– ¿No había desvaríos, alucinaciones, desmayos, gritos? -insistió Rathbone.
– No; ya le he dicho que no. -Hargrave, que estaba irritado, lanzó una mirada al jurado, consciente de que contaba con su beneplácito.
– Díganos, doctor Hargrave, en qué diferiría este comportamiento del de alguien que acaba de sufrir una profunda conmoción y está sumamente afectado, incluso desesperado por la experiencia.
Hargrave vaciló unos instantes.
– No creo que hubiera ninguna diferencia -afirmó por fin-. Sin embargo ella jamás mencionó ninguna conmoción o descubrimiento.
– ¿Ni siquiera le insinuó que había descubierto que su esposo la engañaba con otra mujer? -inquirió Rathbone, mostrándose sorprendido.
– No; no dijo nada -repuso el médico inclinándose ligeramente-. Creo que ya he declarado que era imposible que descubriese tal cosa porque no era verdad. Esa aventura, por darle algún nombre, era fruto de su imaginación.
– O de la suya, doctor -puntualizó Rathbone.
Hargrave se ruborizó, más a causa de la turbación y la ira que por un sentimiento de culpa. No rehuyó la mirada de Rathbone.
– Ya he respondido a su pregunta, señor Rathbone -repuso con amargura-. Me atribuye palabras que no he pronunciado. No he afirmado que hubiera una aventura, sino que no la había.
– Eso es cierto -convino Rathbone al tiempo que se volvía hacia el público-. No había ninguna aventura, y la señora Carlyon no le mencionó ni sugirió en ningún momento que ése fuera el motivo de su profunda angustia.
– Eso es… -Hargrave titubeó, como si quisiera añadir algo más y no lograra encontrar las palabras adecuadas.
– El caso es que estaba sumamente angustiada por algo; ¿convendrá conmigo en eso?
– Por supuesto.
– Gracias. ¿Cuándo se percató por primera vez de que su estado de ánimo había cambiado?
– No recuerdo la fecha exacta, pero diría que fue en julio del año pasado.
– ¿Aproximadamente unos nueve meses antes de la muerte del general?
– Eso es. -Hargrave sonrió. Era un cálculo trivial.
– ¿Y no tiene la menor idea de que se produjera algún acontecimiento que provocara esa angustia?
– Ni la más remota idea.
– ¿Era el médico del general Carlyon?
– Sí, ya lo he dicho antes.
– Claro. Y ha comentado las escasas ocasiones en las que le consultó como médico. Por lo visto gozaba de una salud excelente y los médicos del ejército le habían curado las heridas que había sufrido en el campo de batalla.
– Creo que eso resulta obvio -replicó Hargrave, con evidente nerviosismo.
– Tal vez también le resulte obvio por qué no ha mencionado la única herida que le trató, pero a mí se me escapa -repuso Rathbone con gravedad.
Por primera vez Hargrave se mostró desconcertado. Abrió la boca, no articuló palabra y volvió a cerrarla. Se aferraba con fuerza a la barandilla.
En la sala reinaba un silencio absoluto.
Rathbone avanzó un par de pasos y se volvió.
El interés del público aumentó. Los miembros del jurado se removieron en sus asientos.
Hargrave apretó los dientes. No podía eludir la respuesta y lo sabía.
– Fue un accidente doméstico, una tontería -explicó al tiempo que levantaba un poco los hombros como para restar importancia al asunto y así justificar su omisión-. Estaba limpiando una daga decorativa, le resbaló de las manos y le hizo un corte en el muslo.
– ¿Usted vio cómo ocurría?
– Ah, no. Me llamaron porque la herida sangraba mucho y, como es natural, le pregunté qué había sucedido. Él me lo explicó.
– Entonces ¿no lo sabe con certeza? -Rathbone enarcó las cejas-. No me satisface, doctor. Pudo ser verdad, igual que pudo no serlo.
Lovat-Smith se puso en pie.
– ¿Es relevante ese incidente, Su Señoría? Entiendo el deseo de mi distinguido colega de distraer al jurado del testimonio aportado por el doctor Hargrave, de desacreditarlo de alguna manera, pero nos hace perder el tiempo sin ningún motivo.
El juez miró a Rathbone.
– Señor Rathbone, ¿tiene algún propósito en mente? Si no es así, debo ordenarle que siga adelante.
– Oh sí, Su Señoría -contestó Rathbone con más seguridad de la que Monk supuso que poseía-. Presumo que la herida puede tener una importancia vital para el caso.
Lovat-Smith se volvió al tiempo que levantaba las manos con la palma hacia arriba en un gesto expresivo.
Alguien en la sala del tribunal sofocó una risita.
Hargrave exhaló un suspiro.
– Descríbanos la herida, doctor -le pidió Rathbone.
– Era un corte profundo en el muslo, en la parte delantera, y un tanto desviado hacia la cara interior, justamente donde habría caído la daga mientras la limpiaba.
– ¿Qué profundidad tenía…? ¿Tres centímetros? ¿Cinco? ¿Y qué longitud, doctor?
– Tenía unos cuatro centímetros de profundidad y unos doce de largo -contestó Hargrave en tono cansino e irónico.
– Un corte bastante grave, entonces. ¿En qué dirección apuntaba? -preguntó Rathbone con una inocencia fingida.
Hargrave palideció.
En el banquillo de los acusados, Alexandra se inclinó por primera vez, como si por fin se hubiera dicho algo que no esperaba.
– Responda, por favor, doctor Hargrave -ordenó el juez.
– Pues, eh… hacia arriba -contestó el médico con cierta incomodidad.
– ¿Hacia arriba? -Rathbone parpadeó, y su incredulidad quedó manifiesta incluso en el movimiento de sus elegantes hombros-. ¿Quiere decir que iba desde más arriba de la rodilla en dirección a la ingle, doctor Hargrave?
– Sí -confirmó Hargrave con voz casi inaudible.
– ¿Cómo dice? ¿Podría repetirlo, por favor, para que le oiga el jurado?
– Sí-repitió Hargrave.
El jurado estaba asombrado. Dos de sus miembros se inclinaron. Uno se rebulló en su asiento, en tanto que otro frunció el entrecejo en un gesto que denotaba una profunda concentración. Desconocían la relevancia de aquel asunto, pero habían advertido la renuencia de Hargrave y la tensión que evidenciaba.
Incluso el público permanecía en silencio.
Un letrado de menos valía que Lovat-Smith habría protestado de nuevo, pero él sabía que ese acto no haría más que traicionar su propia incertidumbre.
– Díganos, doctor Hargrave -continuó Rathbone en voz baja-, ¿cómo es posible que el cuchillo que está limpiando un hombre le resbale de las manos de forma que se le clave hacia arriba, de la rodilla a la ingle? -Se volvió con lentitud-. De hecho, tal vez pueda explicarnos exactamente qué movimiento tenía en mente cuando… eh… se creyó lo que él le contaba. Supongo que sabe por qué un militar con su experiencia, nada más y nada menos que un general, demostró tanta torpeza limpiando una daga. Yo esperaría otra cosa de un militar. -Frunció el entrecejo-. En realidad, dado que soy un civil, no poseo dagas decorativas, pero no limpio mis objetos de plata ni mis botas.
– Ignoro por qué la limpió -aseguró Hargrave. Se inclinó hacia la barandilla, agarrado con fuerza al borde de ésta-. No obstante, como fue él quien sufrió el accidente, no tuve reparos en creerle. Tal vez se mostrara torpe porque normalmente no se encargaba de limpiarla. -Había cometido un error, se dio cuenta de inmediato; no tenía por qué intentar justificarlo.
– No puede saber que fue él quien sufrió el accidente, si es que se trataba de un accidente… -indicó Rathbone con suma cortesía-. Lo que querrá decir es que era él quien estaba herido.
– Si lo prefiere así -repuso Hargrave-. A mí me parece una nimiedad.
– ¿Y la forma en que la sostenía para causarse una herida como la que ha descrito antes? -Rathbone levantó la mano como si empuñara un cuchillo y dobló el cuerpo en varias posiciones para simular que se le caía y se cortaba hacia arriba. Saltaba a la vista que resultaba imposible, y entre los asistentes empezaron a oírse risitas nerviosas. Rathbone lanzó una mirada inquisidora al testigo.