David bajó el periódico.
«Sí», pensó, «en el fondo es una cuestión de cariño».
Se guardó la prensa en la bolsa como si fuera un apoyo silencioso y paró un taxi para ir hasta Solna, el lugar donde Eva estaba retenida.
Vällingby, 08:00
Mahler creía que sólo había dado una cabezada cuando sonó el despertador, pero había dormido tres horas sentado en el sillón. Parecía como si su cuerpo formara parte del mueble y resultara difícil separarlo de él. Elias estaba tumbado en el sofá con la cabeza a su lado. El periodista alargó el brazo y colocó un dedo en la mano de Elias, que reaccionó y se lo apretó.
Recordó vagamente haber escrito un texto para el periódico y se angustió. ¿Había escrito algo sobre su nieto? En cierto modo lo había hecho, pero no podía recordarlo con exactitud. La redacción había sido un puro arrebato de letras y cigarrillos que había durado cuarenta y cinco minutos. Después se había sentado en el sofá y se había adormecido.
Fuera, había otras muchas cosas en las que pensar. Se levantó del sillón y fue hasta el balcón, encendió un cigarrillo y se apoyó contra la barandilla. Hacía una mañana preciosa. El cielo era azul claro, y aún no hacía mucho calor. Una brisa suave animó el ascua del cigarrillo y le acarició el pecho. Tenía todo el cuerpo pegajoso de sudor reseco y la camisa tiesa, grasienta. El humo que aspiraban sus pulmones le sabía a calor pesado.
Miró por el patio hacia las ventanas de Anna.
«Tengo que contárselo».
Ella iría a visitar la tumba a las diez y vería lo ocurrido. Debía ahorrarle aquel sobresalto, pero estaba asustado; no tenía ni idea de cómo iba a reaccionar ella. Después de la muerte de Elias sólo una película muy fina la había librado de caer en la oscuridad total. Quizá se rompiera ahora. Había un detalle que hablaba en contra de ello: Anna no quiso incinerar a Elias. Ella quería tener la piel de Elias, su cara, sus huesos para pensar en ellos, abajo en la tierra. Ella deseaba tenerlo presente. Quizá eso hiciera que ahora también pudiera superar esto. Quizá.
Gustav apagó el cigarro, respiró profundamente, tanto como se lo permitieron sus pulmones, y volvió a entrar.
Ahora, después de respirar el aire de fuera, notó lo mal que olía el cuarto. Olía a tabaco y a polvo, y además se notaba un olor fuerte, penetrante, a…
«¿Cómo se llama?».
… Havarti. Queso curado. Ese aroma que se quedaba en los dedos, en la memoria olfativa, horas después de haber abierto el plástico. El olor se volvió más intenso cuando permaneció quieto, respirando por la nariz. El abdomen del redivivo estaba hinchado como un balón, durante la noche había saltado otro de los botones del pijama, y ya sólo le quedaba el del cuello.
«Ella no puede verlo así».
Mahler llenó de agua la bañera hasta la mitad, después llevó a Elias hasta el cuarto de baño y le desvistió. Pronto se acostumbraría. Pronto desaparecería la sensación de extrañeza.
La piel del niño era de color verde oscuro, aceitunada, y parecía fina, puesto que Mahler podía ver con claridad las venas por debajo de ella. Tenía el tronco cubierto de pequeñas ampollas llenas de líquido, como si tuviera la varicela. Ojalá pudiera expulsar aquellos gases que le hinchaban tanto la tripa. Eso haría que Elias pareciera menos monstruoso, sería posible mirarlo como si… como si hubiera sufrido quemaduras o cualquier otra cosa.
La cara de Elias permaneció inmóvil mientras le quitaba la ropa. Mahler no sabía si veía algo. Sus ojos asomaban sólo como dos gotas de resina seca bajo los párpados caídos.
Mahler lo colocó con cuidado dentro de la bañera. El pequeño no protestó. Cuando el agua se cerró alrededor de su cuerpo, él expulsó un eructo de aire podrido. Llenó de agua el vaso del cepillo de dientes y se lo acercó a los labios. Como Elias no hizo ningún movimiento para beber, Mahler volcó el vaso de manera que cayera algo de agua dentro de la boca. Volvió a salir.
Entonces el periodista recordó algo. Algo que había leído sobre Haití, acerca de lo que necesitan los muertos que resucitan.
Tuvo que controlar el impulso de ir hasta la estantería y comprobarlo, no podía dejar a Elias solo en la bañera. Con una esponja le lavó minuciosamente todas las partes del cuerpo. Lo peor eran los dedos de las manos y de los pies, y el pene. Tenían el color azul oscuro de la gangrena y carecían absolutamente de vida.
Por último le lavó la cabeza. Mientras le frotaba el champú por el pelo, cerró los ojos y pudo fingir por un momento. No notaba ninguna diferencia en comparación con cuando antes le lavaba la cabeza a Elias. Pero en el momento en que abrió los ojos para aclararle, vio que se le habían quedado mechones entre los dedos.
«No, no…».
Le enjuagó el cabello con una jarra, no se atrevió a secárselo por miedo a que se le cayera más. El agua de la bañera estaba marrón y Mahler quitó el tapón, luego lo aclaró con agua templada de la ducha.
«La tripa…, esa tripa…».
Mahler le puso a Elias la mano sobre el vientre y apretó suavemente. Como no ocurrió nada, apretó un poco más fuerte. El vientre cedió y se oyó el burbujeo. Apretó aún más. El burbujeo continuó, como cuando uno saca despacio el aire de un globo; del recto le salió un líquido marrón claro, que fue buscando el desagüe de la bañera, y subió un olor que obligó a Mahler a darse media vuelta, abrir la tapa del váter y vomitar.
«Esto va bien… Esto va bien…».
Sí. Elias tenía ahora mejor aspecto, según pudo constatar cuando se volvió. Su cuerpo ya no se parecía al de las víctimas del hambre, pero la piel…
Mahler lo aclaró otra vez y lo sacó de la bañera, lo envolvió en una toalla blanca y lo llevó hasta la cama, buscó un tubo de crema hidratante y le frotó con cuidado cada centímetro de su cutis acartonado. Para su satisfacción, la piel, tras un minuto, parecía igual de seca que antes. Eso quería decir que absorbía la pomada. Le volvió a untar el cuerpo con crema una y otra vez, hasta que vació el contenido del tubo.
Cuando pellizcó un trozo de piel de Elias entre el índice y el pulgar, notó que estaba menos dura que antes. Menos como cuero, más como goma. Pero igual de reseca. Tendría que comprar más crema.
El trabajo le proporcionó un poco de alivio. Conseguir que su piel fuera más suave era lo primero que él había podido hacer por Elias, la única mejoría que había conseguido.
«Haití…».
No tuvo necesidad de leerlo; lo recordó.
Fue a la cocina y llenó un vaso con agua hasta la mitad, luego añadió una cucharadita de sal y lo removió hasta que se deshizo la sal. La probó. Saladísima. Llenó el vaso de agua, lo movió y volvió a probarlo. Tiró la mitad y volvió a echar agua. Sí. Ahora sabía más o menos como el agua del mar.
Al entrar en la habitación, le asaltó la duda. A los enfermos graves solían darles glucosa, suero glucosado. Él solo podía apoyarse en la mitología para justificar su decisión.
«De todas formas, esto no puede ser… peligroso, ¿verdad?».
La llama vital de Elias era terriblemente débil. Parecía como si no hiciera falta mucho para que se apagara totalmente. ¿Un trago de agua salada no iría a…?
Se quedó sentado en el borde de la cama con el vaso de agua en la mano.
Haití era el único lugar del mundo donde estaba extendida la creencia en los zombis. Y lo que necesitan los muertos cuando vuelven al mundo de los vivos es agua de mar. En toda mitología hay algo de verdad, si no no habría sobrevivido. Así pues…
Colocó la mano detrás de la cabeza de Elias y se le mojó con el pelo cuando lo levantó, lo sentó y le acercó el vaso a los labios, lo inclinó y dejó caer dentro un poco de agua. La garganta del pequeño se movió hacia arriba con un pequeño espasmo. Y hacia abajo. Tragó.