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Los teutones habían reemplazado totalmente a los latinos en Italia, corno los ingleses a los bretones en el mundo de Everard.

— Ya sé lo que sientes — contestó el patrullero —.

Es raro que tengan que luchar tantos, cuando tan pocos lo desean.

— Pero es nuestra obligación. Carthagalann robó a Egipto nuestra legítima propiedad.

«Italia irredenta», murmuró Everard.

— ¿Eh?

— Nada. De modo que vosotros, los cimbrios, estáis aliados con Littorn y esperáis echar mano a Europa y a Africa, mientras los grandes poderes luchan en el Este.

Nada de eso — respondió indignado Boierik —. Estamos simplemente sosteniendo nuestras justas e históricas reivindicaciones territoriales.

Pues el rey mismo dice… — y desgranó las justificaciones de siempre.

Everard se asió a la barandilla para resistir el balanceo de la lancha.

— Estimo que nos tratáis a los brujos un tanto duramente. Tened cuidado, no sea que nos encolericemos de veras.

— Todos nosotros estamos protegidos contra encantos y hechizos.

— Bien…

— Deseo que nos ayudes espontáneamente. Me complacerá demostrarte la justicia de nuestra causa, como lo haré si puedes disponer de algunas horas.

Everard movió la cabeza, anduvo unos pasos y se detuvo ante Deirdre, cuya faz era solo un borrón en la oscuridad creciente; pero él captó una desesperada furia en su voz.

— Espero que les digas que no te importan sus planes.

— No — repuso lentamente Everard —. Vamos a ayudarles.

Ella pareció fulminada.

— ¿Qué está diciendo, Manse? — preguntó Van Sarawak.

Everard se lo dijo.

— ¡No! — exclamó Van.

— ¡Sí! — afirmó Everard.

— ¡Vive Dios, que no! Yo…

Everard le cogió del brazo y añadió fríamente:

— Estese quieto. Sé lo que me hago. No podemos tomar partido en este mundo; estamos contra todos y será mejor que lo comprenda. Lo único que podemos hacer es seguirles el juego una temporada. Y no se lo diga a Deirdre.

Van Sarawak agachó la cabeza y estuvo un momento pensando. Luego convino mansamente:

— Bueno.

7

El refugio de los líttornianos estaba en la playa meridional de Nantucket, cerca de un pueblo pesquero, pero vallado y separado de él. La Embajada lo había construido al estilo de su madre patria: casas largas, de troncos, con tejados curvos, cual el lomo de un gato; un vestíbulo principal y dependencias accesorias, que incluían un pequeño corral. Everard, tras una noche de sueño, tomó un desayuno que hicieron penoso los ojos de Deirdre, y permaneció sobre cubierta mientras llegaban a un muelle particular. Otra lancha mayor estaba allí ya; y los campos rebosaban de hombres de aspecto rudo. Los ojos de Arkonsky brillaron de entusiasmo al decir, en afallonio:

— Ya veo que han traído el aparato mágico. Ahora podemos ir derechos al trabajo.

Cuando Boierik se lo tradujo, el corazón de Everard latió con violencia.

Los huéspedes — como el cimbrio insistía en llamarles — fueron llevados a una amplísima estancia, en la que Arkonsky dobló la rodilla ante un ídolo con cuatro caras; aquel Svantevit que los daneses habían hecho astillas en la otra Historia. Un fuego ardía en el hogar, a causa del frío invernizo, y había guardias apostados junto a las paredes. Everard solo tuvo ojos para el saltador, que relucía sobre el suelo.

— Oí decir que la lucha fue ardua en Catuvellaunan en torno a este aparato — comentó Boierik —.

Murieron muchos, pero los nuestros escaparon con él sin ser seguidos.

Tocó uno de los mandos.

— Y este chisme, ¿puede verdaderamente aparecer en el aire donde desee?

— Sí — respondió Everard.

Deirdre le dirigió una mirada de reproche, tal como muy pocas veces hiciera. Se apartó altivamente de él y de Van Sarawak.

Arkonsky le dirigió unas palabras que deseaba le tradujera. Ella le escupió a los pies. Boierik suspiró y dirigió la palabra a Everard.

— Deseamos una demostración del aparato. Tú y yo daremos un paseo en él. Te advierto que tendrás un revólver a tu espalda. Antes me dirás dónde piensas ir, y si ocurre algo distinto, dispararé. Tus amigos quedarán aquí, en rehenes, y se les matará también a la primera sospecha. Pero estoy seguro — añadió — de que todos seremos buenos amigos.

Everard asintió. Se puso tenso, sintió las palmas de sus manos húmedas y frías.

— Primero debo recitar un conjuro — respondió. Sus ojos llamearon. Una mirada le permitió leer las coordenadas espacio-tiempo en los cuadrantes del saltador; otra le mostró a Van Sarawak sentado en un banco, guardado por la pistola de Arkonsky y los fusiles de los guardias. Deirdre estaba, también rígidamente sentada, todo lo lejos de él que podía.

Everard hizo un cálculo de la posición del banco respecto al vehículo, levantó los brazos y empezó a decir en temporaclass="underline"

— Van; voy a intentar sacarlos a ustedes de aquí. Permanezcan exactamente donde están; repito: exactamente. Les recogeré en vuelo si todo va bien; ello sucederá, aproximadamente, un minuto después que yo haya desaparecido con nuestro peludo camarada.

El venusiano permaneció impasible, pero un ligero sudor apareció en su frente.

— Muy bien — continuó Everard en su jerga címbrica —. Monta en el asiento de atrás, Boierik, y pondremos en marcha este caballo mágico.

El rubio asintió y obedeció. Como Everard ocupaba el asiento delantero, sintió en la espalda la débil presión de una pistola.

— Di a Arkonsky que estaremos de vuelta dentro de media hora.

Los dos mundos tenían las mismas medidas de tiempo aproximadamente, puesto que ambos las tomaron de los babilonios. Después de esta precaución, Everard le indicó:

— Lo primero que haremos será aparecer en pleno aire, sobre el océano, y revolotear.

— E… es… tupendo — replicó Boierik, sin parecer muy convencido.

Everard fijó los mandos espaciales para quince kilómetros al Este y trescientos metros de altura, y accionó el conmutador principal.

Iban sentados, como brujas en su escoba, mirando hacia abajo, a la inmensidad verde-gris que era el mar y a la distante mancha que la Tierra parecía. El viento era fuerte y Everard se afirmó sobre sus rodillas al sentirlo. Oyó una exclamación de Boierik y sonrió con disimulo.

— Bien — preguntó — ¿qué te parece?

— Pues… es admirable. Los globos no son nada junto a esto. Con máquinas como esta podemos elevarnos por encima de las ciudades enemigas y llover fuego sobre ellos.

En cierto modo, aquellas palabras hicieron a Everard sentirse menos culpable por lo que iba a hacer.

— Ahora — anunció — volaremos hacia delante — y lanzó el vehículo deslizándose en el aire. Boierik gritaba entusiasmado —. Y ahora — añadió — daremos el salto instantáneo hacia tu tierra natal.

Everard accionó el control de maniobra. El vehículo rizó el rizo y descendió a triple aceleración. Aun prevenido, el patrullero apenas se sostuvo.

Nunca supo si fue la curva que describió el aparato o la zambullida lo que precipitó al espacio a Boierik. Solo un momento tuvo el atisbo del hombre precipitándose en el mar a través del espacio, y deseó no haber hecho aquello.

Durante algunos instantes, Everard estuvo suspendido sobre las olas. Su primera reacción fue un estremecimiento. («Supongamos — se dijo — que Boierik hubiese tenido tiempo de disparar.») La segunda, de una gran culpabilidad. Pero se impuso a ambas, concentrando su pensamiento en el problema de rescatar a Van Sarawak. Puso los micrómetros espaciales a medio metro de distancia del banco de los prisioneros, y los que medían el tiempo, a un minuto después de su partida. Mantuvo su mano derecha cerca de los controles y la izquierda libre.