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– Deseo conocer su opinión así como los hechos -repitió por enésima vez-. Es una cuestión de sentimientos. La gente no siempre es racional, sobre todo en casos como éste.

– Sí, lo sé -concedió con paciencia-. Observaré las expresiones y me fijaré en el tono de las voces, se lo prometo.

– Bien. -Se ruborizó un poco-. Le estaré muy agradecido. -Bajó la mirada-. Soy consciente de que una tarea como ésta no suele formar parte del trabajo de una enfermera…

Hester a duras penas consiguió disimular una sonrisa.

– Y no va a resultar agradable -añadió.

– No es más que un cambio de papeles -apuntó Hester, que ahora sonreía abiertamente.

– ¿Qué? -El comandante no entendía sus palabras. Advirtió que se divertía pero ignoraba el motivo.

– Si usted hubiera podido ir, yo habría tenido que pedirle que me lo repitiera todo, pero carezco de autoridad para ello, por lo que esto es mucho más práctico.

– Oh, comprendo. -Sus ojos reflejaron también regocijo-. Sí, sí, será mejor que se vaya o llegará tarde y no encontrará un buen sitio.

– Sí, comandante. Volveré cuando esté segura de haberlo observado todo. Molly le ha preparado el almuerzo y…

– No se preocupe. -Movió las manos con impaciencia-. Váyase, mujer.

– Sí, comandante.

* * *

Llegó pronto, como había previsto, pero la muchedumbre estaba impaciente y sólo consiguió un buen asiento porque Monk se lo había reservado.

La sala del tribunal era más pequeña de lo que imaginaba. Tenía el techo muy alto y recordaba un teatro, con la galería para el público muy por encima del banquillo de los acusados, que se elevaba cuatro o cinco metros del suelo y formaba un ángulo recto respecto a los asientos forrados de piel de los abogados y empleados del juzgado.

El jurado se sentaría en dos escaños paralelos, a la izquierda de la galería, a los que se accedía por varios escalones y detrás de los cuales había una hilera de ventanas. En el extremo opuesto de esa misma pared declararían los testigos, en un estrado curioso al que conducían varios peldaños, de forma que quedaba muy por encima del público.

Al fondo, al otro lado de la galería y del banquillo de los acusados, se hallaba el sillón tapizado en rojo del juez. A su derecha había otra tribuna para espectadores y periodistas.

Las paredes que rodeaban el banco de los acusados, el de los testigos y el del jurado estaban revestidas de pa neles de madera. El escenario se le antojó impresionante, ya que no guardaba ninguna semejanza con un salón convencional. En aquel momento la sala estaba tan atestada que resultaba casi imposible moverse.

– ¿Dónde se había metido? -preguntó Monk con cierta irritación-. Se ha retrasado.

Hester dudó entre contestarle con un exabrupto o agradecerle que hubiera pensado en ella. La primera opción resultaría gratuita y no haría más que desencadenar una pelea en el momento menos oportuno, por lo que se decidió por la segunda, que a él le sorprendió y divirtió. El auto de procesamiento ya se había presentado al gran jurado con anterioridad, y la acusación se había considerado fundada, por lo que Alexandra había sido inculpada.

– ¿Qué me dice del jurado? -preguntó Hester-. ¿Han elegido a los miembros?

– El viernes-respondió-. Pobre gente.

– ¿Porqué «pobre»?

– Porque no me gustaría tener que decidir en un caso así -contestó Monk-. Me temo que no tendría oportunidad de emitir el veredicto que me gustaría.

– No-convino ella, más para sí que para él-. ¿Cómo son?

– ¿Los miembros del jurado? Personas normales y corrientes, preocupadas, que se creen muy importantes -respondió con la vista fija en el asiento del juez y en las mesas de los abogados situadas debajo.

– Supongo que son todos de mediana edad… y todos hombres, claro está.

– No son todos de mediana edad. Uno o dos son jóvenes, y uno muy mayor. Se exige tener entre veintiuno y sesenta años y disponer de unos ingresos fijos procedentes de alquileres o tierras, o vivir en una casa que cuente con quince ventanas, como mínimo…

– ¿Qué?

– Por lo menos quince ventanas -repitió con una sonrisa sarcástica mientras la miraba de soslayo-. Huelga decir que todos son hombres. Esa pregunta es impropia de usted. Por el amor de Dios, se considera que las mujeres no están capacitadas para tomar esa clase de decisiones; de hecho, no pueden tomar ninguna decisión de carácter legal. Les está prohibido tener propiedades. No pretenderá que se les permita determinar el destino de un hombre, ¿verdad?

– Si una persona tiene derecho a que la juzgue un jurado de iguales, no me parece tan descabellado que yo pueda decidir sobre el destino de una mujer -replicó Hester-. Es más, si alguna vez me juzgan me gustaría que hubiera alguna mujer entre los miembros del jurado. ¿Cómo si no iba a considerar que he sido juzgada de forma justa?

– No creo que corriera mejor suerte con mujeres -afirmó con una expresión de amargura al tiempo que observaba a la mujer rolliza que se había sentado delante de ellos-. Me parece que eso no cambiaría las cosas.

Hester sabía que la conversación carecía de relevancia. Debían enfrentarse al caso con el jurado compuesto tal como estaba. Se volvió para mirar al resto de los espectadores. Había toda clase de gente, de todas las edades y condición social, y casi tantas mujeres como hombres. Lo único que tenían en común era su impaciencia, los murmullos; los que estaban de pie cambiaban el peso de su cuerpo de una pierna a otra, los que se hallaban sentados se inclinaban y todos miraban en torno a sí para no perderse nada.

– Claro que no debería haber venido -comentó una mujer que se encontraba detrás de Hester-. Esto no va a irme nada bien para los nervios. Qué maldad, y eso que se trata de una dama. Cabe esperar más de ellos, deberían saber cómo comportarse.

– Desde luego -convino su acompañante-. Si los nobles se matan entre sí, ¿qué se puede esperar de las clases bajas?

– ¿Qué aspecto tendrá? No me extrañaría que fuese una mujer vulgar. Seguro que la cuelgan.

– Claro, no seas boba. ¿Qué otra cosa iban a hacer?

– Hay que reconocer que se lo merece.

– Por supuesto. Mi marido no siempre se controla, pero nunca se me ocurriría matarlo.

– Claro que no. Nadie hace una cosa así. ¿Adonde iríamos a parar si actuáramos así?

– Increíble. Por cierto, dicen que hay revueltas en la India. La gente se mata y muere en todo el mundo. Ya digo yo que vivimos en una época terrible. Sólo Dios sabe qué nos espera.

– Cuánta razón tienes -concedió su amiga mientras asentía con la cabeza.

Hester deseaba decirles que no fueran tan estúpidas, que las virtudes y las tragedias, al igual que las risas, los descubrimientos y la esperanza, siempre habían existido, pero el alguacil llamó al orden. Se oyeron murmullos cuando el abogado de la acusación entró en la sala ataviado con la peluca y toga negra características, seguido de su ayudante. Wilberforce Lovat-Smith no era corpulento, pero sus andares transmitían seguridad, cierta arrogancia incluso, e irradiaba vitalidad, por lo que su presencia nunca pasaba inadvertida. Era bastante moreno y su cabello negro resultaba claramente visible bajo la peluca de crin blanca. A Hester le sorprendió apreciar, a pesar de la distancia, que tenía los ojos de azul grisáceo. No era apuesto pero sus rasgos resultaban atractivos: nariz afilada, boca graciosa y pestañas pobladas que le otorgaban cierta sensualidad. Su rostro era el de un hombre que había triunfado en el pasado y esperaba hacerlo de nuevo.

Apenas había ocupado su asiento cuando se produjo otro murmullo de admiración al aparecer Rathbone, ataviado también con la peluca y la toga, y seguido de su ayudante. A Hester le pareció extraño verlo tan atildado, ya que últimamente se había habituado a verlo vestido de calle y en un ambiente más distendido. En aquel momento resultaba evidente que sólo pensaba en la contienda que le aguardaba, de la que dependía no sólo la vida de Alexandra, sino también el futuro de Cassian. Hester y Monk habían hecho todo cuanto estaba en sus manos, ahora había llegado la hora de la verdad para Rathbone. Era un gladiador solitario en la arena, y la multitud estaba sedienta de sangre. Cuando se volvió, Hester observó su perfil, la nariz larga y los labios finos, capaces de pasar de la compasión al enfado y de nuevo a la ironía y al humor más agudo.