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Sin embargo, ella no tenía conocimiento de que hubiera alguien más. Había pensado que matando al general acababa con el martirio, que libraba a Cassian de los abusos. No sabía de nadie más, ni siquiera del viejo coronel.

Evan seguía testificando. Ahora respondía a las preguntas de Rathbone, pero eran cuestiones superfinas, que sólo servían para aclarar información que ya se conocía. Evan no había descubierto nada que pusiera de manifiesto los celos de Alexandra y le costaba creer esa teoría.

Monk volvió a abstraerse en sus pensamientos. La herida en la pierna del general. ¿Era probable que se la hubiera ocasionado Cassian? Por lo que Hester había deducido tras observar y entrevistarse con el muchacho, éste albergaba sentimientos encontrados sobre los abusos, no estaba seguro de si estaba bien o mal, temía perder el amor de su madre, se mostraba reservado, halagado, asustado pero no totalmente disgustado. Incluso se había emocionado al mencionarlo, era el estremecimiento de sentirse incluido en el mundo adulto, de saber algo que los demás desconocían.

¿Lo habían llevado alguna vez a casa de los Furnival? Tenían que habérselo preguntado, pues era una omisión importante.

– ¿Llevó el general en alguna ocasión a Cassian al hogar de los Furnival? -le susurró a Hester, que estaba a su lado.

– No, que yo sepa -respondió ella-. ¿Por qué?

– El otro pederasta -contestó casi entre dientes-. Tenemos que descubrir quién es.

– ¿Maxim Furnival? -preguntó, sorprendida, levantando la voz sin darse cuenta.

– Cállense-masculló alguien con irritación.

– ¿Por qué no? -murmuró Monk-. Tiene que ser alguien que veía con regularidad y en privado al niño, y donde Alexandra no sospechara nada de lo que ocurría.

– ¿Maxim? -repitió con el entrecejo fruncido.

– ¿Por qué no? Es muy probable. ¿Quién acuchilló al general? ¿Rathbone lo sabe o espera que lo descubramos antes de que termine?

– Creo que esto último -respondió Hester con tristeza.

– ¡Silencio! -les increpó un hombre sentado detrás de ellos al tiempo que daba un golpecito a Monk en el hombro con el dedo índice.

La reprimenda enfureció a Monk, que enrojeció de ira, pero no se le ocurrió ninguna réplica satisfactoria.

– Valentine -dijo Hester de repente.

– ¡Cállense! -El hombre de delante se volvió con expresión de furia-. ¡Si no quieren escuchar, váyanse fuera!

Monk hizo caso omiso de la increpación. Claro, Valentine. Era unos años mayor que Cassian. Sería una primera víctima ideal. Además, todos habían mencionado lo mucho que apreciaba al general o, cuando menos, lo mucho que el general lo apreciaba a él. Visitaba al muchacho con frecuencia. Tal vez Valentine, aterrorizado, confundido, asqueado por el general y por sí mismo, había decidido defenderse.

¿Cómo saberlo? Y sobre todo, ¿cómo demostrarlo?

Se volvió hacia Hester y advirtió que en los ojos de ésta se reflejaban los mismos pensamientos.

Ella formó con los labios la frase «vale la pena intentarlo», y acto seguido su mirada se ensombreció debido a la angustia.

– Tenga cuidado -susurró con inquietud-. Si diese algún paso en falso, podría estropearlo todo.

Monk estuvo a punto de replicar, pero la realidad que encerraban aquellas palabras se impuso al orgullo y la irritación.

– Descuide -afirmó en voz tan baja que a Hester le costó oírle-. Lo haré de forma indirecta; primero intentaré encontrar pruebas.

A continuación se levantó, para desagrado de la persona que estaba a su lado, y echó a andar delante de la fila de asientos pisando pies y dándose golpes contra las rodillas de los demás; incluso estuvo a punto de resbalar antes de llegar a la salida. Su primera misión consistía en determinar las posibilidades materiales. Si Fenton Pole no había estado nunca a solas con Cassian o Valentine, no valía la pena sospechar de él. Los criados estarían al corriente, sobre todo los lacayos, pues eran ellos quienes sabían adonde iban sus señores en el coche de caballos de la familia y solían estar enterados de las visitas que recibían. Si Pole había sido lo bastante precavido para reunirse con los demás en otro lugar y luego parar un coche de caballos, resultaría mucho más difícil seguirle los pasos y tal vez sus esfuerzos serían en vano.

Debía empezar por lo más obvio. Detuvo un carruaje e indicó al cochero la dirección de Fenton y Sabella Pole.

Dedicó el resto de la tarde a interrogar a los sirvientes. Al comienzo se mostraron un tanto reacios a responder a sus preguntas porque consideraban que, dada su ignorancia de los hechos, guardar silencio era la opción más prudente y segura. Sin embargo, había una criada que había llegado a la casa con Sabella cuando ésta contrajo matrimonio y se mostraba leal a Alexandra, porque su señora también le era leal. Estaba más que dispuesta a contestar cualquier pregunta que Monk deseara formular y tenía medios para sonsacar al lacayo, al mozo de cuadra y a la doncella cualquier detalle que le interesara.

Sin duda el señor Pole conocía al general antes de entablar relación con la señorita Sabella. De hecho, fue el general quien los había presentado. Se trataba de información de primera mano, porque la sirvienta estaba presente en aquel momento. Sí, los dos se llevaban muy bien, mejor que con la señora Carlyon, por desgracia. ¿Por qué razón? No tenía la menor idea, pero la pobre señorita Sabella no deseaba contraer matrimonio, sino entrar en un convento. Nadie tenía nada que objetar al señor Pole. Era todo un caballero.

¿Conocía bien al señor y a la señora Furnival?

No mucho, al parecer habían empezado a relacionarse recientemente.

¿Visitaba el señor Pole al general con frecuencia en su casa?

No, casi nunca. El general iba al hogar de los Pole.

¿Solía venir acompañado del señorito Cassian?

Por lo que ella recordaba, no. El señorito Cassian venía en compañía de su madre para visitar a la señorita Sabella durante el día, en ausencia del señor Pole.

Monk le agradeció su amabilidad y se marchó. No parecía que Fenton Pole pudiera considerarse sospechoso; sencillamente no había tenido ninguna oportunidad.

A última hora de la tarde regresó caminando a Great Titchfield Street. Pasó junto a coches de caballos descubiertos mientras otras personas tomaban el fresco, las damas tocadas con cofias con lazos y ataviadas con vestidos con adornos florales; parejas que andaban cogidas del brazo charlaban, coqueteaban; un hombre paseaba a su perro. Llegó pocos minutos después de que Hester regresara del juicio. La notó cansada e inquieta, y el comandante Tiplady, sentado ya en una silla, mostró su preocupación por ella.

– Adelante, adelante, señor Monk -se apresuró a decir-. Me temo que las noticias no son demasiado alentadoras, pero tome asiento y las escucharemos juntos. Molly nos servirá una taza de té. ¿Quiere quedarse a cenar? Me parece que la pobre Hester necesita comer algo. Por favor, siéntese. -Le invitó a acomodarse sin apartar la mirada de Hester.

Monk se sentó y aceptó cenar con ellos.

– Disculpe. -Tiplady se puso en pie y se acercó renqueando a la puerta-. Avisaré a Molly y a la cocinera.

– ¿De qué se trata? -inquinó Monk-. ¿Qué ha ocurrido?

– Muy poco -le respondió Hester con voz cansina-. Lo que esperábamos. Evan ha referido la confesión de Alexandra.

– Ya sabíamos que eso llegaría en algún momento -apuntó Monk, a quien molestó el desaliento de Hester. Necesitaba su optimismo porque también él estaba asustado. Se habían planteado una misión ridícula, ya que no tenían ningún derecho a dar esperanzas a Alexandra.

– Ya lo sé -admitió ella en un tono que delató sus emociones-, pero me ha preguntado por lo ocurrido.

Se miraron fijamente. Compartieron un instante de entendimiento profundo, toda la compasión, la indignación, todos los sutiles matices del temor y la duda acerca de la función que les había tocado desempeñar en el caso. No dijeron nada porque las palabras resultaban innecesarias y, en todo caso, eran un instrumento demasiado burdo.