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«Ya está… Ya está».

El roce con la frente de Elias permanecía aún en sus labios. Piel fría, dura, sin respuesta. Era como besar una piedra.

No se atrevía a encender las luces del cuarto de estar. Elias permanecía completamente inmóvil en el sofá. El pijama de seda brillaba suavemente con las primeras luces del alba. Mahler se pasó las manos por el rostro y pensó:

«¿Qué estoy haciendo?».

Sí, ¿qué cojones estaba haciendo, en realidad? Lo primero porque Elias estaba muy enfermo. ¿Qué se hace con un niño gravemente enfermo? ¿Se lo lleva uno a su apartamento? Respuesta incorrecta. Se llama a una ambulancia, se preocupa uno de que llegue al hospital…

«Depósito de cadáveres».

… para que reciba atención médica.

Pero estaba lo del depósito de cadáveres. Lo que él había visto allí. Los muertos se resistían mientras los sujetaban. Y él no quería ver al niño en esa película, pero ¿qué podía hacer? Estaba claro que él no tenía ninguna posibilidad de hacerse cargo de Elias, de hacerle…, lo que le tuvieran que hacer.

«¿Y tú crees que la tienen en el hospital?».

Empezó a sentir algo de alivio en la espalda. Recuperó la sensatez. Iba a llamar a una ambulancia, por supuesto. No era posible hacer otra cosa.

«Mi pequeño. Mi niño precioso».

Si el accidente hubiera ocurrido sólo un mes más tarde… Ayer. Anteayer. Si Elias se hubiera librado de pasar tanto tiempo enterrado, habría evitado los estragos que la muerte había causado en él; no sería ese ser reseco parecido a un saurio en el que todo lo que sobresalía del cuerpo era negro. Mahler, por mucho que le quisiera, se daba cuenta de que Elias ya no parecía humano. Parecía como algo que uno mira a través de un cristal.

– Cariño, voy a llamar a un médico, a alguien que pueda ayudarte.

Sonó el móvil.

En la pantalla aparecía el número del periódico. Esta vez contestó la llamada.

– Sí, soy…

Benke parecía que estaba a punto de echarse a llorar cuando le interrumpió:

– ¿Dónde has estado? Primero pones en marcha toda esta mierda y luego te esfumas, ¿no?

Mahler no pudo evitar una sonrisa.

– Benke, no he sido yo quien ha «puesto en marcha» todo esto. Soy inocente del todo.

Se hizo un silencio al otro lado del teléfono. Mahler pudo oír que había gente hablando por allí, pero no identificó ninguna de las voces.

– ¿Gustav? -le interrogó Benke-. ¿Está Elias…?

Lo que le hizo tomar la decisión no fue que confiara en Benke, que lo hacía, por supuesto, sino el darse cuenta de que necesitaba algún modo de comunicarse con el mundo exterior. Mahler respiró profundamente y le confesó:

– Sí. Está aquí. En mi casa.

El ruido de fondo cambió, y Mahler comprendió que Benke se había ido con el teléfono a hablar a algún sitio donde los demás no pudieran oírle.

– ¿Está… en mal estado?

– Sí.

Ahora el silencio era total alrededor de Benke. Probablemente se había metido en algún despacho vacío.

– Bueno, Gustav. No sé qué decirte.

– No tienes que decirme nada, pero quiero saber qué están haciendo. Si hago bien.

– Están reuniéndolos a todos. Los llevan a Danderyd. Han empezado a abrir las tumbas por todas partes. Han pedido ayuda al ejército, recurriendo a una disposición que hace referencia al riesgo de epidemia. La verdad es que nadie sabe nada. Yo creo… -Benke hizo una pausa-. No sé, pero yo también tengo nietos, como tú sabes. A lo mejor haces bien. Reina un cierto… pánico.

– ¿Sabe alguien por qué pasa esto?

– Nadie. Y ahora, Gustav… voy al otro tema.

– Benke, no puedo. Estoy completamente destrozado.

Benke resopló en el auricular; Mahler se dio cuenta del esfuerzo que le suponía mantener la calma y no empezar a gruñir.

– ¿Tienes las fotos? -le preguntó.

– Sí, pero…

– Entonces -dijo Benke-, ésas son las únicas fotos no intervenidas que se han tomado dentro del hospital y tú el único periodista que ha conseguido entrar antes de que lo cerraran. Gustav, con todo el respeto debido a la situación que estás viviendo, y que yo no puedo imaginarme siquiera, el caso es que yo estoy aquí y hago un periódico. Estoy hablando en estos momentos con mi mejor periodista, que está en posesión del mejor material existente. ¿Acaso puedes tú ponerte en mi situación?

– Benke, tienes que entender que…

– Te entiendo. Pero, por favor, Gustav, por favor, ¿no puedes hacer algo…? Lo que sea. ¿Las fotos y un pequeño texto directo? ¿Por favor? Y si no puede ser, pues las fotos, sólo las fotos.

Si hubiera podido reírse, Mahler se habría echado a reír, pero en esos momentos sólo le salió un gemido. En los quince años que ambos habían trabajado juntos no lograba recordar ni una sola vez en la que Benke hubiera pedido nada. La expresión «por favor» con signos de interrogación no existía en su vocabulario.

– Lo intentaré -le contestó.

Como si no se hubiera esperado otra cosa, Benke le espetó:

– Reservo las páginas centrales. Tienes cuarenta y cinco minutos.

– ¡Por Dios!, Benke…

– Que sí. Y, gracias, Gustav. Gracias. Ya puedes empezar.

Colgaron. Mahler miró a su nieto, que no se había movido. Se acercó y le puso el dedo en la mano. Se lo agarró. A Mahler le habría gustado sentarse a su lado, dormirse así, con el dedo en la mano de Elias.

«Cuarenta y cinco minutos…».

Era una locura. ¿Por qué había dicho que sí?

Porque no había otra alternativa: él había sido periodista toda su vida, y sabía que lo que Benke le había dicho era cierto. Él tenía en sus manos el mejor material existente de la noticia más importante… que había producido nunca. No podía dejarlo pasar. De ninguna manera.

Se sentó frente al ordenador, fue seleccionando las imágenes en su cabeza y los dedos empezaron a moverse sobre el teclado.

El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través del cristal que hay en la puerta.

SEGUNDO INFORME

00:22. El ministro de Sanidad y Asuntos Sociales llega al ministerio. Bajo su dirección se ha nombrado con carácter temporal una comisión integrada por representantes de varios ministerios y de la policía, así como médicos especialistas en diversas materias.

Se ha puesto a disposición de dicha comisión una sala de conferencias para que funcione provisionalmente como su sede central. Pronto será conocida como la Sala de los Muertos.

00:25. El primer ministro recibe la noticia en Ciudad del Cabo. La situación se considera tan extraordinaria que se suspende un encuentro con Nelson Mandela programado para el día siguiente, y el avión oficial se prepara para iniciar el viaje de regreso. El vuelo durará once horas.

00:42. A la Sala de los Muertos llegan los primeros datos irrefutables sobre resurrecciones en los cementerios. Ya se han barajado algunas cifras. Hay unas 980 personas más. La policía hace pública su falta de recursos para hacerse cargo de las exhumaciones.

00:45. Aumenta la necesidad de emitir un comunicado desde la Sala de los Muertos. Reina una cierta confusión enla terminología. Tras un breve encuentro, deciden que en adelante se utilizará el término «redivivo» para referirse a los muertos que han despertado.

00:50. El ejército se hará cargo del problema de las exhumaciones. Y puesto que la ley prohíbe la colaboración entre el ejército y la policía, los representantes de los militares no podrán pasar a formar parte de la comisión. A los militares se les otorga la misma autoridad que en los supuestos de intervención para hacer frente a una catástrofe, y podrán actuar en este asunto como juzguen más oportuno.