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De hecho, si recordaba algo de su visita a esta oficina, podía regresar a ella para que le devolvieran su dinero. No debía surgir ningún problema, o serían ellos los que asumirían las pérdidas. El sistema se corregía por sí solo.

Ya era de noche, y ellos estaban preparados. McClane le llevó hasta otra habitación en la parte trasera del complejo, donde había algo que se parecía al sillón antiguo de un dentista. La cámara tenía una mezcla como de quirófano y sala de sonido. Una enfermera le puso una bata de color verde sobre sus ropas de calle.

– No se preocupe, señor Quaid -dijo cuando McClane se marchó-. Esto sólo es para proteger su ropa de cualquier mancha que pueda caer de la intravenosa. ¡No vamos a operarle!

– ¿Intravenosa? -preguntó él, sobresaltado.

– Debemos sedarle un poco, señor Quaid, a fin de que su mente se vuelva receptiva al implante del recuerdo. En realidad, no funcionaría si usted se encontrara en un estado de plena consciencia.

Le sonrió. No era tan bonita como la recepcionista, y su blusa era totalmente opaca; sin embargo, su sonrisa resultó agradable y tranquilizadora.

– Hum, sí, claro -aceptó, mientras se sentaba en el sillón.

Resultaba agradable tener a una mujer sobre él, cualquier mujer, en cualquier ocasión. Lori era buena en eso, muy buena. Pero la de Marte…

La enfermera se cercioró de que estuviera cómodo, le colocó los brazos sobre los respaldos laterales del sillón de un modo especial y ajustó el apoyacabezas. Le subió la manga y le frotó el antebrazo con alcohol frío.

– ¡Vaya, usted debe ser un hombre muy fuerte, señor Quaid! -exclamó al notar la musculatura del brazo, mientras le aplicaba un anestésico local.

La mayoría de las mujeres comentaban que preferían la personalidad al aspecto, igual que lo afirmaban los nombres; sin embargo, las apariencias ganaban siempre.

– Soy ingeniero de construcción. Manejo un martillo perforador.

– ¡Ah! ¡Eso lo explica! Debe de ser muy bueno en su manejo.

Sabía que ella sólo le halagaba con el fin de distraerle de los preparativos; no obstante, le gustó. Resultaba fácil imaginarse en la cama con una mujer así mientras estaba medio recostado en ese sillón extremadamente cómodo y sentía el suave roce de ella sobre su piel. Ni siquiera notó el pinchazo de la aguja cuando le puso la intravenosa. Sintió una creciente relajación a medida que el canutillo empezaba a dejar fluir su contenido hacia su interior. No se dio cuenta de la marcha de la enfermera, y no le importó; parecía como si flotara, perfectamente relajado.

Un hombre joven entró en la estancia. Se movía con gran rapidez, como si fuera hiperactivo. Era delgado, con un cabello de un castaño indefinido y penetrantes ojos de color gris; a Quaid le recordó un ratón en busca de comida.

– Hola, señor Quaid -dijo-. Me llamo Ernie, y soy su ayudante técnico. La doctora Lull vendrá en un minuto. ¿Se encuentra cómodo?

– Sí. -¡Vaya si lo estaba! Un poco más de comodidad y se quedaría dormido.

– Dejaré el «casco espacial» aquí -comentó Ernie con una sonrisa fugaz, mientras colocaba el aparato en un extremo de un apoyabrazos de metal-. Se trata de una especie de broma, ¿sabe?; se parece…

– He comprendido la broma -cortó Quaid. Le estaban tratando como a un niño. Resultaba agradable con la mujer; pero no cuando lo intentaba un tipo desgarbado con pinta de adolescente.

Ernie hizo descender el cuenco lustroso y metálico sobre la cabeza de Quaid.

– ¿Es su primer viaje?

– Aja.

En realidad, se parecía a un casco espacial, y con bastante facilidad podía imaginarse saliendo al desnudo paisaje de Marte con semejante aparato en la cabeza. Pero sabía que se trataba de un escáner de ondas cerebrales, que se empleaba para leer y modificar la parte de su actividad cerebral relacionada con los recuerdos. Probablemente este casco valiera unos cuantos miles de créditos.

Ernie acabó de ajustar con cuidado el complejo instrumento científico y lo fijó en su lugar. Quaid hizo una mueca cuando una correa rodeó su cabeza con demasiada tirantez.

– No se preocupe -comentó Ernie mientras ajustaba la correa-. Las cosas se joden muy raras veces.

Simplemente cumple con tu trabajo, gilipollas, pensó Quaid. Ya estaba preparado para Marte.

La puerta se abrió y entró una mujer de mediana edad con aspecto de pájaro. Vestía un elegante traje pantalón que no la favorecía mucho. Su cuerpo era demasiado delgado y su cabello demasiado pelirrojo. Se trataba de una mujer artificial en el peor de los sentidos: intentaba mostrar un aspecto competente y ganador, y lo único que conseguía era aparecer como alguien desmañado.

– Buenas noches, señor… -se detuvo para echarle un vistazo al historial del video, buscando con ansia el nombre. Lo encontró-. Señor Quaid. Soy la doctora Lull.

Hablaba con acento sueco, y le trataba con una cordialidad impersonal que le habría chocado de no estar sedado.

– Encantado de conocerla -repuso, con falsa sinceridad.

Una vez acabadas las trivialidades, la doctora Lull se puso una bata de cirujano; luego echó una ojeada al historial de Quaid.

– Ernie, introduce las matrices 62b, 37 y… -Observó a Quaid-. ¿Le gustaría integrar algún elemento alienígena?

– ¿Monstruos con dos cabezas? -preguntó él con cierta duda.

Ella se rió con algo parecido a un sentimiento real.

– ¿No está usted al tanto de las noticias? Estos días estamos encontrando artefactos alienígenas.

– Oh.

– Claro. ¿Por qué no?

La idea le intrigó. Tal vez ése fuera uno de los motivos por los que estaba tan interesado en Marte. Tenía la esperanza de explorar, de descubrir los restos de algún vasto complejo alienígena perdido, una superciencia, asombrar al mundo con su descubrimiento, bañarse en la fama de su logro…

La doctora Lull le lanzó la matriz a Ernie. Eso daba a entender lo que ella pensaba de semejantes ideas: sólo eran una ficción en una cinta.

– Pues lo tendrá -anunció Ernie.

Mientras Ernie conectaba las cintas adecuadas, la doctora Lull sujetaba con correas los brazos, las piernas y el torso de Quaid a fin de mantenerlo seguro en su sitio. Eso le produjo una ligera alarma; ¿acaso creían que experimentaría algunas convulsiones?

– ¿Lleva mucho tiempo casado, señor Quaid? -le preguntó la doctora Lull, con un interés aparentemente sincero. Quizás una mujer con esa silueta sintonizara con la idea del matrimonio y no tuviera mucho éxito en llevarla a la práctica.

– Ocho años.

Le sorprendió escuchar su respuesta. Oh, era verdad…, sin embargo, se dio cuenta de que Lori aún aparentaba veinticinco años. Apenas había envejecido un poco; el retrato mental de ella el día de su boda permanecía inmutable del recuerdo de su sesión de aquella mañana. Era extraño que nunca antes lo hubiera notado. No es que le molestara; le encantaría que mantuviera el mismo aspecto en los próximos cuarenta años.

Aun así, esa mujer de su sueño de Marte…, ¿cuántos años tenía? Seguro que todavía no había llegado a los treinta.

– ¿Así que desea tener una aventura en solitario? -preguntó la doctora Lull, pasándose la lengua por los labios.