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Sin embargo, ya era hora de que tomara las riendas un verdadero profesional. Cohaagen sacó una granada y la colocó con cuidado en el mecanismo del montacargas. Luego volvió al trote a la sala de control.

¡Buuum! La granada, aplastada por los dientes de tracción, estalló, destruyendo el mecanismo y arrancando el puente transversal de sujeción de su lugar.

Cohaagen contempló la escena con satisfacción. Eso acabaría con Quaid y con Richter, que ya había vivido más de lo que era útil.

Quaid y Richter, luchando ferozmente, escucharon la explosión y sintieron la sacudida del montacargas. Los cables se agitaron peligrosamente. El ascensor se detuvo.

El puente transversal de sujeción de los cables se soltó lentamente, con un ritmo medido parecido al del segundero del reloj.

Richter alzó la vista, descubrió lo que había ocurrido.

– ¡Mierda! ¡Me ha dejado a mí también aquí! -exclamó.

– Es tan difícil encontrar buenos amigos en el foso de las serpientes -dijo Quaid con fingida simpatía.

Entonces los dos se agarraron para salvar la vida, mientras el puente caía en el abismo como si fuera un maderamen suelto.

Quaid, a pesar de burlarse de su enemigo, no estaba muy seguro de que su vida fuera a continuar mucho tiempo. ¡Parecía un largo camino hacia abajo!

En ese momento, el puente de sujeción quedó enganchado en uno de los enormes armazones y formó un puente a través de un pequeño arco del abismo. No caerían… de momento.

Pero, mientras el puente se enganchaba, el impacto de la sacudida bajó hasta ellos, y los dos se vieron lanzados fuera de la cabina del montacargas. Ambos alargaron los brazos con desesperación, intentando sujetarse a cualquier cosa.

Quaid agarró un cable suelto del ascensor. Richter hizo lo mismo. Pero eso no sirvió de nada; los cables no se hallaban sujetos a nada. Estaban caaaaayyeeeeendooooo…

La vida de Quaid no pasó ante sus ojos en un relámpago, ni siquiera su reciente vida como Quaid. Sólo pensó en Melina, que sacó la cabeza de la cabina para ver cómo desaparecía, y experimentó una pena fugaz ante la idea de que su relación tuviera que terminar aquí. La suya…, y la de toda la humanidad, una vez se activara la nova preparada por los No'ui.

¡Tuang! Su zambullida, de repente, se vio detenida. El cable se había enganchado a algo.

No… Quaid y Richter pendían de los extremos opuestos de un mismo cable largo que pasaba por encima del puente de arriba. Oscilaban frenéticamente de uno a otro lado, dos contrapesos mutuos, unos ocho metros más abajo. Se habían salvado el uno al otro: una nueva ironía.

Quaid miró a su alrededor en busca de alguna salida. No había ninguna; pendían debajo del puente, y no tenían nada más a su alcance. Quaid vislumbró la puerta abierta del montacargas y vio parte de una forma inmóvil. Ésa debía ser Melina, semiinconsciente en la cabina del montacargas, atontada por la misma sacudida que les había arrojado a ellos. ¿Qué podría hacer ella, aunque estuviera alerta y activa? Quaid y Richter tenían que sobrevivir o caer juntos, y por sus propios medios.

Mientras oscilaban, Richter aprovechó la distracción de Quaid para maniobrar y situarse más cerca. Le lanzó a Quaid una patada en la entrepierna. En el último momento, Quaid consiguió retorcerse lo suficiente como para encajar el golpe en el muslo, y su oscilante cuerpo se alejó con el impacto, reduciendo la fuerza del golpe; no obstante, le dolió.

El movimiento hizo que el cable se deslizara un poco. Quaid era un poco más pesado y fue él quien bajó, mientras Richter era subido la misma distancia.

– ¡No! -gritó Quaid.

En la siguiente oscilación, Richter se encontraba más arriba. Pateó a Quaid en las costillas. De nuevo Quaid intentó volverse con el fin de que sólo le rozara; pero, una vez más, resultó ser un golpe demasiado sólido como para no sentirlo.

– ¡Estúpido…! -aulló Quaid-. ¡Escúchame! -En ese momento, el efecto del movimiento les apartaba, aunque sólo momentáneamente-. ¡Si me derribas, tú también caerás!

– ¡Una mierda! -replicó Richter. Al acercarse de nuevo, le lanzó una patada a la cabeza.

Una vez más, Quaid logró amortiguar la fuerza del golpe, aunque no pudo evitarlo. Los oídos le palpitaban.

– ¡Piénsalo! -exclamó-. ¡Si yo me suelto, mi extremo del cable pasará por encima del puente y tú también caerás!

Richter alzó la vista y, finalmente, se dio cuenta de que Quaid tenía razón. Detuvo la patada que le iba a lanzar. No había sido lo suficientemente inteligente como para percatarse del peligro, y tampoco era lo bastante listo como para descubrir la solución al problema. Daba igual.

Quaid cogió el pie de Richter y, con rapidez, ató el extremo suelto del cable del hombre alrededor de su tobillo. Richter intentó apartarle con furia.

– ¿Qué estás haciendo?

Quaid trepó por su parte del cable y le lanzó una colérica andanada de golpes y patadas a Richter, que quedó desconcertado al verse atacado de forma tan inconsciente.

– ¡Para! -gritó, igual que Quaid momentos antes-. ¡Estúpido!

Quaid machacó a Richter, que intentaba protegerse todo lo posible, temeroso de atacarle. Vio el vacío abierto bajo sus pies, y se sintió muy preocupado.

– ¡Si yo caigo, tú también caerás!

– Estás equivocado -dijo Quaid.

Con un poderoso puñetazo al rostro, hizo que Richter soltara el cable. Con el pie sujeto, Richter cayó boca abajo. Su ímpetu hizo que el cable se deslizara por el puente, bajándole otros siete metros y, al mismo tiempo, elevando a Quaid toda la distancia que le separaba del puente transversal.

Quaid trepó por el puente y le habló a Richter, que pendía boca abajo como si fuera un saco de arena.

– Te veré en la fiesta, Richter.

Richter intentó decir algo, pero el miedo le deformó el rostro cuando comprendió que le habían engañado.

Entonces, Quaid soltó el cable.

– ¡Hasta el fondo!

Dos metros y medio más de cable se deslizaron por entre sus manos, pasando por encima del puente, haciendo que Richter cayera boca abajo. Su aullido de terror le siguió todo el trayecto.

Quaid esperaba que hubiera otra forma rápida de subir. Aún tenía que impedirle a Cohaagen destruir el reactor…, y a toda la especie humana.

Cohaagen y su equipo se hallaban ocupados en la sala de control. Se trataba de una cámara de roca llena de complejos sistemas mecánicos y consolas electrónicas, tal como la recordaba Quaid de la exploración mental a la que le sometió Kuato. Todas las enormes columnas se habían convertido aquí en pilares pequeños. La luz del sol atravesaba el techo de cuarzo. A un lado había la pared de piedra con el jeroglífico del mandala.

Los soldados trabajaban en distintas partes de la estancia, plantando explosivos, colocando cables y abriendo agujeros con martillos perforadores para depositar las cargas. El ruido era insoportable.

Un soldado se hallaba concentrado perforando un agujero. Alguien le tocó el hombro. Alzó la vista. Se trataba de Melina. Perplejo, se quedó congelado.

Detrás de él, Quaid recogió el marrillo y le atravesó el pecho con él.

Un experto en demolición que estaba cerca vio a Quaid y se lanzó contra él, blandiendo la perforadora. Pero se trataba del arma que mejor manejaba Quaid.

– ¿Quieres que nos conozcamos un poco más a fondo? -inquirió, mientras perforaba a su oponente y a dos más que convergieron sobre él mientras se dirigía hacia el mandala.

Cohaagen agarró el detonador y se ocultó.

Melina recogió el arma de un soldado caído. Miró a su alrededor.