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Apuntó con el arma al hombre y miró a ambos lados del pasillo.

– No se preocupe -le dijo Edgemar-. Vengo solo. ¿Puedo pasar?

Quaid metió rápidamente al hombre en el cuarto y cerró la puerta. Cacheó a Edgemar, sin hallar ningún arma.

– Le resultará muy difícil aceptar lo que voy a decirle, señor Quaid.

– Le escucho -comentó Quaid sucintamente.

– Me temo que usted, en este instante, no está aquí de verdad.

Quaid no pudo evitar una risita, a pesar de hallarse en tensión.

– ¿Sabe, Doc?, me podría haber engañado.

¡Lo cual era quizá exactamente lo que el hombre estaba haciendo! De momento, no había mencionado ni a Cohaagen ni a Melina…, y en cualquier caso a Quaid le resultaba imposible confiar en él. Podía afirmar que venía de parte de Melina, tentar a Quaid y conseguir que le acompañara tranquilamente a una trampa tendida por Cohaagen. Sin embargo, la trama que le exponía resultaba interesante, incluso en esta situación de tensión nerviosa. ¿Qué ganaría Cohaagen si convencía a Quaid de que se hallaba en alguna otra parte? Resultaría más fácil enviarle a otra parte…, como al infierno con una bala en el cráneo.

– Tal como le decía, usted no está aquí de verdad -insistió el hombre-. Y yo tampoco.

¡Vaya engaño si el doctor lo compartía con el paciente! Quaid apretó el hombro de Edgemar con la mano libre para comprobar la solidez del hombre.

– Sorprendente. ¿Dónde nos encontramos?

– En Rekall.

La seguridad e ironía de Quaid titubearon. ¿Podía tener aquello algún sentido? Él había ido a Rekall y había experimentado una gran desorientación. De hecho, su mundo se derrumbó, convirtiéndole en un fugitivo buscado.

– Se encuentra sujeto por unas correas a un sillón de implantes -continuó Edgemar-. Y yo le estoy monitorizando en una consola de sondeos psíquicos.

– Ya lo entiendo…, ¡estoy soñando! -exclamó Quaid con sarcasmo-. Y todo esto forma parte de aquellas deliciosas vacaciones que me vendió su compañía.

Con la salvedad de que ningún sueño almacenado podría incluir aquella escena con Melina donde, en vez de una satisfacción, recibió un rechazo. ¡Sólo la realidad le hacía eso a un hombre!

– No exactamente -dijo Edgemar, sin sentirse molesto por la actitud de Quaid. Los médicos aprendían pronto a no verse perturbados por las reacciones de sus pacientes-. Lo que usted experimenta es un engaño libre sacado de nuestras cintas de recuerdos. No obstante, usted mismo es quien lo inventa.

Ese comentario hizo que Quaid se detuviera. ¿Y si la cinta tenía a Melina programada para una reunión gozosa, con un acto sexual completamente satisfactorio, mientras su mente cínica era incapaz de conformarse con el resultado? De esa forma, dentro del sueño, su sospecha se convertía en la sospecha de ella, haciendo que le rechazara. Tenía entendido que la mente de una persona podía conseguir algo así; se lo llamaba transferencia, o algo parecido. ¡Se podría haber destruido a sí mismo!

No obstante, seguía sin creérselo.

– Bueno, si éste es mi engaño, ¿quién le invitó a usted?

– Yo he sido implantado de forma artificial como una salida de emergencia -repuso Edgemar sin la menor vacilación. Luego, con más seriedad, añadió-: Lamento comunicarle esto, señor Quaid, pero usted está padeciendo una embolia esquizoide. No podemos sacarle de su fantasía. Me han enviado para que intente que regrese por propia voluntad a la realidad.

– ¿Y la «realidad» es que yo no estoy verdaderamente aquí? -preguntó Quaid.

– Piénselo, señor Quaid. Su sueño comenzó en mitad del proceso de implantación. Todo lo sucedido después: las peleas, el viaje a Marte en una cabina de primera clase, su suite en el Hilton, forma parte del programa de Rekall.

– ¡Eso es una completa estupidez! -exclamó Quaid, empezando a temer que no lo fuera.

– ¿Y qué me dice usted de la mujer? -preguntó Edgemar, impasible-. Cabello castaño, voluptuosa, sensual y tímida, tal como usted especificó. ¿Es eso una estupidez?

– Ella es real -dijo Quaid-. Soñé con ella incluso antes de ir a Rekall.

– Señor Quaid, ¿se escucha a sí mismo? -preguntó Edgemar con tono persuasivo-. ¿Es real porque soñó con ella?

– Así es.

Y, en realidad, él lo creía, y no tenía la esperanza de que el doctor lo comprendiera.

Edgemar suspiró, desalentado.

– Quizás esto le convenza. ¿Le importaría abrir la puerta?

Quaid clavó la pistola en las costillas de Edgemar.

– Ábrala usted.

– No hace falta que se ponga violento. -El hombre cuadró los hombros y se acercó a la puerta. Quaid se pegó a él, dispuesto a cualquier cosa mientras el hombre la abría.

Cualquier cosa menos lo que vio.

¡Lori estaba en el umbral!

Quaid hizo lo mejor que pudo para absorber el impacto. Lori era hermosa, con el tipo exacto de sensualidad y timidez que a él le gustaban, mostrando más pecho de lo que parecía darse cuenta, el rostro con un leve moretón en el lugar en que la había golpeado con la pistola, al lado del ojo. De repente lo lamentó; nunca antes la había golpeado.

Lori adoptó una expresión valiente, como si estuviera conteniendo las lágrimas delante de un niño enfermo. No dejaba entrever la menor indicación que mostrara que jamás había sido la adorable esposa de Quaid.

– Cariño…

¡Pero ella le disparó con la pistola! Había intentado golpearle y matarle con un cuchillo de cocina. Los cortes recibidos en la piel aún estaban cicatrizando. Sólo adoptó una actitud seductora con el fin de distraerle mientras observaba a Richter y a Helm acercarse por el monitor. Ella misma le contó cómo toda su relación era un implante, salvo las últimas seis semanas. ¿Cariño?

¡Dios le ayudara, pero deseaba creer en ella! Si la situación era un sueño, entonces su ataque jamás se había producido y, de verdad, se trataba de su adorable esposa.

– Por favor, pase, señora Quaid -invitó Edgemar.

Lori entró en la habitación con gesto titubeante. Todavía movía las caderas de esa forma que siempre lo había enloquecido. Y aún lo hacía. Quizá no la amara; pero, ¡por todos los diablos que tampoco la odiaba!

Entonces, ¿por qué la había proyectado en sus sueños como semejante villana? ¿Para tener un pretexto con el que deshacerse de ella y perseguir a la mujer de Marte? Eso, de una forma desagradable, tenía sentido. Una mente desquiciada…, ¡él jamás se permitiría hacer eso en la realidad!

¡Tampoco podía permitirse el lujo de confiar en ella! Quaid atrajo a Lori hacia él y la cacheó con brusquedad. Incluso eso le causó dolor, ya que sus manos, al recorrerla, le comunicaron lo espléndido que era su cuerpo. Había acariciado aquel cuerpo en tantas ocasiones, recibiendo tanto placer de él. ¿Cómo podía dudar de ella ahora?

– Supongo que tú tampoco estás aquí -dijo con tono hosco.

Se estaba comportando como un patán; pero, ¿qué alternativa le quedaba? Un error significaría el desastre.

– Me encuentro aquí, en Rekall -comentó ella.

Quaid se rió y la apartó de sí con un empujón. Sin embargo, en su interior, sufría. ¡Si tan sólo ella se derrumbara y le maldijera, diciéndole que le odiaba! Entonces sentiría que el trato que le brindaba estaba justificado, ya fuera real o irreal esta escena.

– Doug, te amo -repuso Lori, con sus enormes ojos húmedos.

– Perfecto. ¡Por eso intentaste matarme!

Debía mantener la actitud con la que poder ocultar la duda que le carcomía.

– ¡Nooo! -protestó ella, prorrumpiendo en sollozos-. Nunca haría nada para herirte. Te amo. Quiero que vuelvas a mí.

Su desesperación le partía el corazón.

– Increíble -musitó.