– ¡William! Te lo ruego.
De repente Monk se sintió aturdido. ¿Le había propuesto algo con anterioridad, le había expresado sus sentimientos y ella le había rechazado? ¿Lo había olvidado él porque se trataba de un episodio doloroso y sólo recordaba que la amaba, no que Hermione no le correspondía?
Quedó estupefacto, abrumado por el sufrimiento y una soledad atroz y desoladora.
– William, me prometiste… -susurró ella con la vista fija en el suelo-. No puedo. Ya te lo dije, me das miedo. Lo lamento tanto como tú, pero no puedo. No quiero… preocuparme tanto por nada ni por nadie. Trabajas demasiado, te enfureces de forma exagerada, te implicas en exceso en las tragedias y las injusticias que padecen los demás; luchas con denuedo por conseguir tu propósito, estás dispuesto a pagar más que yo… por todo, y sufres demasiado cuando pierdes. -Tragó saliva y levantó la mirada con ojos suplicantes-. No deseo sentir todo eso. Me atemoriza. Me asustas. Yo no amo de ese modo, y no quiero que tú me ames así, no soy capaz de estar a la altura y me despreciaría si lo intentara. Quiero… -Se mordió el labio inferior-. Quiero tranquilidad, no preocupaciones.
¡No quería preocupaciones! ¡Por todos los santos!
– ¿William? No te enfades -añadió ella-, pero no puedo evitarlo, ya te lo expliqué en su momento. Pensé que lo habías entendido. ¿Por qué has vuelto? No harás más que estropear las cosas. Ahora estoy casada con Gerald, y se porta bien conmigo, pero no creo que le guste saber que has regresado. Te está agradecido porque demostraste mi inocencia, de veras… -Hablaba de forma atropellada, y Monk notó que estaba atemorizada-. Por supuesto, yo siempre te estaré agradecida. Me salvaste la vida… y mi reputación… no lo he olvidado, pero, por favor… no puedo… -Se interrumpió. Le desconcertaba el silencio de Monk y no sabía qué más añadir.
Por mor de su dignidad y amor propio, debía asegurarle que se marcharía de forma discreta, que no la pondría en una situación comprometida. De todas maneras, no tenía ningún sentido permanecer allí. Ya sabía por qué se había marchado en el pasado. Ella no estaba a la altura de su pasión. Tenía un hermoso envoltorio, delicado al menos en apariencia, producto del temor a lo desagradable, no de la compasión, como hubiera sido el caso de una mujer menos superficial. Sin embargo, era más frívola que él, incapaz de corresponderle. No quería problemas; había algo de egoísmo innato en su interior.
– Me alegro de que seas feliz. -Le costaba articular las palabras-. No tienes por qué tener miedo. No me quedaré. He venido desde Guildford y debo estar en Londres mañana a primera hora; tengo un juicio importante entre manos. Ella… la acusada… me recordó a ti. Quería verte y saber cómo iban tus cosas. Ahora ya lo sé, ya tengo suficiente.
– Gracias. -El rostro de ella reflejó alivio-. Preferiría que Gerald no se enterara de que has estado aquí. No… no le parecería bien.
– Entonces no se lo digas -se limitó a sugerirle Monk-. Y si la criada lo menciona, dile que no era más que un viejo amigo que quería saber de ti y desearte toda la felicidad del mundo.
– Estoy bien y soy feliz. Gracias, William. -Hermione se turbó un tanto, quizás al darse cuenta de la dureza con la que había hablado. Sin embargo, no tenía intención de pedir disculpas.
Ni siquiera le ofreció un refrigerio. Quería que se marchara antes de que su esposo regresara de donde fuera que hubiese ido, quizá de la iglesia.
Quedarse no sería digno ni merecía la pena. No sería más que una muestra de egoísmo, en cierto modo un deseo de venganza del que luego se arrepentiría.
– En ese caso volveré a la estación y tomaré el próximo tren con destino a Londres. -Se dirigió hacia la puerta, y ella se apresuró a abrirla y le dio las gracias de nuevo.
Se despidieron y dos minutos más tarde Monk se encontró caminando por el sendero bajo los árboles, cuyas hojas, mecidas por el viento y calentadas por el sol, servían de palco a los pájaros. En los setos asomaban brotes blancos de espino que inundaban el aire de un aroma tan dulce que, sin esperarlo, estuvo a punto de echarse a llorar, no por autocompasión ante la pérdida de un amor, sino porque lo que había deseado con todas sus fuerzas nunca había existido, no en ella. Había pintado en su hermoso rostro y modales corteses un reflejo de sus anhelos, lo que resultaba tan injusto para ella como para él.
Parpadeó y apretó el paso. A menudo era un hombre duro, cruel, exigente y brillante, de una voluntad inquebrantable cuando del trabajo y la búsqueda de la verdad se trataba, por lo menos así había sido, y no podía negarse que era valiente. Por muchos cambios que deseara introducir en su vida, estaba convencido de que conservaría ese aspecto de su personalidad.
Hester pasó gran parte del domingo, con la ayuda involuntaria de Edith, en compañía de Damaris. En esta ocasión no vio a Randolf ni a Felicia Carlyon, ya que entró por la verja y puerta que conducían al ala en la que residían Damaris y Peverell, donde cuando lo deseaban disfrutaban de cierta intimidad. No le apetecía hablar con Felicia, por lo que agradeció no verse obligada a mostrarse cortés para llenar los silencios que, sin duda, se producirían si se encontraban. Además, se sentía un tanto culpable por lo que intentaba hacer y por el dolor que causaría a la familia.
Deseaba ver a Damaris a solas, sin temor a que nadie, y mucho menos Felicia, las interrumpiera, para plantearle los terribles descubrimientos de Monk y, quizá, sonsacarle la verdad de la noche del asesinato.
Sin saber por qué, Edith había accedido a distraer a Peverell y mantenerlo alejado de la casa con el primer pretexto que se le ocurriera. Hester sólo le había comentado que necesitaba hablar con Damaris con el fin de abordar un asunto delicado y tal vez doloroso que guardaba relación con un hecho cuya verdad debían descubrir. Le remordía la conciencia por no haberle explicado de qué se trataba, pero si se lo hubiera contado la habría forzado a tomar una determinación, y no osaba cargar a Edith con semejante responsabilidad por temor a que se precipitara y el amor que profesaba a su hermana fuera mayor que el deseo de revelar la verdad. Además, si la verdad era tan espantosa como sospechaban, era mejor para ella que no hubiera ayudado a sacarla a la luz de forma consciente.
Estos pensamientos se repetían una y otra vez en su mente cuando se sentó en la distinguida y lujosa sala de estar de Damaris para esperarla.
Recorrió la estancia con la mirada. Era propia de Damaris, convencional y atrevida a la vez, la comodidad de la riqueza y del gusto exquisito, la seguridad del orden establecido y, junto a todo esto, su faceta díscola, la emoción de la indisciplina. De una pared colgaban paisajes, de otra dos reproducciones de William Blake. En la misma estantería coincidían obras religiosas, filosóficas y libros de las tendencias políticas más atrevidas. Los adornos eran románticos o blasfemos, caros o imitaciones burdas, prácticos o inútiles, el gusto personal al lado del afán de sorprender. Era la sala de dos personas totalmente diferentes o de un ser que deseaba poseer lo mejor de dos mundos opuestos, realizar atrevidos viajes exploratorios y, al mismo tiempo, conservar la comodidad y seguridad de lo conocido.
Damaris entró vestida con un traje a todas luces nuevo, pero con un corte de estilo tan antiguo que recordaba la moda del imperio napoleónico. Era llamativo y, como enseguida observó Hester, sumamente favorecedor, pues tenía un diseño mucho más natural que el actual, con sus numerosas capas de enaguas rígidas y miriñaques. Además, parecía mucho más cómodo de llevar, aunque pensó que casi con toda seguridad Damaris lo lucía para llamar la atención más que por comodidad.
– Cuánto me alegro de verte -aseguró Damaris con cariño. Estaba pálida y tenía sombras negras bajo los ojos que ponían de manifiesto que últimamente no dormía bien-. Edith me ha dicho que querías hablar conmigo sobre el caso. No sé qué puedo decirte. Es un desastre, ¿verdad? -Se dejó caer en el sofá y, sin pensárselo dos veces, colocó los pies encima. Dedicó una sonrisa afectuosa a Hester-. Me temo que Rathbone está un poco perdido, no es lo bastante inteligente para sacar a Alexandra de esto. -Hizo una mueca-. De todos modos, por lo que he visto, ni siquiera parece intentarlo. Cualquier abogado de menos reputación habría hecho lo mismo que él. ¿Qué ocurre, Hester? ¿Cree que no vale la pena?