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– No tiene por qué responder si no lo desea -informó a Sabella.

– No; yo no lo maté -contestó ella con la voz quebrada.

– Gracias. -Lovat-Smith inclinó la cabeza; era todo lo que quería.

– Puede marcharse, señora Pole -indicó el juez con delicadeza-. No hay más preguntas.

– Oh -susurró, como si se sintiera un tanto perdida y deseara añadir algo más. Bajó de mala gana del banco del estrado, ayudada en los dos últimos escalones por el alguacil, y desapareció entre el público. Antes de salir de la sala, un momento un rayo de luz se posó en su clara cabellera.

Acto seguido la vista se suspendió para el almuerzo. Monk y Hester encontraron a un vendedor ambulante de emparedados, compraron uno cada uno, y dieron cuenta de ellos a toda prisa antes de regresar a sus asientos.

El juicio se reanudó con la comparecencia de un nuevo testigo.

– ¡Fenton Pole! -anunció el secretario del juzgado-. ¡Se llama a declarar a Fenton Pole!

Éste subió con resolución por las escaleras que conducían al banco de los testigos; su rostro denotaba su repulsa hacia aquella situación.

Respondió a Lovat-Smith de forma lacónica, sin disimular que consideraba a su suegra culpable y creía que era una demente. En ningún momento volvió la mirada hacia ella. En dos ocasiones Lovat-Smith tuvo que impedirle que se explayara expresando su opinión al respecto, como si pretendiera demostrar que la familia no tenía nada que ver con el trastorno mental de la acusada. Al fin y al cabo, la locura era como una enfermedad, una tragedia que podía afectar a cualquier persona; por consiguiente, los parientes no eran responsables de ello. La irritación que le provocaba aquel asunto quedó patente.

Se oyeron murmullos de comprensión entre el público, incluso una palabra de aliento claramente audible. No obstante, cuando Hester observó a los miembros del jurado, advirtió que una sombra de reprobación recorría el rostro de uno de ellos. Parecía tomarse muy en serio su cometido y probablemente se le había indicado que no juzgara el caso antes de conocer todos los testimonios. Aunque debía mostrarse imparcial, le repugnaba la deslealtad. Lanzó a Fenton Pole una mirada de profunda antipatía. Por unos instantes Hester se sintió aliviada sin razón aparente. Era una sensación absurda, lo sabía, pero le confortaba observar que por lo menos había un hombre que todavía no había condenado a Alexandra a esas alturas del juicio.

Rathbone sólo preguntó a Fenton Pole si poseía alguna prueba precisa e irrefutable de que su suegro tuviera un romance con Louisa Furnival.

El semblante de Pole se ensombreció por el desprecio que le producía tal vulgaridad y la ofensa que representaba sacar ese tema a colación.

– Desde luego que no -contestó con energía-. El general Carlyon no era un hombre inmoral. Suponer que cometió adulterio es un despropósito, una idea descabellada que carece de fundamento.

– Entiendo -convino Rathbone-. ¿Tiene algún motivo, señor Pole, para presumir que su suegra, la señora Carlyon, considerara que él la engañaba y había traicionado sus votos matrimoniales? Pole apretó los labios.

– Creía que nuestra presencia aquí era, por desgracia, una prueba suficiente de ello.

– Oh, no, señor Pole, de ningún modo -repuso Rathbone con aspereza-. Sólo demuestra que el general Carlyon murió de forma violenta y que la policía tiene algún motivo, con razón o sin ella, para interponer una acción judicial contra la señora Carlyon.

Los miembros del jurado se movieron en sus asientos. Uno de ellos se irguió en el banco.

Fenton Pole parecía confuso. No replicó, aunque por su expresión era evidente que discrepaba del abogado.

– No ha respondido a mi pregunta, señor Pole -le insistió Rathbone-. ¿Oyó o vio algo que le demostrara que la señora Carlyon sospechaba que la señora Furnival y el general mantenían una relación indecorosa?

– Eh… pues… dicho así, supongo que no. En realidad, no sé a qué se refiere exactamente.

– A nada, señor Pole. Además, no sería adecuado por mi parte sugerirle algo en concreto, tal como supongo que Su Señoría le habría comunicado en caso de que yo hubiera cometido tal error.

Fenton Pole ni siquiera echó una mirada al juez. Acto seguido, se le indicó que podía retirarse.

Lovat-Smith llamó al lacayo, John Barton. Se sentía intimidado y turbado por la situación. Tartamudeó al pronunciar el juramento y referir su nombre, empleo y lugar de residencia. Lovat-Smith se mostró muy cortés con él y en ningún momento lo trató con condescendencia ni con menor respeto que a Fenton Pole o Maxim Furnival. Entre el silencio incondicional del público y la atención absoluta del jurado, el abogado de la acusación obtuvo de él la explicación exhaustiva de lo sucedido tras la cena; que había subido los cubos de carbón por las escaleras delanteras, que había observado que la armadura seguía en su pedestal, quién se encontraba en la sala de estar, su encuentro con la criada y la inevitable conclusión final de que sólo Sabella o Alexandra habían tenido la posibilidad de acabar con la vida de Thaddeus Carlyon.

Varios de los asistentes dejaron escapar un suspiro, semejante a la primera ráfaga de viento que anuncia una tormenta.

Rathbone se puso en pie en medio de un silencio casi audible. No se movió ni uno solo de los miembros del jurado.

– No tengo ninguna pregunta que formular a este testigo, Su Señoría.

Se elevaron exclamaciones de sorpresa, y los miembros del jurado se miraron entre sí con expresión de incredulidad.

El juez se inclinó.

– ¿Está seguro, señor Rathbone? La declaración de este testigo es de suma importancia para su cliente.

– Estoy seguro, gracias, Su Señoría.

El juez frunció el entrecejo.

– Muy bien -dijo. Se volvió hacia John-. Puede retirarse.

Lovat-Smith llamó a la doncella de la planta superior, a la joven pelirroja, que dejó claro que sólo Alexandra había podido empujar al general por encima del pasamanos, para luego seguirlo hasta abajo y clavarle la alabarda en el pecho.

– No sé por qué continuar con el juicio -comentó un hombre sentado detrás de Monk-. Vaya pérdida de tiempo.

– Y de dinero -añadió su acompañante-. Podían acabar ya y llevarla a la horca. Nadie protestará.

Monk dio media vuelta con el rostro contraído y los ojos centelleantes.

– Resulta que los ingleses no cuelgan a las personas sin darles la oportunidad de explicarse -masculló-. Es una costumbre curiosa, pero todos tenemos derecho a un juicio justo, al margen de lo que piensen los demás. Si no está de acuerdo, será mejor que se vaya a otro país, porque aquí no hay lugar para usted.

– ¡Eh! ¿Me está llamando extranjero? ¡Soy tan inglés como usted! Además, pago mis impuestos, pero no para que gente como ella se ría de la justicia. Yo creo en la justicia, por supuesto que sí. No se debe permitir que las mujeres maten a sus maridos cada vez que les entra un ataque de celos. De ser así, ningún inglés estaría a salvo.

– ¡Usted no cree en la justicia! -lo acusó Monk con vehemencia-. ¡Usted cree en la horca, en la ley de la calle, lo acaba de decir!

– No he dicho tal cosa. ¡Es usted un mentiroso!

– Ha dicho que hay que olvidarse del juicio, prescindir de los tribunales, colgarla ahora mismo, sin esperar un veredicto. -Monk lo observó fijamente-. ¡Quiere eliminar al juez y al jurado y tomarse la justicia por su mano!

– ¡Yo no he dicho tal cosa!

Monk le lanzó una mirada de desprecio antes de volverse hacia Hester en el momento en que se anunciaba la suspensión temporal de la vista. La tomó con cierta brusquedad del brazo y se abrieron paso entre la bulliciosa multitud.

No había nada que decir. Todo discurría como esperaban: una muchedumbre que no sabía otra cosa que lo que los periódicos le habían hecho creer: un juez justo, imparcial e incapaz de ayudar; un abogado de la acusación habilidoso, que no se dejaría engañar ni seducir por nadie. Las pruebas apuntaban a que Alexandra había matado a su esposo, lo que no debía abatirlos ni desalentarlos. Ésa no era la cuestión.