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– ¿Sueña con unas vacaciones en el fondo del océano…? -decía una voz con ese tono ensordecedor con que los anunciantes insistían en atacar a sus víctimas. Quaid hizo una mueca e intentó apartarse de la pantalla; pero los demás pasajeros se negaron a abrirle paso. Ellos tampoco querían que les rompieran los tímpanos.

La pantalla dio un salto a un apartamento del nivel pobre, mucho peor que el propio apartamento de Quaid, donde se veía sentado al tipo del domo submarino, solo, rodeado por un enorme montón de facturas. Parecía abatido.

– ¿…pero no puede permitirse sacar a flote ese viaje? -continuó la voz del narrador en off.

¡Acertaba en eso! ¡Si Quaid tan sólo dispusiera del dinero para mudarse a Marte! Ésa era la auténtica razón por la cual Lori se oponía a ello; estaba al tanto de que no existía ningún modo de que pudieran permitírselo. Oh, dispondrían de la bonificación para los colonos nuevos, aunque sabía que eso desaparecía rápidamente en los gastos de traslado. Debías tener un buen remanente, de forma que un hombre no tuviera que trabajar allí de minero para poder sobrevivir. Por eso ella sacaba el mejor partido a su situación cotidiana real, y él tenía que reconocer que hacía un buen trabajo, y que debería estarle agradecido. Sin embargo, él era como el pobre desgraciado del anuncio: ansiaba un mundo lejano, en vez de la vida hacinada que se podía pagar. Con la excepción de que el tipo del anuncio ni siquiera se podía permitir un apartamento decente.

La escena volvió a cambiar. En esta ocasión, una mujer de aspecto sofisticado detenía sus esquíes cerca de una bandada de pingüinos. Resultaba atractiva con su traje de esquí, y parecía encontrarse en la cima del mundo…, o el fondo de él, fuera cual fuese el caso.

– ¿Le gustaría esquiar en la Antártida…?

Entonces, la misma mujer apareció en una oficina, rodeada por diez empleados, todos los cuales le exigían decisiones. Su apariencia era, convincentemente, la de estar siendo acosada. Tenía el pelo revuelto, y ya no parecía atractiva, sólo agotada. Quaid había visto a mujeres ejecutivas como ésa.

– ¿…pero se encuentra cubierta de nieve en el trabajo? A pesar de sí mismo, Quaid se dio cuenta de que respondía a los anuncios. La Antártida estaba muy lejos, una región inmensa y desolada, parecida, a su manera, a Marte…

– ¿Siempre ha deseado escalar las montañas de Marte…? Quaid se sobresaltó. Súbitamente, toda su atención se concentró en la pantalla. Allí, un alpinista trepaba por una montaña con forma irregular de pirámide que, sorprendentemente, se parecía mucho a la del sueño de Quaid. ¿Se estaba imaginando eso? ¿Su sueño se apoderaba del mundo cotidiano, o de su percepción de él? ¡No, se trataba realmente del anuncio! No era él, Douglas Quaid, el que se hallaba en la escena, sino un hombre más bajo, con un traje espacial para turistas, la clase de trajes que se habían hecho más para la comodidad que la eficacia.

En ese instante, el deportista se transformó en un hombre viejo que se arrastraba escaleras arriba.

– ¿…pero su camino es descendente? -La cámara retrocedió para revelar la chaqueta de tweed y el dignificado rostro de un caballero de aspecto universitario, el narrador del anuncio-. Entonces venga a Rekall, Incorporated -continuó-, donde le ofreceremos el recuerdo de sus vacaciones ideales, más baratas, más seguras y mejores que la realidad. -La escena cambió a una playa al atardecer. El narrador estaba confortablemente sentado en una silla de aspecto extraño que flotaba sobre el agua-. Así no dejará que la vida pase por su lado. Llame a Rekalclass="underline" para conseguir el recuerdo de toda una vida. -Quaid observó, fascinado, mientras sonaba la cancioncilla de Rekall y un número de doce dígitos llenaba la pantalla.

Quaid se sintió intrigado. Estaba fascinado por un sueño estúpido. Y eso era precisamente lo que esa compañía parecía vender: un sueño, bajo la forma de un recuerdo. ¿Sería suficiente? Sabía que necesitaba algo que le reconciliara con su vida cotidiana. Tal vez fuera esto.

Los anuncios continuaron con su atronadora oferta, explorando artículos de tocador íntimos que, supuestamente, eran una excelente inversión; también supositorios nasales para reciclar la polución, y otros muchos productos; sin embargo, Quaid ni los notó. ¡Quizá, después de todo, había encontrado una forma de visitar Marte!

Finalmente llegó al trabajo. Justo a tiempo, y pronto se encontró en su puesto, ocupado en lo que mejor sabía hacer. Cuando los encargados de la demolición deseaban que algo se derribara rápidamente y bien, él era el primer hombre en recibir la asignación. Nunca la rechazaba; empleaba el trabajo como ejercicio, desarrollando así de forma incesante los músculos. Después de todo, a Lori le excitaban los músculos, y puede que también a la mujer de Marte del sueño.

Intentó distraerse de ese último pensamiento y enfocó su atención en el trabajo que tenía entre manos. Estaban desmantelando una de las viejas fábricas de automóviles que habían sembrado el paisaje. Los niveles de polución habían llegado finalmente a amenazar la vida hacía cincuenta años, como todo el mundo había predicho que sucedería, pero no fue hasta que la gente empezó a caer como moscas que se decidió hacer algo al respecto.

Los vehículos a combustibles fósiles ya no eran «regulados» o «reacondicionados»…, habían sido simplemente eliminados, y la limpia tecnología de fusión, que llevaba años disponible, había sido empleada finalmente en usos prácticos. Los fabricantes de coches habían luchado contra el cambio con uñas y dientes, pero finalmente habían tenido que ceder ante la presión pública y diseñar coches de emisiones limpias. Era una gota en el cubo, demasiado poco y quizá demasiado tarde, en lo que a eliminar la polución se refería, pero era un comienzo.

Los fabricantes de coches habían abandonado sus viejas fábricas pasadas de moda a favor de modernas plantas totalmente mecanizadas en las que los robots eran manejados por ordenadores. Pero los detritos del pasado habían quedado, y el trabajo de Quaid era librar al mundo de ellos. Esta mañana trabajaba en la carretera de entrada que conducía al emplazamiento de la fábrica en ruinas. Apenas fue consciente del paso del tiempo mientras reducía el asfalto a minúsculos pedazos.

Lo bueno que tenía el trabajo duro era que mantenía tu mente alejada de los sueños tontos; se concentraba por completo en el trabajo a realizar, como si se tratara de la pantalla central de un video verdaderamente fascinante, y se olvidaba de todo lo demás. Había un cierto placer en triturar la superficie de una carretera; era como si machacara los límites que le imponía la sociedad y que le mantenían aquí, en la aburrida Tierra, en vez de permitirle encontrarse en algún planeta más interesante. Estaba consiguiendo algo.

Sin embargo, en ese momento, el sueño retornó, y se negó a desaparecer. Trató de ignorarlo; pero flotaba a su alrededor. Rekall…, ¿había algo ahí?

– ¡Hey, Harry! -gritó por encima del rugir del martillo perforador. Harry era un tipo de mediana edad, con una barriga de bebedor de cerveza y un acento de Brooklyn. Llevaban un par de años trabajando juntos, y Quaid lo consideraba una persona honesta en la que se podía confiar-. ¿Has oído hablar alguna vez de Rekall?

– ¿Rekall? -respondió Harry. Pequeños trocitos de roca cayeron de su pelo cuando agitó negativamente la cabeza. No conseguía situar la referencia.

– ¡Venden recuerdos falsos! -apuntó Quaid.

Entonces Harry recordó.

– Oh, sí -dijo, y aulló la cancioncilla publicitaria de la compañía a pleno pulmón. Luego detuvo su máquina y preguntó-: ¿Estás pensando en ir ahí? -Quaid hizo una pausa también, apoyándose sobre su martillo perforador mientras éste siseaba en neutral.