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Monk avanzaba a duras penas entre personas que empujaban y charlaban, revoloteaban de un lado a otro como hojas secas en un remolino de viento, y eso le exasperaba porque deseaba salir de allí cuanto antes, como si de ese modo consiguiera escapar de lo que atribulaba su mente.

Caminaron por Old Bailey y, cuando doblaban la esquina de Ludgate Hill, Monk se dignó por fin hablar.

– Espero que Rathbone sepa lo que hace.

– Eso es una estupidez -replicó Hester con indignación-. Hace todo cuanto está en su mano, actúa según acordamos. ¿Acaso hay alternativa? No existe ningún otro plan. Ella lo hizo. Sería absurdo negarlo. No hay nada más que añadir, salvo el motivo que la impulsó a actuar.

– No, es cierto. No, no hay nada más que añadir. Vaya, qué frío hace. En junio no debería hacer tanto frío.

Hester esbozó una sonrisa.

– ¿Ah, no? Pues no me parece que haga menos frío que otros años por estas fechas. Él la miró en silencio.

– El tiempo mejorará- agregó Hester, y se levantó las solapas del abrigo-. Gracias por guardarme un sitio. Hasta mañana.

Se separaron y tomaron distintos caminos entre las fuertes ráfagas de viento. Hester paró un carruaje a pesar de lo caros que resultaban, para dirigirse al domicilio de Callandra Daviot.

– ¿Qué ha ocurrido? -preguntó ésta poniéndose en pie al ver llegar a Hester con aspecto cansado, la espalda encorvada y el temor reflejado en la mirada-. Siéntese y cuéntemelo todo.

Hester tomó asiento sin rechistar.

– Lo que nos esperábamos, supongo -dijo-. Todos parecen muy racionales y convencidos de sus ideas. Saben que ella lo hizo, Lovat-Smith ya lo ha demostrado. Tengo la impresión de que, digamos lo que digamos, nunca creerán que no fue un hombre admirable, un militar ejemplar y un héroe. ¿Cómo vamos a probar que sodomizaba a su propio hijo? -Empleó a propósito el término más duro que conocía y sintió una irritación malsana al advertir que Callandra ni se inmutaba-. Lo único que conseguiríamos es que la odiaran aún más por acusar de algo así a un hombre como él -añadió con profundo sarcasmo.

La colgarán de lo más alto por atreverse a insultarlo de esta manera.

– Debemos averiguar quiénes son los demás -indicó Callandra. Sus ojos grises reflejaban tristeza y severidad al mismo tiempo-. La otra opción consiste en rendirse. ¿Acaso la prefiere?

– No, por supuesto que no -repuso Hester-. Sin embargo, deberíamos prepararnos para la derrota.

Callandra la miró de hito en hito.

Hester permanecía en silencio con expresión meditabunda.

– El padre del general abusó de él -añadió por fin. Buscaba algo, un hilo del que empezar a tirar-. Supongo que no comenzaría a hacerlo de buenas a primeras, ¿verdad?

– No tengo ni idea -repuso Callandra-, pero creo que no.

– Debió de suceder algo -dijo Hester-, pero para averiguarlo tendríamos que saber dónde buscar. Debemos descubrir a los demás, a las otras personas que cometen esas atrocidades, pero ¿cómo? No vale la pena asegurar que el viejo coronel lo hacía, pues nunca podremos demostrarlo. Él lo negará, al igual que todos los demás, y el general está muerto. -Se reclinó lentamente en el asiento-. De todos modos, ¿de qué serviría? Probar que otras personas lo han hecho no demostraría que el general también lo hacía ni que Alexandra lo sabía. No se me ocurre por dónde empezar y nos queda poco tiempo. -Miró a Callandra con profundo abatimiento-. Oliver deberá comenzar la defensa en un par de días a más tardar. Lovat-Smith ha argumentado la acusación sin fisuras. Lo único realmente útil que hemos dicho hasta ahora es que no existen pruebas de que Alexandra estuviera celosa.

– Ignoramos quiénes cometieron los abusos -comentó Callandra con voz queda- y la identidad de las demás víctimas. Debemos buscar en los archivos militares.

– No hay tiempo -repuso Hester, desesperada-. Nos llevaría varios meses, y lo más probable es que no encontráramos nada.

– Si lo hizo mientras servía en el ejército, habrá constancia-dijo Callandra sin vacilar-. Acuda al juicio y yo trataré de encontrar a algún tambor o cadete que haya cometido un desliz y que a causa de ello haya sufrido lo suficiente para atreverse a declarar.

– ¿Cree usted que…? -A Hester le pareció ver un atisbo de esperanza, aunque un tanto ridículo e irracional.

– Tranquilícese, ponga sus ideas en orden -la instó Callandra-. Cuénteme otra vez todo lo que sabemos de este asunto.

Hester hizo lo que le pedía.

* * *

Nada más levantarse la sesión, Lovat-Smith abordó a Oliver Rathbone cuando se disponía a salir; su rostro reflejaba curiosidad. No había forma de evitarlo y Rathbone tampoco estaba del todo convencido de querer hacerlo. Sentía la necesidad de hablar con él, como cuando se tiene una herida y se desea palparla para averiguar cuan profunda o dolorosa es.

– ¿Por qué diablos aceptó este caso? -inquirió Lovat-Smith mientras lo miraba con fijeza. Sus ojos despedían una especie de destello que bien podía reflejar cierta compasión irónica o una docena de sentimientos distintos, todos ellos igualmente inquietantes-. ¿A qué juega? Ni siquiera parece que intente nada serio. En este caso no se producirá un milagro, ya lo sabe. ¡Fue ella!

En cierto modo aquel acoso levantó el ánimo a Rathbone; le brindó algo contra lo que luchar. Miró a Lovat-Smith, un hombre al que respetaba e incluso habría llegado a apreciar si lo hubiese conocido mejor. Tenían mucho en común.

– Sé que lo hizo -afirmó con un atisbo de sonrisa no exenta de mordacidad-. ¿Le tengo preocupado, Wilberforce?

Lovat-Smith sonrió con tirantez y ojos vivarachos.

– Me tiene sorprendido, Oliver, sorprendido. No me gustaría verle perder su buena reputación. El talento que ha demostrado hasta el momento ha hecho las delicias de nuestra profesión. Sería… desconcertante -añadió tras elegir la palabra con sumo cuidado-verlo fracasar de forma estrepitosa. ¿Qué expectativas nos quedarían a los demás?

– Muy amable por su parte -murmuró Rathbone con sarcasmo-, pero las victorias fáciles acaban por aburrir. Si uno gana siempre, tal vez sea porque sólo se atreve con lo que está dentro de sus posibilidades, y eso es una especie de muerte, ¿no cree? Es posible que lo que no se desarrolla comience a mostrar los primeros indicios de atrofia.

Dos abogados que pasaron charlando por su lado se volvieron para mirar a Rathbone con expresión de curiosidad antes de reanudar la conversación.

– Quizás esté en lo cierto -convino Lovat-Smith con una sonrisa-, pero esa teoría filosófica no guarda ninguna relación con el caso Carlyon. ¿Va a intentar demostrar que existen atenuantes? Creo que ya es tarde para eso. El juez no se tomará a bien que no lo mencionara al comienzo. Debería haberla declarado culpable pero demente; yo me habría mostrado dispuesto a llegar a un acuerdo.

– ¿Cree que está loca? -preguntó Rathbone en tono de incredulidad.

– No me lo parecía-respondió Lovat-Smith sacudiendo la cabeza-, pero en vista de su magistral demostración de que nadie, ni siquiera la señora Carlyon, cree que el general y la señora Furnival tuvieran una aventura, ¿qué quiere que piense? ¿No es ahí adonde quiere ir a parar? ¿A que las sospechas de la acusada eran infundadas, producto de la locura?

La sonrisa de Rathbone se convirtió en una mueca burlona.

– Vamos, Wilberforce. ¡No intente sonsacarme! ¡Oirá mi alegato de defensa a su debido tiempo, en la sala!

Lovat-Smith negó con la cabeza. Rathbone se despidió de él con cierta jactancia y se marchó. Lovat-Smith permaneció en la escalinata de la sala del tribunal, absorto en sus pensamientos, ajeno al bullicio que lo rodeaba, al gentío, al parloteo.