Se interrumpió al escuchar algo. El montacargas se estaba deteniendo. Oyó el ruido de puertas al abrirse y de botas sobre rejillas metálicas. En la distancia vislumbraron unos haces luminosos procedentes de linternas.
Quaid empujó a Melina detrás de una columna; pero, cuando la rozaron, una capa de metal oxidado cayó ruidosamente sobre el suelo de la plataforma. De repente, todas las linternas apuntaron en su dirección.
– Ha llegado el momento para el Plan B -murmuró Quaid.
– ¿Plan qué?
– Ya lo verás.
A medida que avanzaban, los soldados vieron que Quaid corría y se ocultaba detrás de una columna. Richter y los guardias se lanzaron tras él, rodearon la columna y abrieron fuego a medida que se cerraban sobre ella.
Sorprendentemente, Quaid no estaba allí. ¡Sin embargo, cuatro soldados recibieron una ráfaga de balas y murieron!
Richter rugió, sin saber cómo había ocurrido eso.
– ¡Separaos!
Peinaron la zona. Un soldado se dirigía hacia Quaid, aunque aún no lo había visto.
Quaid tocó unos botones de su reloj, y un holograma se hizo visible a poca distancia. Los ojos de Melina se abrieron mucho al comprender la situación. ¡Así era como lo había hecho! La primera vez no se dio cuenta. Tenía un proyector de hologramas con la imagen de quien lo usaba. ¡Un buen truco!
El soldado vio el holograma. Mientras cargaba contra él para no fallar, abrió fuego.
El Quaid verdadero apareció por la espalda del soldado y le rompió el cuello. Puede que Hauser no fuera una buena persona durante la mayor parte de su vida pero, sin lugar a dudas, sabía cómo luchar. Sus reflejos hacían que a Quaid le resultara fácil algo ante lo cual él habría titubeado.
La búsqueda de Richter continuó. Quaid salió de detrás de otra columna.
En esta ocasión, varios soldados vieron a la figura. La rodearon. Sus balas la atravesaron, y se abatieron entre sí. Otros cuatro cayeron muertos.
– ¡Alto el fuego! -gritó Richter-. ¡Es un holograma! ¡Parad!
No obstante, había llegado demasiado tarde para los nueve soldados muertos.
Dos soldados, desde diferentes lugares, vieron a Melina cerca de ellos. Los dos abrieron fuego sobre su holograma… y se mataron entre ellos.
Tres soldados cayeron sigilosamente sobre Quaid. Lo tenían cubierto desde todos los ángulos. Él sonrió.
– Creéis que me habéis encontrado, ¿verdad?
Pero no les miraba a ellos, sino hacia un lado. Eso era extraño. Se dieron cuenta de que debía de tratarse de un holograma. Observaron a su alrededor en busca del verdadero Quaid.
Sin embargo, ése era el verdadero Quaid. Se volvió a ellos y los abatió.
– Pues así es.
Dos soldados avanzaron dispuestos a todo. Melina salió delante de ellos. Le dispararon, y sus balas la atravesaron. Unos cráteres irregulares aparecieron en sus pechos a causa de las balas que la verdadera Melina les disparó por la espalda.
El verdadero Quaid se reunió con la verdadera Melina, aunque se tocaron las manos para cerciorarse de ello. Corrieron con cautela, ocultándose entre las columnas en dirección al montacargas. Estaba abierto y vacío. Entraron en él a toda velocidad.
Quaid cerró las puertas. El montacargas subió a una velocidad sorprendente. Se abrazaron, aliviados.
– No sabía que hubieran conseguido activar parte de este sistema alienígena -comentó él-. Debe de tratarse de alguna energía residual, o tal vez introdujeron una conexión. Seguro que Cohaagen sintió gran curiosidad por este artefacto.
– Cállate y bésame -dijo ella, alzando el rostro.
De repente, abrió mucho los ojos y se puso rígida. ¿Qué pasaba?
Entonces, Quaid escuchó un leve ruido encima de ellos; alzó la vista. Uno de los paneles del techo se estaba abriendo unos centímetros. ¡Richter se hallaba en el techo! El cañón de su arma se asomó por la rendija. Disparó. La bala rebotó en el interior, sin llegar a darles.
Quaid apartó a Melina de una forma menos romántica de lo que le hubiera gustado y extrajo su arma. Él y Melina devolvieron el fuego; sin embargo, sus balas rebotaron contra ellos. ¡Si seguían disparando se matarían a sí mismos!
Richter no había seguido a sus soldados. Los dejó como una fuerza de distracción mientras él preparaba esa astuta emboscada, seguro de que Quaid sobreviviría y vendría al montacargas. Richter estaba protegido, mientras que ellos dos no. Había mejorado.
Quaid y Melina se movieron de forma errática por la cabina, intentando no ser unos blancos fijos. Pero con eso no bastaba. Seguían siendo unos peces en un tonel. Richter no cesaba de disparar, y una bala rozó el hombro de Quaid.
¡La situación empeoraba! Quaid abrió la puerta. Él y Melina salieron y treparon por lados opuestos del montacargas. Richter siguió disparándoles, y ellos le devolvieron el fuego. Ahora ya se encontraban todos en el exterior, y Richter había dejado de estar protegido por el metal invulnerable del montacargas. Debía mantener su cuerpo fuera de la línea de fuego.
Melina esquivó una bala, perdió el equilibrio y tuvo que soltar su arma, salvándose gracias a que se sujetó con ambas manos mientras sus pies se balanceaban en el vacío.
Richter apuntó a Quaid. Quaid le sujetó el brazo.
En ese momento, Quaid alzó la vista. Detrás de Richter vio que estaba la segunda plataforma. El montacargas se dirigía hacia ella. ¡Cualquier cosa que hubiera fuera de la cabina sería guillotinada! Quaid era como un pan observando al panadero cortar sus extremidades. Richter también lo vio. Sonrió con una mueca brutal.
Quaid intentó trepar al techo junto a Richter, pero éste le empujó. Quaid aferró el otro brazo de Richter…, y quedó colgado de ellos. En cualquier instante los cuatro brazos serían cortados.
En ese instante Richter tiró hacia atrás, sacando sus brazos del peligro al tiempo que le brindaba a Quaid el tirón suficiente con el que subir al techo del montacargas. Lo último que deseaba hacer era salvar a Quaid, pero valoraba su propio cuerpo. Quaid apenas pudo retirar las piernas del peligro del borde que se les venía encima.
Melina se metió en el interior del montacargas un centímetro antes de que la hoja metálica descendiera por su costado de la cabina.
Cohaagen estaba cerca de la sala de control alienígena mientras los expertos en demolición descargaban sus equipos. Había tenido la esperanza de conseguir algo útil de este aparato alienígena; sin embargo, no podía permitir que empezara a producir aire para Marte. No sabía a quién podía haberle contado Quaid sus sospechas acerca del aire, y tampoco estaba seguro de que hasta el último rebelde hubiera sido exterminado. Resultaba obvio que la mujer rebelde había corrompido a Quaid, y quizás ella hizo público el secreto por todas partes. De modo que debía destruirlo ahora, antes de que a otros pseudopatriotas se les ocurrieran algunas ideas inteligentes. El monopolio era algo peculiar: una vez lo perdías, resultaba casi imposible volver a recuperarlo. El espectro del aire gratis generaría un número interminable de revolucionarios potenciales. Ya era hora de acabar con todo el asunto, eliminando la posibilidad. Había sido un tonto en retrasar tanto esta medida, pero había surgido un problema con la ley de preservación de artefactos alienígenas, y los enviados del gobierno de la Tierra le habían estado acosando. Bueno, una vez concluyera esto, les daría libre acceso a la Mina Pirámide; entonces podrían admirar los restos alienígenas a su entera satisfacción. Una cosa era segura: no habría aire gratis, y su poder quedaría asegurado.