó a su esposo… Si hubiera estado en su lugar, podría haber hecho lo mismo.
Alexandra lo miró sin entender nada.
– Para así evitar que su hijo sufriera más abusos… -añadió él.
El poco color que quedaba en el rostro de Alexandra desapareció. Tenía los ojos tan hundidos que parecían negros en la tenue penumbra.
– Lo… sabe… -Se sentó en el catre-. No puede ser. Por favor…
Rathbone también tomó asiento en el catre.
– Querida, comprendo que prefiriera morir ahorcada a que se supiera lo mucho que ha sufrido su hijo. Por desgracia tengo que decirle algo terrible, algo que tal vez la haga cambiar de idea.
Alexandra levantó la cabeza muy lentamente y lo miró.
– Su esposo no era el único que abusaba de su hijo.
Alexandra se quedó sin aliento y Rathbone temió que se desmayara.
– Debe luchar-agregó con suavidad-.Parece probable que su abuelo también lo hiciera… Hay un tercero quizás haya más. Tiene que ser valiente y contar la verdad. Hemos de acabar con ellos para impedir que vuelvan a hacer daño a Cassian u otro niño.
Alexandra negó con la cabeza mientras se esforzaba por respirar.
– ¡Tiene que hacerlo! -Rathbone le cogió las manos. Alexandra las apretó como si se estuviera ahogando y Rathbone pudiera ayudarla-. ¡Tiene que hacerlo! De lo contrario, Cassian vivirá con sus abuelos y la tragedia no tendrá fin. Habrá asesinado a su esposo en vano y usted aceptará morir en la horca… a cambio de nada.
– No puedo -susurró Alexandra.
– ¡Sí puede! No está sola. Hay personas que la ayudarán, personas que están tan aterrorizadas y asustadas como usted pero que saben lo que ha ocurrido y que harán todo lo posible para demostrar la verdad. No debe rendirse ahora, tiene que luchar por el bien de su hijo. Diga la verdad, y yo lucharé para que la crean… y la entiendan.
– ¿Puede hacerlo?
Rathbone respiró hondo y la miró a los ojos.
– Sí.
Alexandra, ya sin fuerzas, clavó la mirada en Rathbone.
– Sí -repitió Rathbone.
Capítulo 9
El juicio a Alexandra Carlyon se inició el lunes 22 de junio por la mañana. El comandante Tiplady tenía intención de asistir, no por mera curiosidad, ya que normalmente evitaba tales eventos como si de un accidente se tratara, pues lo consideraba una vulgar intrusión en la desgracia y vergüenza ajenas. No obstante, en este caso sentía un interés profundo y personal por el desarrollo del proceso. Además deseaba mostrar su apoyo a Alexandra y a la familia Carlyon o, mejor dicho, a Edith, aunque jamás lo hubiera reconocido ante nadie, ni siquiera a sí mismo.
Cuando puso el pie en el suelo advirtió que era capaz de sostenerse. Todo apuntaba a que la pierna se le había curado por completo. Sin embargo, al intentar doblarla para salvar el escalón de un coche de caballos descubrió para su pesar, que no aguantaba su peso. Lo peor era que sabía que bajar por el otro lado resultaría aún más doloroso. Se sentía avergonzado y furioso, pero no podía hacer nada al respecto. Estaba claro que necesitaba por lo menos otra semana de reposo, e intentar forzar la pierna sólo contribuiría a retrasar la curación.
Así pues, encomendó a Hester que lo informara sobre el desarrollo del juicio, ya que seguía trabajando para él y debía facilitar su bienestar. Insistió en que aquel asunto era de vital importancia para él. Hester tenía la obligación de mantenerlo al corriente de lo sucedido, no sólo de las declaraciones de todos los testigos sino también de su actitud y comportamiento y de si, en su opinión, decían la verdad o no. Asimismo le encargó que se fijara en la actitud de todos aquellos que formaban parte de la acusación y de la defensa, y en especial de los miembros del jurado. Por supuesto, también tenía que prestar atención a cualquier otro familiar que viera. Para llevar a cabo su cometido debía proveerse de un buen cuaderno y varios lápices afilados.
– Sí, comandante -repuso obedientemente, con la esperanza de estar a la altura de tan exigente misión. Le había pedido mucho, pero su seriedad y preocupación eran tan genuinas que ni siquiera se atrevió a mencionar las dificultades que todo aquello entrañaba.