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– ¡Muy bien! -exclamó Hargrave-. No pudo ocurrir como dijo. ¿Qué sugiere? ¿Que Alexandra intentó apuñalarlo? ¡Se supone que usted está aquí para defenderla, no para asegurarse de que acaba en la horca!

– Doctor Hargrave -intervino el juez en tono imperioso-, sus comentarios están fuera de lugar y son extremadamente perjudiciales. Retírelos de inmediato.

– Por supuesto -repuso el médico-. Lo siento. Sin embargo opino que es al señor Rathbone a quien debería amonestar. Carece de la capacidad necesaria para defender a la señora Carlyon.

– Lo dudo. Hace muchos años que conozco al señor Rathbone, pero si resulta que es incapaz, entonces la acusada puede apelar. -Miró a Rathbone-. Continúe, por favor.

– Gracias, Su Señoría. -Rathbone hizo una ligera reverencia-. No, doctor Hargrave, no pretendía sugerir que la señora Carlyon apuñaló a su esposo, sino que él debió de mentirle con respecto a la causa de la herida y que parecía indudable que alguien le clavó esa daga. Más adelante ofreceré mis explicaciones sobre quién pudo ser y por qué lo hizo.

Se produjo un alboroto fruto del interés despertado, y en los rostros de los miembros del jurado se proyectó la primera sombra de duda. Era la única ocasión en la que se les ofrecía un motivo para cuestionar el caso tal como Lovat-Smith lo había presentado. Era una sombra tenue, poco más que un parpadeo, pero evidente.

Hargrave se volvió para bajar del banco de los testigos.

– Una pregunta más, doctor Hargrave -se apresuró a decir Rathbone-. ¿Cómo vestía el general Carlyon cuando le llamaron para que le curara esa herida tan desagradable?

– ¿Cómo dice? -Hargrave lo miró con incredulidad.

– ¿Qué ropa llevaba el general Carlyon? ¿Cómo iba vestido?

– ¡No lo recuerdo, por el amor de Dios!… ¿Qué más da?

– Por favor, responda a mi pregunta. Seguro que se fijó cuando tuvo que cortar la prenda en cuestión para acceder a la herida.

Hargrave abrió la boca y la cerró al instante. Estaba pálido.

– ¿Sí? -dijo Rathbone con voz queda.

– No llevaba… -Hargrave pareció recordar-. Ya se la había quitado. Sólo vestía ropa interior.

– Comprendo. ¿No tenía puestos unos pantalones manchados de sangre? -Rathbone se encogió de hombros en un gesto elocuente-. ¿Alguien había intentado curarlo? ¿Estaba la ropa cerca de donde se encontraba?

– No; creo que no. No vi ninguna prenda.

Rathbone frunció el entrecejo con una expresión de interés renovado en el rostro.

– ¿Dónde se produjo ese… llamémoslo accidente, doctor Hargrave?

El médico vaciló.

– No… no estoy seguro.

Lovat-Smith se puso en pie; el juez lo miró y sacudió la cabeza.

– Si se dispone a protestar porque considera que esto es irrelevante, señor Lovat-Smith, le ahorraré la molestia. No lo es. Yo mismo deseo conocer la respuesta a esta pregunta. ¿Doctor Hargrave? Debe de tener alguna idea. No debió de moverse mucho con una herida como la que ha descrito. ¿Dónde lo atendió?

Hargrave estaba pálido, cabizbajo.

– En la casa de los señores Furnival, Su Señoría.

En la sala se produjo cierto revuelo y se oyeron suspiros. Casi la mitad de los miembros del jurado se volvió para mirar a Alexandra, cuyo rostro no denotaba más que una profunda incomprensión.

– ¿Dice que en la casa de los señores Furnival, doctor Hargrave? -inquirió el juez sin disimular su sorpresa.

– Sí, Su Señoría -contestó el médico con aflicción.

– Señor Rathbone, continúe… -ordenó el juez.

– Sí, Su Señoría. -Rathbone no estaba sorprendido, sino más bien tranquilo. Se volvió hacia Hargrave-. Entonces ¿el general estaba limpiando esa daga decorativa en casa de los Furnival?

– Eso creo. Según me contaron, se la estaba enseñando al joven Valentine Furnival. Era un objeto curioso. Me atrevería a decir que estaba explicándole cómo se utilizaba, o algo así…

En la sala se oyeron varias risas ahogadas. Rathbone esbozó una sonrisa irónica, aunque se abstuvo de hacer el comentario más obvio dadas las circunstancias. Decidió pasar a otro tema, lo que dejó sorprendidos a los presentes.

– Dígame, doctor Hargrave, ¿qué ropa llevaba el general cuando se marchó para regresar a su casa?

– La ropa con la que había ido, por supuesto.

Rathbone enarcó las cejas, y Hargrave se percató de que era demasiado tarde para rectificar.

– ¿Ah, sí? -exclamó Rathbone con sarcasmo-. ¿Con los pantalones rotos y manchados de sangre?

El médico no respondió.

– ¿Debo llamar de nuevo a la señora Sabella Pole -preguntó Rathbone-, que recuerda claramente el incidente?

– No, no. -Hargrave no disimulaba su enojo. Tenía los labios apretados, el rostro demudado-. Los pantalones estaban intactos, no tenían manchas. No estoy en condiciones de explicarlo, y lo cierto es que no le concedí mayor importancia en el momento. No era asunto mío. Yo me limité a curar la herida.

– Por supuesto -convino Rathbone con una sonrisa-. Gracias, doctor Hargrave. No tengo más preguntas que formularle.

El siguiente testigo fue el agente de policía Evan. Su testimonio entraba dentro de lo previsto y carecía de interés para Monk. Observó la expresión triste de Evan mientras relataba que lo habían llamado a la casa de los Furnival, cómo había encontrado el cadáver y había extraído las consecuencias inevitables, para luego interrogar a todos los presentes. Era evidente que todo aquello le resultaba doloroso.

Monk se dedicó a reflexionar sobre el juicio. Rathbone no podía basar la defensa en lo que tenía, por muy brillante que hubiera sido durante el turno de repreguntas. Era ridículo esperar que el abogado consiguiera con su interrogatorio que algún miembro de la familia Carlyon reconociera saber que el general abusaba de su propio hijo. Los había visto fuera, en el vestíbulo, bien erguidos en su asiento, enlutados, con expresión sosegada, de dolor circunspecto. Hasta Edith Sobell estaba con ellos y de vez en cuando observaba con preocupación a su padre. En cambio, Felicia se encontraba en la sala, ya que no había sido citada a declarar y, por consiguiente, podía asistir al juicio. Estaba muy pálida tras el velo, y rígida como una estatua de yeso.

Era imprescindible que descubrieran quién más se hallaba involucrado en el caso de pederastia, aparte del general y su padre. Cassian había mencionado a «otros». ¿A quiénes se refería? ¿Quién tenía ocasión de reunirse con el muchacho en un lugar lo bastante privado? Esto último era importante, pues nadie que se dedicara a tal actividad querría correr el menor riesgo de que lo supieran.

Los interrogatorios se sucedieron, pero Monk apenas prestó atención.

¿Algún otro miembro de la familia? ¿Peverell Erskine? ¿Era eso lo que Damaris había averiguado aquella noche y le había causado una profunda conmoción? Después de visitar a Valentine Furnival había bajado en un estado rayano en la histeria. ¿Por qué? ¿Se había enterado de que su esposo sodomizaba a su sobrino? Por otro lado, ¿qué había ocurrido allí arriba que le hubiera permitido descubrir una cosa así? Peverell se había quedado abajo, en la sala, según habían declarado todos, por lo que Damaris no pudo ver nada. Más aún, Cassian ni siquiera estaba en casa de los Furnival.

No obstante, ella había visto y oído algo. Era demasiada coincidencia que fuese la misma noche del homicidio. ¿De qué se trataba? ¿Qué había descubierto?

Fenton Pole también estaba presente. ¿Era él la otra persona que abusaba de Cassian y quizá por eso Sabella lo odiaba?

¿O era Maxim Furnival? ¿Acaso la relación existente entre el general y Maxim no sólo se basaba en un interés comercial mutuo, sino en el disimulo de un vicio mutuo? ¿Era ésa la razón de sus frecuentes visitas al hogar de los Furnival, algo que no tenía nada que ver con Louisa? Sería una amarga ironía, como sin duda le habría parecido a Alexandra.