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– El señor Furnival regresó a la sala e informó de que el general había sufrido un accidente, ¿es eso cierto? -inquirió Lovat-Smith.

Hargrave mostraba el semblante grave, lo cual reflejaba tanto su circunspección profesional como su aflicción personal. El jurado lo escuchó con el respeto reservado a los miembros más distinguidos de ciertas profesiones, como los médicos, los sacerdotes y los abogados que se ocupaban de los legados de los difuntos.

– Cierto -respondió Hargrave con un atisbo de sonrisa en su rostro sonrojado y distinguido-. Supongo que se expresó de ese modo porque no deseaba alarmar a los invitados ni causar más angustia de la necesaria.

– ¿Por qué dice eso, doctor?

– Porque en cuanto salí al vestíbulo y vi el cuerpo me di perfecta cuenta de que estaba muerto. No era necesario ser médico para saberlo.

– ¿Podría describir las heridas, con el mayor lujo de detalles, doctor Hargrave?

Todos los miembros del jurado se rebulleron en el asiento con una mezcla de curiosidad y tristeza en la cara.

El semblante de Hargrave se ensombreció, aunque contaba con la experiencia médica suficiente para no necesitar que le explicaran la necesidad de relatar tal cosa.

– Por supuesto -respondió-. Cuando lo vi yacía boca arriba con el brazo izquierdo extendido más o menos a la altura del hombro, con el codo doblado. El brazo derecho se encontraba algo separado del cuerpo, la mano a unos treinta centímetros de la cadera. Tenía las piernas dobladas, la derecha debajo del cuerpo, de forma extraña, por lo que pensé que se la había roto por la pantorrilla; la izquierda presentaba una torcedura grave. Todas estas suposiciones resultaron ciertas. -En su cara apareció una expresión difícil de concretar; en todo caso no parecía tratarse de autocomplacencia. Ni por un instante desvió la mirada de Lovat-Smith para dirigirla a Alexandra, que se encontraba en el banquillo de los acusados frente a él.

– ¿Las heridas? -insistió Lovat-Smith.

– En aquel momento lo más visible era la contusión de la cabeza, la sangre que cubría el cuero cabelludo en la sien izquierda, donde se había golpeado contra el suelo. Había cierta cantidad de sangre, pero no excesiva.

El público de la galería estiró el cuello para ver a Alexandra. La respiración de todos y sus murmullos resultaban audibles.

– Permítame una aclaración, doctor. -Lovat-Smith levantó la mano, fuerte y de dedos cortos y finos-. ¿Sólo apreció una herida en la cabeza?

– Eso es.

– Como médico, ¿qué conclusión extrae de ello?

Hargrave se encogió ligeramente de hombros.

– Que cayó por encima del pasamanos y se golpeó la cabeza una sola vez.

Lovat-Smith se palpó la sien izquierda.

– ¿Aquí?

– Sí, aproximadamente.

– Sin embargo, ha dicho que lo encontró boca arriba, ¿no?

– Sí-respondió Hargrave con voz queda.

– Doctor Hargrave, el señor Furnival nos ha contado que tenía la alabarda clavada en el pecho. -Lovat-Smith caminó de un lado a otro de la sala y se volvió para mirar a Hargrave con expresión de estar concentrado-. ¿Cómo es posible que un hombre caiga de una galería encima de una lanza que se encuentra en posición vertical, ésta le atraviese el pecho y él aterrice de tal modo que sufra un golpe en la sien?

El juez lanzó una mirada a Rathbone. Éste apretó los labios. No tenía ningún motivo para protestar. No iba a negar que Alexandra había matado al general. Todo aquello era necesario, pero no aportaba ninguna luz sobre el móvil.

Lovat-Smith pareció sorprenderse de que su colega no le interrumpiera. En lugar de facilitarle las cosas, dio la impresión de que perdía el ritmo.

– Doctor Hargrave -añadió al tiempo que trasladaba el peso de su cuerpo de un pie al otro.

Un miembro del jurado se rebulló con inquietud en su asiento, y otro se rascó la nariz y frunció el entrecejo.

– No tengo la menor idea -contestó Hargrave por fin-. A mí me parece que la única explicación es que cayó de espaldas, como sería lo normal, y que de alguna manera dio una vuelta en el aire después… -Se interrumpió.

Lovat-Smith enarcó las cejas en una expresión inquisitiva.

– ¿Cómo dice, doctor? -Extendió los brazos-. ¿Cayó de espaldas, giró en el aire para que la alabarda le atravesara el pecho y luego, no se sabe cómo, volvió a girar para golpearse la sien contra el suelo? ¿Todo eso sin que se rompiera la alabarda o saliera de la herida? ¿Y luego efectuó otro giro para caer boca arriba con una pierna doblada debajo de la otra? Estoy sorprendido.

– Por supuesto que no -contestó Hargrave con gravedad y cara de preocupación.

Rathbone observó a los miembros del jurado y enseguida se percató de que Hargrave les agradaba y la actitud de Lovat-Smith los había irritado. Sabía que se trataba de algo deliberado; Hargrave era el testigo de Lovat-Smith, por lo que éste deseaba no sólo que les gustara sino que creyeran en su testimonio.

– Entonces ¿a qué se refiere exactamente, doctor?

Hargrave estaba muy serio. Tenía la vista fija en Lovat-Smith, como si ambos estuvieran hablando sobre alguna tragedia en su club de caballeros. Se oyeron débiles murmullos de aprobación entre los asistentes.

– A que debió de caer y golpearse la cabeza y luego volverse. La alabarda penetró en su cuerpo cuando se encontraba tendido en el suelo. Tal vez lo movieron, pero no necesariamente. Es posible que se golpeara la cabeza y luego rodara un poco hasta colocarse boca arriba. La cabeza formaba un ángulo extraño, pero no se había roto el cuello. Lo examiné y puedo dar fe de ello.

– ¿Debo entender que no fue un accidente, doctor?

– Eso es -respondió Hargrave, tenso.

– ¿Cuánto tardó en llegar a esa trágica conclusión?

– Pues desde que vi el cuerpo, supongo que un par de minutos. -Hargrave hizo un amago de sonreír-. El tiempo es un concepto extraño en esas circunstancias. Parece que se prolonga indefinidamente, como un camino recto que se extiende ante nosotros, y al mismo tiempo da la impresión de que se cierne sobre uno y resulta imposible de calcular. Un par de minutos no es más que una estimación, realizada a posteriori de forma racional. Fue uno de los momentos más terribles que recuerdo.

– ¿Por qué? ¿Porque sabía que una de las personas que se encontraban en la casa, uno de sus amigos, había asesinado al general Thaddeus Carlyon?

El juez lanzó de nuevo una mirada a Rathbone, que no se movió. El magistrado frunció el entrecejo al advertir que no pensaba protestar.

– Sí -respondió el médico con un hilo de voz-. Lo lamento, pero era inevitable. -Por primera y única vez miró a Alexandra.

– Lo entiendo -convino Lovat-Smith con aire grave-. Por consiguiente ¿informó a la policía?

– Eso es.

– Gracias.

Rathbone miró al jurado una vez más. Ni uno solo de sus miembros desvió la vista hacia el banquillo de los acusados. Alexandra observó a su abogado sin ira, sin sorpresa, sin esperanza.

Él sonrió y se sintió ridículo.

Capítulo 10

Monk escuchó con creciente angustia cómo Lovat-Smith interrogaba a Charles Hargrave. Éste se había ganado el respeto y la confianza del jurado, que escuchaba con suma seriedad y atención; aceptarían cualquier cosa que dijera sobre los Carlyon.

Rathbone no tenía nada que hacer y Monk era lo bastante inteligente para comprenderlo. Sin embargo, se sentía inquieto debido a su impotencia, y su ira aumentaba por momentos; cerraba los puños con fuerza y tensaba los músculos del cuerpo.

Lovat-Smith se encontraba frente al banco de testigos, no con elegancia, algo impropio de él, sino con una vitalidad que atraía la atención de los presentes con mayor eficacia. Además tenía una voz magnífica, resonante y muy característica, más propia de un actor que de un abogado.

– Doctor Hargrave, hace años que conoce a la familia Carlyon y ha sido su médico durante la mayor parte de ese tiempo, ¿no es así?