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No había ninguna llamada del hospital. Sólo periodistas y el padre de Eva preguntando dónde estaba ella. No se sentía con fuerzas para hablar con él ni con su madre. Por suerte, ella no se había enterado de nada de lo sucedido por la noche.

Cuando Magnus le dio la mano, David tiró de él con demasiada brusquedad. Su madre arrugó en entrecejo y le preguntó:

– Y con Eva, ¿va todo bien?

– Sí, claro. Ahora tenemos que irnos.

Se despidieron y David arrastró a Magnus escaleras abajo. De camino hacia la escuela, el niño le fue contando cosas del capítulo de Tarzán que había visto y su padre iba asintiendo, diciendo que sí sin enterarse de nada. A mitad de camino se llevó a Magnus hacia un banco de un parque.

– ¿Qué pasa? -preguntó Magnus.

David se colocó las manos en las rodillas y clavó la vista en el suelo. Tratando de que se enfriara lo que le ardía dentro de la cabeza, de que se tranquilizara. Magnus jugueteaba con su mochila.

– ¡Papá! ¡No llevo nada de fruta!

El niño enseñaba su mochila vacía para que lo comprobara.

– Compraremos una manzana en el quiosco -le contestó David.

Esas palabras cotidianas y un hecho normal le tranquilizaron. Se abrió una rendija de luz, y a través de ella vio a su hijo de ocho años rebuscando en el fondo de su mochila; tal vez había alguna vieja manzana olvidada allí. El sol de la mañana brillaba sobre sus finos cabellos.

«Nunca te fallaré, pequeño. Pase lo que pase».

La angustia fue sustituida por una enorme tristeza. Como si fuera tan sencillo: hacía un día precioso, lucía el sol, arrojaba sombras borrosas sobre los troncos de los árboles y sobre el hormigón. Y aquí estaba él, sentado en un banco con su hijo que iba a la escuela y necesitaba una manzana para la pausa de la fruta. Y él era un padre que podía entrar en una tienda, sacar unas coronas, comprar una manzana grande y roja y dársela a su hijo, que diría: «Qué bonita», y se la guardaría en la mochila. Si fuera así.

– Magnus… -le dijo.

– ¿Sí? Yo prefiero una pera.

– Vale. Oye…

Se había pasado buena parte de la noche pensando en este momento, en cómo iba a decírselo, en cómo tenía que hacerlo. Quien tenía buena mano para estas cosas era Eva. Ella era la que hablaba con Magnus de cómo debía comportarse él si los chicos mayores se portaban mal, si tenía miedo o estaba preocupado por algo. Él podía apoyarla y seguir su línea, pero no sabía por dónde empezar, ni qué era lo correcto.

– Es que… mamá ha tenido un accidente esta noche. Y está en el hospital.

– ¿Cómo un accidente?

– Chocó con el coche. Con un alce.

Los ojos de Magnus se abrieron como platos.

– ¿Murió el alce?

– Sí, eso creo. Pero… mamá estará unos días en el hospital hasta que… la curen.

– ¿No podré ir a verla?

A David se le formó un nudo en la garganta, pero antes de que se le deshiciera en lágrimas se levantó, agarró a Magnus de la mano y le dijo:

– Ahora no. Más adelante. Pronto. Cuando se ponga buena.

Caminaron un trecho en silencio.

– ¿Y cuándo se pondrá buena? -quiso saber el niño cuando se hallaban cerca del colegio.

– Pronto. ¿Querías una pera?

– Mm.

David entró en el quiosco y compró una pera. Cuando salió, Magnus estaba mirando las portadas de los periódicos.

LOS MUERTOS DESPIERTANGRAN REPORTAJEGRÁFICO DELA CONMOCIÓNDE ESTA NOCHE

LOS MUERTOS DESPIERTAN2.000 SUECOS HAN SALIDO ESTA NOCHE DE SUS TUMBAS

El niño las señaló e inquirió:

– ¿Es verdad eso?

El humorista lanzó una mirada a las estridentes letras negras sobre fondo amarillo.

– No lo sé -contestó, y le puso la pera dentro de la mochila. Magnus siguió preguntando durante el último trecho hasta la escuela, y David siguió mintiendo.

Se dieron un abrazo junto a la verja del colegio y David se quedó en cuclillas un rato, vio a su hijo cruzar la puerta de entrada con la mochila rebotándole en la espalda.

David captó fragmentos de una conversación de dos padres que estaban a su lado: «… como una película de terror… zombis… esperemos que consigan encerrarlos a todos… figúrate lo que los niños van…».

Él los reconoció, eran padres de compañeros de clase de Magnus. Una rabia repentina se apoderó de él. Le entraron ganas de lanzarse sobre ellos, zarandearlos y gritarles que aquello no era ninguna película, que Eva no era ningún zombi, que ella sólo había muerto y se había despertado de nuevo, y que pronto se arreglaría todo.

Como si hubiera adivinado lo que se le venía encima, la mujer se volvió y vio a David. Se llevó los dedos a los labios y una súbita compasión transformó la expresión de sus ojos. La mujer se acercó a David agitando los dedos, y dijo:

– Lo siento… he oído… qué horror.

David la miró con hostilidad.

– ¿De qué está hablando?

Evidentemente, la mujer no se había esperado esa reacción, e instintivamente se puso las manos delante a modo de protección frente a la furia de David.

– Sí -repuso ella-. Lo comprendo… salió en las noticias esta mañana…

Él tardó un par de segundos en reaccionar. Había olvidado totalmente la conversación con el reportero, le pareció tan absurda que no pensó que pudiera significar nada para el mundo exterior. Entonces, se acercó también el hombre.

– ¿Podemos hacer algo? -preguntó.

David negó con la cabeza y se fue de allí. Se detuvo fuera del quiosco frente a las portadas.

«Magnus…».

Si alguno de los padres que había visto la televisión por la mañana se lo había contado a sus hijos, entonces Magnus se enteraría por esa vía. ¿Estaba la gente tan mal de la cabeza? ¿Debería volver en busca de Magnus?

Era incapaz de pensar. En vez de eso, entró en el quiosco, compró los dos periódicos y se sentó en un banco a leerlos. Después tenía pensado ir al Centro de Medicina Forense del Instituto Karolinska para enterarse de qué demonios estaban haciendo con ella.

Le costaba concentrarse en la lectura. Las palabras que había captado en la conversación de los otros padres seguían dándole vueltas en la cabeza.

«Película de terror… zombis…».

Él no veía nunca películas de terror, pero hasta ahí sí llegaba; los zombis eran algo peligroso. Algo frente a lo que las personas debían protegerse. Se frotó con fuerza los ojos y concentró la vista en las imágenes, en el texto.

El ascensor arranca con una sacudida. Oigo gritos a través de las gruesas paredes de cemento. La planta del depósito de cadáveres aparece a través de la ventana del ascensor.

El texto, por lo demás estrictamente informativo, terminaba con un alegato que de repente hizo reaccionar a David. Al final, el periodista -Gustav Mahler, leyó David- de pronto, y totalmente fuera de lugar, había dejado oír su propia voz.

sin embargo, debemos preguntarnos: ¿no son los familiares los que deben decidir qué se debe hacer? ¿Pueden las autoridades tomar decisiones por su cuenta en un asunto que, en el fondo, es una cuestión de cariño? A mí no me lo parece, y creo que somos muchos.