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– Justin… -tal vez notara algo, porque de pronto se puso a hablar como una cotorra-. Hablemos de otra cosa, ¿vale? No sé lo que te está molestando, pero se me ocurrió que podía ser por la casa. Ya me entiendes. ¿En qué casa vamos a vivir? A mí no me importa, pero mi casa es tan pequeña que la tuya me parece la mejor elección.

– Bueno, tu casa es muy pequeña para los tres, pero eso no tiene porque ser un impedimento, Win. Si no te gusta mi casa, podríamos comprarnos otra o construir una nueva.

– ¿Eso es lo que quieres?

– Quiero hacer lo que sea mejor para ti. Y para el bebé.

– Bueno… me encanta tu casa. Así que, a menos que quieras mudarte, creo que es el sitio ideal. Aunque…

Intentar hablar de algo normal no iba a funcionar. Al menos no mientras el estuche que tenía en el bolsillo siguiera inquietándolo. De modo que mientras ella se llevaba otra cucharada de natillas a la boca, él colocó el pequeño estuche sobre la mesa. Cuando Winona bajó la cuchara, lo vio.

Aunque no había terminado el postre, Winona dejó la cuchara sobre el plato. Lo miró con aquellos ojos, de un tono tan suave como la superficie de un lago, tan vulnerables como una noche de primavera.

– ¿Puedo… abrirlo? -le preguntó en voz baja.

– Me va a dar un infarto si no lo abres. Quería darte una sorpresa, Win, pero si no te gusta podemos ir a la mejor joyería que conozco, que está en Austin. Quiero que sea algo que te encante cuando lo mires cada día.

Pero como ella no parecía estar prestándole atención, Justin se calló.

Winona ya había abierto el estuche. Era un anillo con un zafiro. Y el zafiro no solo igualaba el color de sus ojos, sino que se suponía que era una piedra para una mujer que amara su individualidad, para una mujer única, como era ella. Pero no era un zafiro de color oscuro, sino que tenía una tonalidad inusual para ese tipo de piedras, ya que era del mismo color claro y brillante que los ojos de Winona.

Cuando Justin la miró a los ojos se dio cuenta de que Winona estaba a punto de llorar. Y entonces todas sus dudas se desvanecieron.

Winona se adelantó y lo besó. O bien fue él el que la besó a ella. Pero llegado ese momento, ¿quién sabía? Lo único que importaba era encontrarse con sus exuberantes labios a medio camino. Guandos sus labios se tocaron, el beso se convirtió en algo suave, silencioso y secreto. Reverente.

La textura de sus labios era una promesa. Cada vez que ella se acercaba a él, Justin sentía que se derretía por dentro. Entonces sintió que su vida podría ser mucho mejor con ella, que su corazón sería más fuerte, que todo ganaría con su presencia… Todo, si ella lo amaba.

Y él desde luego la amaba con todo su corazón. El amor fluyó entre ellos y los envolvió por entero. Y sí, también el deseo sexual despertó entre los dos. Un deseo ardiente. Justin se deleitó al pensar en ella; estaba impaciente por sacarla de allí y desnudarla para que lo único que llevara puesto fuera aquel maldito anillo…

Finalmente, Winona se apartó. Ambos estaban sin aliento, mirándose a los ojos.

– Vaya, me da la ligera impresión de que te ha gustado el anillo -murmuró Justin.

– No te burles de mí ahora, doctor. No podría soportarlo.

De pronto, se puso serio.

– Te quiero, Win. Nada de bromas. Siempre se ha tratado de esto. No es por el bebé ni por ninguna otra cosa. Solo es por amor.

– Y yo te quiero a ti. Fija una fecha. La que te parezca, Justin.

Y entonces, en el momento más emotivo, cálido e importante de toda su vida, Justin se quedó paralizado.

Dos noches después, mientras Justin conducía su Porsche hacia el Club, se dio cuenta de que las calles estaban vacías. Y no era de extrañar. Caía aguanieve intensamente, el asfalto estaba resbaladizo y soplaba un viento infernal.

Sin embargo, cuando Justin aparcó delante del Club y salió del coche, caminó hacia la puerta de entrada del edificio como si las inclemencias del tiempo le importaran un comino. Y no le importaban.

Win llevaba su anillo de compromiso. Y esa noche había vuelto a casa y habían hecho el amor hasta la madrugada. Pero también se había despertado alrededor de las cinco de la mañana por una pesadilla, y nada había vuelto a ser igual desde entonces. Algo iba mal. Algo muy malo le pasaba.

Lo más extraño era que todo le iba bien por primera vez en al vida. Adoraba a Winona. Y la mujer a la que amaba más que a nadie en el mundo había aceptado casarse con él. Normalmente los hombres tenían miedo a comprometerse, pero él no. Estar unido a Win era precisamente lo que él ansiaba, de modo que esa reacción de pánico que había sentido al pensar en fijar la fecha de la boda no tenía ningún sentido.

– Justin! ¡Me alegro de verte! -Matthew estaba dentro, junto a la puerta; pero al mirar a Justin se le heló la sonrisa en los labios-. ¿Pero qué demonios te ha pasado?

– Nada. Siento haberme retrasado un poco.

Echó una mirada y vio a los demás sentados dentro, excepto a Aaron. Ben tenía una taza de café en la mano, mientras que los otros se habían decantado por bebidas más fuertes. El familiar aroma a whisky flotaba en el ambiente, junto con el olor a cuero, lana y el del alegre fuego de troncos ardiendo.

Dakota se adelantó con una sonrisa.

– Eh, tío, parece que alguien te pegado una paliza -pero cuando Dakota lo miró bien, también dejó de sonreír-. Lo decía en broma… ¿Estás bien? No estarás enfermo, ¿verdad?

– No, estoy bien, en serio. Siento llegar tan tarde. Es que he tenido dos días seguidos de mucho trabajo.

Eso era lo que le había contado a Winona. Claro que temía que no se lo hubiera tragado. Y parecía que sus amigos tampoco.

Pero como esa noche tenían que discutir cosas muy serias, dejaron la charla para otro momento. Lo primero era buscar un escondite seguro para el ópalo y la esmeralda.

El trabajo le hubiera llevado a cualquiera cinco minutos. Pero habiendo cuatro hombres juntos, les llevó una hora y media.

Cuando terminaron de taladrar el agujero en la pared, Justin subió por la escalera que había en el vestíbulo de entrada. El cartel con el logotipo del Club, Liderazgo, Justicia y Paz, estaba tumbado de lado en el suelo. Y de pronto todos se quedaron en silencio.

Cada uno de ellos le echó una última mirada al ópalo negro y a la esmeralda, antes de que las dos piedras fueron envueltas en terciopelo blanco e introducidas en una fina caja de metal. Con el taladro habían hecho un agujero lo suficientemente grande para meter la caja, de modo que después de hacerlo, lo único que quedaba era colgar el cartel de nuevo.

– No podríamos haber buscado mejor sitio -dijo Matthew-. Quiero decir, a la larga tendremos que buscar un lugar más seguro para las piedras. Pero hasta que averigüemos qué ha sido del diamante rojo, este es ideal. Muy simbólico. Hemos hecho bien.

– Ojalá que los problemas relacionados con el accidente y el robo de las joyas fueran tan fáciles de resolver.

Barrieron, lo recogieron todo y guardaron la caja de herramientas. Sin embargo, terminaron todos de vuelta en el vestíbulo de entrada. Para ellos el cartel nunca había sido un símbolo de mal gusto, sino un recordatorio de los votos genuinos que habían hecho para ayudar a los demás cuando se habían unido al Club de Ganaderos de Texas. En ese momento, se sentían todos frustrados por no poder cumplir esa promesa.

– Cuanto más nos adentramos en este lío, menos sentido tiene -gimió Dakota.

– Repasemos lo que sabemos -sugirió Matthew-. Aún no se sabe nada de la identidad del asesino de Monroe, ¿no?

Aún no se sabía nada, y el diamante rojo seguía faltando. De momento, los hombres no tenían pruebas que pudiera conectar el accidente de avión con el robo de las joyas; pero el ladrón de estas tenía que ser sin duda uno de los pasajeros del avión de Asterland. Klimt, uno de los que podría haberles dado alguna respuesta específica de lo ocurrido, continuaba en coma.