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Piers Anthony

Desafío Total

Título originaclass="underline" Total Recall

Traducción: Elías Sarhan

1 – Marte

Dos lunas pendían en el cielo rojo oscuro. Una estaba llena; la otra, creciente. Una parecía tener cuatro veces el diámetro de la otra; y ninguna de las dos era exactamente redonda. De hecho, se podría haber descrito a las dos de forma apropiada diciendo que tenían forma de huevo: un huevo de pollo y uno de petirrojo. O incluso como patatas, una grande y una pequeña.

La grande era Fobos, llamada así por la personificación del miedo: la clase de miedo que se apoderaba de los ejércitos y causaba su derrota. La pequeña era Deimos, la personificación del terror. Aquellos nombres resultaban apropiados, ya que se trataba de los compañeros del antiguo dios romano de la guerra y la agricultura, Marte.

El paisaje de Marte era feo. Hasta el mismo horizonte, que estaba mucho más cerca de lo que hubiera estado en la Tierra, había formaciones rocosas desnudas, rebordes de piedra y polvo. Bien pudo haberse librado una guerra aquí, una que destrozara el terreno; pero quedaba claro que no había agricultura. Era tierra de nadie, en el sentido más literal de la palabra.

Douglas Quaid estaba de pie en la superficie irregular ligeramente ascendente. Llevaba un traje espacial ligero con dispositivo respiratorio, ya que la presión atmosférica era sólo una ciento cincuentava parte de la de la Tierra al nivel del mar, y la temperatura de unos treinta y ocho grados bajo cero. Debería de haber nieve ártica, si el escaso aire hubiera tenido el suficiente vapor para formarla. Cualquier fallo de su traje, cualquier desgarrón con el borde de una roca, le mataría tan rápidamente como si estuviese en el espacio exterior. Casi lo único que tenía Marte a su favor era que el vacío del espacio no poseía gravedad: la de aquí era un poco superior a un tercio de la de la Tierra. Por lo menos, te daba alguna idea de lo que era arriba y lo que era abajo, y te permitía caminar.

Quaid casi no necesitaba la baja gravedad para ayudarse a caminar. Era un hombre recio, tan musculoso que ni siquiera el traje espacial podía ocultar su físico. Parecía irradiar fuerza bruta. Sus facciones cinceladas en el interior del casco tenían un aspecto decidido, reflejaban una voluntad indómita. Quedaba claro que no se encontraba ahí por accidente. Tenía una misión que cumplir, y ni el infierno que era este planeta le iba a detener por mucho tiempo.

Escudriñó el horizonte. Al girar, el terreno irregular cambió, hasta elevarse y convertirse en la montaña más extraordinaria conocida en el sistema solar: el Monte Olimpo, que ascendía dieciséis kilómetros por encima del punto en el que se encontraba. En su totalidad se aproximaba a los veintidós kilómetros, más del triple de altura que la montaña más alta de la Tierra: el Mauna Loa de Hawai, cuya masa, en su mayor parte, quedaba oculta debajo del Océano Pacífico. Al igual que aquélla, ésta era volcánica, pero a una escala desconocida en la Tierra. La base de su cono tenía unos 500 kilómetros de diámetro, con ríos de lava extendiéndose radialmente, ahora congelados. Una escarpa poderosa de unos tres kilómetros de altura rodeaba su ladera, definiéndola de forma extraña aunque clara. El Monte Olimpo era una maravilla que hacía que incluso un hombre como Quaid se detuviera a admirarla.

Hubo un sonido a su espalda, más audible como vibración en la roca que como cualquier otra onda en la escasa atmósfera. Alguien se acercaba: una mujer. Quaid se volvió como si la esperara, sin sentir sorpresa alguna, y la miró con ojos apreciativos. Valía la pena contemplarla: estaba tan bien formada para su sexo como él para el suyo…, voluptuosa bajo el traje espacial. Detrás del visor, se percibía que su cabello era castaño y sus ojos grandes y oscuros. Ella le devolvió el escrutinio, y la postura que adoptó dejó entrever el interés que sentía: si aún no estaba enamorada de él, lo empezaba a estar en ese momento.

¡Pero no era el lugar apropiado para un romance! Los trajes habrían hecho que cualquier cosa interesante resultara imposible, aunque ellos lo desearan. Éste era un asunto serio.

Ella dio media vuelta y se encaminó a una montaña con forma de pirámide que él había pasado antes por alto. A pesar de que no entraba en la escala del Olimpo, era lo bastante grande como para impresionar. Parecía casi artificial en su simetría. ¿Cómo había llegado a estar en Marte algo tan peculiar? Bueno, no era más misterioso que los rostros humanos esculpidos en las rocas, o los diversos artefactos alienígenas dispersos por los alrededores, evidencia clara de que el hombre no fue el primero en llegar aquí.

Quaid la siguió, lamentando que sólo el casco de ella fuera transparente. Aun así, era un placer observarla andar. Le condujo hasta una sinuosa abertura en la ladera de la montaña, a todas luces una grieta que se había producido durante una de las erupciones. Se trataba de una cueva de paredes casi verticales. Apenas se filtraba suficiente luz a través de las grietas para permitirles ver terreno seguro donde pisar a medida que el pasaje se adentraba en la montaña.

Llegaron a un pequeño saliente rocoso en las profundidades. Se hallaban en una cámara más o menos circular de tamaño considerable. No, se trataba de una depresión, de un agujero; sobre sus cabezas se veía el cielo de Marte. El suelo era un agujero tan hondo que parecía no tener fondo. Los ojos de Quaid, adaptándose a la sombra intensa de este nivel, sólo pudieron distinguir el borde curvo y la elevación cilíndrica de roca más arriba. ¿Era una cavidad natural o una cámara excavada por el hombre? Mostraba visos de ambas cosas y de ninguna a la vez. Sintió un asombro que únicamente en parte estaba relacionado con el tamaño y el misterio. De algún modo, supo que el significado del lugar trascendía cualquier cosa que un hombre o una mujer corrientes pudieran imaginar, y que la presencia de los dos allí era mucho más importante de lo que nadie en la Tierra pudiera suponer.

La mujer se dirigió hacia la derecha. Bajó la mano y sacó un cable flexible. Parecía estar anclado a una roca grande o a una proyección de la pared. Retrocedió, tirando del cable, y éste se extendió. Se volvió, y Quaid vio que el extremo que sostenía ella se hallaba conectado a un aparato parecido a un carrete de pescar montado sobre un sólido cinturón.

Ella llevó el cinturón hasta él y alargó los extremos. Se inclinó para pasárselo por la cintura, uniendo los extremos hasta que se juntaron a su espalda con un ligero chasquido. Ahora el carrete quedaba delante, y él se hallaba unido a la roca.

Quaid lo puso a prueba, retrocediendo y viendo cómo se extendía el cable. Estaba enrollado dentro del carrete, donde se aplanaba, aunque adquiría forma redonda a medida que se acercaba a la sujeción de la roca. En realidad, era bastante largo; pero sólo pesaba unos kilos.

Apoyó las dos manos enguantadas sobre el cable y tiró en sentido opuesto. El cable resistió. Incrementó la fuerza y sus músculos se tensaron y abultaron. También resistió. Le hizo un gesto a la mujer, y ella se le acercó. Formó un lazo con el cable y le indicó que se sentara en él. Con movimientos torpes, ella lo hizo, aferrándose a la parte superior para mantener el equilibrio. Quaid alzó la mano y la levantó del suelo. Por supuesto, ella sólo pesaba veinte kilos en la gravedad de Marte; sin embargo, no cabía duda de que podría haberla levantado igual de fácil con todo su peso. Ella sonrió.

La depositó de nuevo en el suelo, al tiempo que sonreía también. El cable serviría.

Se cogieron inadecuadamente las enguantadas manos en señal de despedida. Se abrazaron y pegaron sus visores, incapaces de besarse. ¡Si había algo que detestara de un traje espacial…!

Quaid se apartó de ella y se dirigió al borde del precipicio. Situó las manos en él; luego, de un salto, se lanzó con las piernas por delante hacia abajo, en una maniobra que habría resultado ardua en la gravedad de la Tierra. Agarró el cable, de cara a la pared rocosa, y empezó a bajar por el oscuro abismo, una mano detrás de la otra.