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El joven se marchó bien erguido, como si fuera un soldado en un desfile. Mientras Monk aguardaba en la trascocina, el corazón le latía a toda velocidad y los pensamientos se le agolpaban en la mente. Deseaba hablar con el muchacho, pero sabía lo sumamente delicado que era el tema y que una palabra o una mirada indiscreta podría hacerle guardar silencio para siempre.

– ¿Qué le trae por aquí esta vez, señor Monk? -le preguntó el mayordomo cuando apareció al cabo de unos minutos-. Estoy seguro de que todos le hemos contado lo que sabíamos sobre aquella noche. Ahora nos gustaría olvidarlo y seguir con nuestros quehaceres. ¡No permitiré que moleste a todas las sirvientas de nuevo!

– No he venido para ver a las sirvientas -repuso Monk en tono conciliador-. Me basta con un lacayo, y quizá, con el limpiabotas. Sólo deseo averiguar quién visitaba con frecuencia a los señores.

– Robert ha dicho algo sobre el señorito Valentine. -El mayordomo miró a Monk fijamente-. No puedo permitir que lo visite, al menos sin el permiso del señor o la señora, y ninguno de los dos se encuentra en la casa en estos momentos.

– Entiendo. -Monk prefería no discutir cuando no tenía posibilidades de ganar. Pospondría la entrevista con el muchacho para otra ocasión-. De todos modos me atrevería a decir que usted está al corriente de todo cuanto sucede en esta casa. ¿Puedo robarle unos minutos de su tiempo?

El mayordomo reflexionó por un instante. No era inmune a los halagos, siempre y cuando se disimularan de la forma adecuada, y, por supuesto, le agradaba que su labor se reconociera.

– ¿Qué desea saber en concreto, señor Monk? -Se volvió para dirigirse hacia su sala de estar, donde dispondrían de la intimidad necesaria en caso de que trataran asuntos delicados. Además, con independencia de esas consideraciones, aquella acción daba buena impresión al resto de la servidumbre. No resultaba correcto estar de pie hablando de asuntos privados ante los ojos de todos.

– ¿Con qué frecuencia visitaba el general Carlyon a la señora Furnival o a Valentine?

– Pues venía más a menudo hace algún tiempo, antes de que sufriera el accidente, señor.

– ¿Accidente?

– Sí, señor, cuando se hirió en la pierna.

– Se refiere a cuando se cortó con la daga. La estaba limpiando, se le cayó y se hizo un corte en el muslo.

– Sí, señor.

– ¿Dónde ocurrió? ¿En qué sala?

– Me temo que no lo sé, señor. Me parece que en alguna habitación del piso superior. Probablemente en la sala de estudio. Hay una daga decorativa allí, o al menos la había, pues no he vuelto a verla desde entonces. ¿Puedo preguntarle por qué desea saberlo, señor?

– Por ningún motivo en concreto, sólo que fue un suceso desagradable. ¿Alguna otra persona visitaba con frecuencia al señorito Valentine? ¿El señor Pole, por ejemplo?

– No, señor, que yo sepa. -El mayordomo seguía reflexionando en la primera pregunta.

– ¿Y el señor Erskine?

– No, señor, no tuve conocimiento de ello. ¿Y eso qué relación guarda con la muerte del general, señor Monk?

– No estoy seguro -contestó Monk con franqueza-. Creo que podría darse el caso de que alguien haya ejercido cierta… presión sobre el señorito Valentine.

– ¿Presión, señor?

– No quiero añadir nada hasta que lo sepa con seguridad. Podría calumniar a alguien sin fundamento.

– Entiendo. -El mayordomo asintió.

– ¿Sabe si el señorito Furnival visitaba a los Carlyon?

– Yo diría que no, señor. Creo que ni el señor ni la señora Furnival conocen al coronel y a la señora Carlyon, y su relación con los señores Erskine no es demasiado estrecha.

– Comprendo. Gracias. -Monk no estaba seguro de si se sentía aliviado o decepcionado. No quería que fuera Peverell Erskine, pero necesitaba descubrir de quién se trataba, y el tiempo transcurría inexorablemente. Tal vez fuese Maxim; al fin y al cabo, se trataba del sospechoso más evidente, pues estaba allí en todo momento. Otro caso más de padre que abusa de su hijo. Notó que se le encogía el estómago y que le dolían los dientes por tenerlos tan apretados. Era la primera vez que sentía, por fugaz que fuera, un atisbo de compasión por Louisa.

– ¿Algo más, señor? -preguntó el mayordomo con suma amabilidad.

– Creo que no. -¿Qué podía preguntar a ese hombre que le proporcionara una pista para revelar la identidad de la persona que había abusado de Valentine? Sin embargo, por insignificante que fuera la posibilidad de que se desvelara un secreto tan penosamente doloroso, y odiaba la idea de obligar al muchacho o tenderle una trampa, debía por lo menos intentar descubrir algo-. ¿Tiene idea de por qué el limpiabotas se comportó de forma tan extraña la noche de la muerte del general? -preguntó mirando al hombre a los ojos-. Me ha parecido un joven responsable y educado, no dado a la indisciplina.

– En efecto, señor, tiene razón. -Diggins meneó la cabeza. Monk no advirtió que se turbara-. El joven Robert se comporta con extrema corrección, es puntual, diligente, respetuoso, y se muestra ávido por aprender. No tengo nada que reprocharle, a excepción de ese episodio. Estuvo en el ejército, era tambor. Lo hirieron en algún lugar de la India. Le dieron una baja honorífica del servicio. Llegó aquí con muy buenas recomendaciones. No acierto a entender qué le pasó. No es propio de él. Se está preparando para ser lacayo y seguro que lo hará bien, aunque desde aquel día se conduce de forma un tanto extraña; pero lo que ocurrió nos ha afectado a todos, de modo que es lógico.

– No creerá que vio algo relacionado con el asesinato, ¿verdad? -inquirió Monk con la máxima indiferencia posible.

Diggins negó con la cabeza.

– No sé qué pudo ser, señor. En todo caso su obligación sería explicarlo. De todos modos, fue antes del asesinato, a última hora de la tarde, antes de que se dispusieran a cenar. Hasta entonces no había ocurrido nada lamentable.

– ¿Fue antes de que subiera la señora Erskine?

– Lo ignoro, señor -respondió el mayordomo-. Sólo sé que el joven Robert salió de la cocina en dirección a las escaleras traseras porque a la señorita Braithwaite, el ama de llaves, le había encargado un recado y casi choca con el general Carlyon en el pasillo. Se quedó allí como si estuviera paralizado y dejó caer al suelo toda la ropa que había recogido. Dio media vuelta y regresó a la cocina igual que si lo persiguiera el diablo. Hubo que clasificar toda la ropa e incluso volver a planchar algunas prendas. Como supondrá, a la lavandera no le hizo demasiada ilusión. -Se encogió de hombros-. No dijo nada a nadie, se quedó lívido y enmudeció. Tal vez se puso enfermo o algo así. Los jóvenes se comportan a veces de forma extraña.

– ¿Dice usted que el muchacho fue tambor? Seguro que estaba acostumbrado a ver cosas terribles…

– Yo diría que sí -contestó Diggins-. Nunca he estado en el ejército, pero me imagino que sí. Por la obediencia y el respeto que muestra hacia sus superiores, salta a la vista que ha recibido una formación excelente. Es un buen muchacho. Nunca volverá a hacer una cosa así, estoy convencido.

– No. Por supuesto que no. -Monk empezó a pensar con rapidez en cómo abordaría al joven, qué le diría; los desmentidos, lo desagradable de la situación y la vergüenza del muchacho. Aun cuando dudaba de si su postura era la adecuada y de cómo debía obrar de acuerdo con su honor, tomó una decisión-. Muchas gracias, señor Diggins. Le agradezco la ayuda que me ha prestado.

– Me he limitado a cumplir con mi obligación, señor Monk.

Poco después Monk salió a la calle sumido en un mar de dudas. Un tambor que había servido con Carlyon y luego se encuentra con él cara a cara, en casa de los Furnival, la noche del asesinato y huye. ¿Por qué motivo? ¿Terror, pánico, vergüenza? ¿O sencillamente por torpeza?

No, había sido soldado, aunque fuera poco más que un niño. No se le habría caído la ropa y habría huido por topar con un invitado.