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— A él se lo han parecido nuestros nombres. Quizá nos crea alemanes.

Y dirigiéndose al generaclass="underline"

— Sprechen Sie Deutsch?

El silencio fue la respuesta.

— Taler ni svensk? Nederlands? Döns tunga? Parlez-vous français? ¿Habla usted español? — continuo.

El jefe de policía se aclaró otra vez la garganta y, señalándose a sí mismo, pronunció:

— Cadwallader Mac Barca. El general se llama Cynyth ap Ceorn.

O así, al menos, interpretó la mente sajona de Everard los ruidos que percibiera.

— Céltico; de acuerdo — concluyó. El sudor le bañaba las axilas —. Pero sólo para asegurarme…

Y señaló, interrogativo, a los otros hombres, recibiendo en respuesta denominaciones como Hamilcar ap Angus, Asshur yr Cathlann y Finn O’Carthia.

— No — se dijo —; se percibe aquí un claro elemento semítico también. Ello concuerda con su alfabeto.

Van Sarawak se mojó los labios.

— Pruebe las lenguas clásicas — indicó secamente —. Quizá así podamos descubrir dónde la Historia se ha vuelto loca.

— Loquerisne, latine? No obtuvo respuesta. — Ἑλλευιζεισ?

El general Ap Ceorn dio un respingo, se atusó el bigote y entornó los ojos.

— Hellenach? — preguntó —. Irn Parthia?

Everard sacudió la cabeza y dijo lentamente:

— Por lo menos han oído hablar el griego.

Pronunció unas pocas palabras más, pero nadie conocía aquella lengua.

Ap Ceorn ordenó algo a uno de sus hombres, que hizo una reverencia y salió. Hubo un largo silencio.

Everard se dio cuenta de que no tenía miedo. Estaba en mal lugar, ciertamente, y podía no vivir mucho, pero lo que a él le sucediese era ridículamente insignificante comparado con lo que habían hecho al mundo entero.

¡Dios del cielo! ¡Al Universo!

No podía comprenderlo. En su mente surgía vivo el recuerdo de las tierras que él conocía: anchas llanuras, altas montañas y altivas ciudades. Recordó la seria imagen de su padre y rememoró cuando él era pequeño y aquel lo levantaba en alto y reía. Y su madre… Habían vivido bien, los dos unidos.

Había habido una muchacha, a quien conoció en el colegio; la coquetilla más dulce con quien un hombre podía pasear bajo la lluvia; y Bernie Aaronson; las noches de tertulia con cerveza, humo y charla; Phil Brackney, que le había recogido de entre el barro una noche, en Francia, cuando las ametralladoras barrían un campo desolado; Charlie y Mary Whitcomb, una noche en Londres; y Keith y Cvnthia Dennison, en su nido cromado en Nueva York; John Sandoval, muerto entre las quemadas rocas de Arizona; un perro que había tenido una vez; diaspar y la cuesta de Moyano, el puente de la Puerta del Oro; los austeros cantos del Dante; el retumbante trueno de Shakespeare… ¡Dios!, y las vidas de quién sabe cuántas miles de millones de criaturas humanas afanándose, sufriendo, riendo y pasando al polvo para dejar sitio a sus hijos… Todo aquello no había existido nunca.

Sacudió la cabeza, ofuscado por el dolor y privado de verdadera comprensión. El soldado volvió con un mapa y lo extendió sobre el pupitre. Ap Ceorn hizo un breve gesto, y Everard y Van Sarawak se inclinaron sobre él.

Sí; era la Tierra, en proyección Mercator, mostrada en una forma arbitraria que resultaba bastante inexacta. Los continentes y las islas estaban allí, en brillantes colores, pero las naciones serán distintas.

— ¿Puede usted leer esos nombres, Van?

— Puedo probar, sobre la base del alfabeto hebreo — admitió el venusiano.

Empezó a leer nombres en voz alta. Ap Ceorn le corregía la pronunciación. Norteamérica, hasta Colombia, era llamada Ynys yr Afallon, al parecer, una comarca dividida en Estados; Sudamérica era toda ella un gran reino, Huy Braseal; y algunas pequeñas comarcas, cuyos nombres parecían indios. Australasia, Indonesia, Borneo, Birmania, India Oriental y una buena parte del Pacifico formaban el Hinduraj. Afganistán y el resto de la India eran Punjab. Han incluido Corea, China, Japón y la Siberia Oriental; Littorn poseía ambas Rusias y se internaba profundamente en Europa; las Islas Británicas eran Brittys; Francia y Países Bajos, Gallis; la península Ibérica, Celtan. Europa Central y los Balcanes estaban divididos en pequeñas naciones, algunas de las cuales tenían nombres que parecían hunos. Suiza y Austria eran llamadas Helveti; Italia, Cimbrilandia; la península Escandinava estaba partida por medio: Svea, al Norte, y Gothland, al Sur. El norte de Africa parecía formar una confederación que abarcaba desde Senegal a Suez y llegaba casi al Ecuador, con el nombre de Carthalagann; la parte sur de este continente se subdividía en reinos menores, muchos de los cuales llevaban nombres puramente africanos. El Próximo Oriente contenía Parthia y Arabia.

Van Sarawak levantó los ojos. Había lágrimas en ellos.

Ap Ceorn hizo una pregunta. Quería saber de dónde eran. Everard se encogió de hombros y señaló al cielo. No podía confesar la verdad. El y Van Sarawak habían convenido en decir que eran de otro planeta, porque en este mundo apenas había viajes en el tiempo.

Ap Ceorn habló al jefe de policía, que asintió y dio una respuesta. Los presos fueron llevados de nuevo a su celda.

3

— Y ahora, ¿qué?

Van Sarawak se dejó caer en su catre y miró al suelo.

— Seguiremos el juego — respondió calmosamente Everard —. No, no es posible coger el saltador y escapar. Una vez que estemos libres, podremos tomar resoluciones.

— Pero… ¿qué sucedió?

— ¡Le digo que no lo sé! Al pronto parece como si algo hubiese enzarzado a grecorromanos y celtas y llevasen estos la mejor parte, pero no podría decir lo que fue.

Everard recorrió la estancia. Una amarga resolución se incubaba en él. Dijo:

— Recuerde usted su teoría básica. Los sucesos son el resultado de una combinación. No tienen causas únicas. Por eso es tan difícil cambiar la Historia. Si yo regreso, por ejemplo, a la Edad Media y mato a uno de los holandeses antecesores de F.D.R., este nacería, sin embargo, en el siglo XIX, porque él y sus genes eran resultado del mundo entero de sus antepasados y habría habido compensación. Pero, de tiempo en tiempo, ocurre un hecho clave. Cualquier suceso es un vínculo entre tantas líneas mundiales que sus consecuencias son decisivas para todo el futuro. En cierto modo, y por cierta razón, alguien ha escamoteado uno de los hechos en el pasado.

— Ya no habrá una ciudad Hesperia — murmuró Sarawak —. Ya no se sentará uno junto a los canales en el crepúsculo azul, no habrá más vendimias ni… ¿Sabia usted que tengo una hermana en Venus?

— ¡Cállese! — casi gritó Everard —. Ya lo sabía. ¡Al diablo con ello! Lo que importa es qué podemos hacer… Mire — prosiguió después —: la Patrulla y los danelianos han sido borrados. (No me pregunte por qué no lo fueron siempre ni por qué es esta la primera vez que volvemos de un remoto pasado para encontrar cambiado el futuro. No entiendo las paradojas del tiempo mudable. Lo hemos hecho: eso es todo.) Pero, aun así, algunas oficinas y recursos de la Patrulla anteriores a la crisis han debido de subsistir. Debe de haber aún unos cientos de agentes a los que reclutar.

Si podemos localizarlos…

— Después, quizá encontrase el hecho clave y anularemos cualquier interferencia que haya en él. ¡Ya lo hemos hecho otras veces!

— ¡Agradable pensamiento! Pero…

Se oyeron sonar pisadas fuera. Una llave chirrió en la cerradura. Los prisioneros se echaron atrás. Luego, inmediatamente, Van Sarawak se inclinó y, radiante, empezó a ensartar galanterías. El mismo Everard quedó boquiabierto. La chica que entró, al frente de tres soldados, era para ellos. Alta, con una mata de cabellos rojizos que le llegaba hasta la esbelta cintura; los ojos, verdes y luminosos; la cara, imagen de todas las hadas irlandesas que en el mundo han sido; la larga y blanca túnica envolvía un cuerpo digno de figurar en los muros de Troya. Everard notó que ya por entonces se usaban cosméticos, pero esta muchacha no los necesitaba. En cambio, no paró mientes en sus joyas de oro y ámbar ni en el piquete de soldados que la acompañaba. Ella sonrió, un poco tímidamente, y preguntó: