– ¿Qué haces aquí?
Él no contestó, pero levantó la cabeza. Sus ojos seguían allí, pero con la mirada vacía. Ella estaba acostumbrada, había vivido con aquella mirada inexpresiva durante tres años. Sólo que ahora parecía aún más apagada, más inerte.
«No es Tore. Es un muñeco».
El espantajo dio unos pasos hacia delante y entró en la casa. Elvy fue incapaz de hacer nada para impedírselo. No estaba asustada, pero no tenía ni idea de qué iba a hacer.
Era Tore, eso era innegable, pero ¿cómo era posible algo así? Ella misma había comprobado que no tenía pulso, ella misma le había colocado su espejo de bolsillo delante de la boca y había comprobado que ya no respiraba. Se lo había oído decir al personal de la ambulancia, tenía papeles que certificaban que su esposo estaba muerto, sin vida, fallecido.
«La resurrección de la carne…».
Tore pasó por delante de ella y continuó hacia el interior de la casa. Un hedor frío a hospital alcanzó la nariz de Elvy; ascaridol, almidón y un olor más dulce, afrutado, de fondo, pero enseguida se acostumbró, le cogió del brazo y le preguntó en voz baja:
– ¿Qué haces?
Él no le prestó atención y siguió avanzando a trompicones como si cada paso le supusiera un esfuerzo, encaminándose hacia la otra habitación. Su habitación.
Entonces fue cuando ella cayó en la cuenta de que era la primera vez que le veía andar desde hacía siete años. Rígido, como si aún no se hubiera acostumbrado a su cuerpo recién recuperado, pero andar, ya lo creo que andaba. Iba derecho hacia la habitación en la que estaba durmiendo Flora.
Elvy se volvió, le agarró de los hombros por detrás y le susurró con un tono más alto:
– ¡Flora está durmiendo! ¡No la molestes!
Tore se detuvo. El frío de su cuerpo se colaba a través del tejido y Elvy lo sintió en las manos. Tras permanecer así unos segundos, asomó a la cabeza de ella un recuerdo: las veces que él había vuelto a casa borracho cuando Margareta era pequeña. La niña durmiendo en su cama, Elvy haciendo guardia en la puerta para impedir que Tore entrara tambaleándose en la habitación de Margareta a balbucir sus muestras de cariño sobre la aterrorizada niña.
«¡Está dormida! ¡No la molestes!».
La mayoría de las veces había conseguido evitarlo, pero no siempre.
El difunto se volvió. Ella intentó atraer su mirada, clavarle los ojos y ponerlo en su sitio como había hecho cuarenta años atrás. Hacer que se detuviera, que se atuviera a razones, pero fue como tratar de poner una chincheta en una bola de bolera; su mirada resbalaba, no podía alcanzarlo y fue entonces cuando se asustó.
Aunque tenía las mejillas hundidas, los labios caídos y había perdido veinte kilos, seguía siendo bastante más fuerte que ella. Y en sus ojos no había ningún sentimiento, ningún atisbo de memoria. La anciana no pudo seguir mirándolos, se dio por vencida y perdió.
Tore se volvió y continuó hacia la habitación. Elvy trató de sujetarlo de nuevo, pero al mismo tiempo que a ella se le escurrían de las manos los hombros de Tore, se abrió la puerta de la habitación y apareció Flora.
– Abuela, ¿qué…?
Entonces vio al muerto. Se le escapó un lamento y se hizo inmediatamente a un lado para no toparse con su imperturbable determinación. Él, sin advertir siquiera su presencia, entró en el dormitorio al tiempo que la muchacha se tropezó con el sofá, se cayó y, a gatas, se dirigió hacia la puerta del balcón, donde se dejó caer en el suelo con los ojos de par en par y empezó a chillar.
Elvy corrió hasta ella, la abrazó y le acarició el pelo y las mejillas.
– Chissst… chissst… No hay peligro… chissst.
Flora dejó de gritar. Elvy pudo sentir bajo sus manos cómo se le tensaba la mandíbula. La chica comenzó a temblar y buscó refugio en el regazo de su abuela sin poder tranquilizarse, con la mirada puesta en el dormitorio, donde Tore se dirigía a su escritorio y tomaba asiento como si acabara de llegar a casa después del trabajo y tuviera aún algo pendiente antes de acostarse.
Ellas le vieron mover los brazos y oyeron el ruido suave del roce de los papeles. Incapaces de hacer algo, siguieron acurrucadas un buen rato, hasta que Flora se soltó de los brazos de Elvy y se irguió, sentada aún en el suelo.
– ¿Qué tal, hija? -susurró Elvy bajito, para que Tore no la oyera.
Flora abría y cerraba la boca, haciendo gestos entrecortados hacia la mesa del sofá y hacia el dormitorio. Elvy observó esos gestos y comprendió a qué se refería. En la mesa auxiliar estaba la funda del videojuego de Flora, Resident Evil. Flora dijo algo entre dientes y Elvy se acercó a ella.
– ¿Qué has dicho?
La voz de la nieta apenas era un susurro, sin embargo Elvy pudo entender lo que dijo.
– Esto… esto es absurdo.
La anciana asintió. Sí. Absurdo. Lo que es imposible es absurdo. Pero ahí estaba. Elvy se levantó. Flora la agarró por el dobladillo de la bata.
– Silencio -susurró la mujer-. Sólo voy a ver qué está haciendo.
Se deslizó hacia el dormitorio. ¿Por qué hablaban en voz baja, por qué se movía ella con tanto sigilo, si aquello era tan absurdo? Porque lo imposible estaba presente en el límite de nuestra existencia. El más mínimo movimiento equivocado, la más mínima perturbación, y se caía uno por el precipicio o se alzaba dando aullidos. Nunca se sabía. Había que andar con cuidado, tenerlo en cuenta.
Elvy se apoyó en el marco de la puerta, pero sólo veía la espalda de Tore, su codo aparecía y desaparecía. Ella entró en la habitación, moviéndose sigilosamente cerca de la pared para verlo desde otro ángulo.
«¿Está buscando algo?».
Los fantasmas volvían para arreglar algo. El olor afrutado se había vuelto más intenso. Elvy apoyó las puntas de los dedos en la pared para mantener el contacto con la realidad.
Las manos blancas y rígidas del difunto se movían encima del escritorio, sobre los papeles con las letras de los salmos fotocopiados para cantarlos en el entierro, el papel para escribir cartas, el periódico Expressen que Flora había traído. Tore levantó un papel a la altura de los ojos, empezó a mover la cabeza hacia un lado y hacia otro como si estuviera leyendo…
«Sólo un día, un instante tras otro».
… después lo dejó en la mesa, cogió otro con el mismo contenido y lo leyó con igual interés.
– ¿Tore?
Elvy se estremeció ante el sonido de su propia voz. No había pensado decir nada, pero el nombre le salió solo. Tore no reaccionó y Elvy respiró con alivio: no deseaba en absoluto que él se volviera, hiciera algo o…
«Dios me libre».
… dijera algo.
Ella salió con sigilo de la estancia apoyándose en la pared, cerró la puerta con cuidado, y se puso a escuchar. Seguía oyéndose el roce de los papeles. Acercó el sillón a la puerta, puso el respaldo bajo el tirador y colocó un par de libros entre éste y el respaldo de la butaca para bloquear la puerta.
Flora seguía sentada en el suelo en la misma posición que la había dejado. La resurrección de su esposo no le cabía en la cabeza a Elvy, realmente era algo impensable, pero estaba preocupada por Flora. Aquello era demasiado para una criatura tan sensible.
Elvy se sentó a su lado, y se sintió aliviada cuando la chica le preguntó:
– ¿Qué hace?
Porque eso significaba que no se había cerrado totalmente, que mostraba interés, y Elvy tenía una respuesta a esa pregunta:
– Creo que hace como que está vivo.
Flora asintió fugazmente, como si aquélla fuera justo la respuesta que ella se había esperado. La anciana no sabía qué hacer. Lo mejor habría sido, evidentemente, que Flora no estuviera allí, pero no había manera de que la chica se marchara de casa a aquellas horas. Los autobuses ya habrían terminado el servicio y Margareta y Göran se hallaban en Londres.