Anna no se derrumbó. No gritó. Se acercó despacio al lecho y miró lo que había en él. Se sentó al borde de la cama. Después de permanecer así un minuto sin decir nada, le rogó:
– ¿Puedes salir un momento, por favor?
Mahler salió y cerró. Se quedó detrás de la puerta escuchando. Al cabo de un rato oyó un sonido como de un animal herido, un gemido prolongado, monótono. Él se mordió los nudillos, pero no abrió la puerta.
Después de cinco minutos reapareció Anna. Tenía los ojos rojos, pero parecía entera. Al salir cerró la puerta con cuidado. Entonces fue Gustav quien se puso nervioso. Aquello no era lo que él había esperado. La mujer fue hasta el sofá y se sentó, Mahler la siguió, se sentó a su lado y le cogió la mano.
– ¿Qué tal?
Anna estaba mirando la pantalla apagada del televisor con ojos inexpresivos.
– No es Elias -afirmó.
Mahler no dijo nada. El dolor del pecho se le extendió por el hombro y el brazo, de modo que se reclinó en el sofá e intentó ordenar al corazón que se tranquilizara, que dejara de fibrilar. Retorció la cara en un gesto de dolor cuando una mano ardiendo le agarró el corazón, se lo apretó… y soltó. Los latidos volvieron a su ritmo habitual. Anna no había notado nada.
– Elias ya no existe -dijo.
– Anna… yo… -jadeó Mahler.
Anna asentía a su propia afirmación, y añadió:
– Elias está muerto.
– Anna, yo estoy… seguro de que…
– No me entiendes. Sé que es el cuerpo de Elias. Pero Elias ya no existe.
Él no supo qué decir. Los calambrazos en el brazo remitieron, dejando su cuerpo relajado, la tranquilidad después de ganar una batalla.
– Entonces, ¿qué quieres hacer? -inquirió con los ojos cerrados.
– Cuidar de él, por supuesto. Pero Elias ha desaparecido. Existe en nuestros recuerdos. Ahí debe permanecer. En ningún otro sitio.
– Sí… -respondió Mahler con un asentimiento. No sabía lo que quería decir con eso.
Solna, 08:45
El taxista se había pasado la noche llevando pacientes desde Danderyd y hablaba de lo estúpida que era la gente. Tenían miedo de los muertos como lo tenían de los fantasmas o de los aparecidos, cuando ése no era para nada el problema. El problema eran las bacterias.
– Tira el cadáver de un perro a un pozo. Después de tres días el agua está tan emponzoñada que se corre el riesgo de morir si se bebe de esa agua. O fíjate en la guerra de Ruanda; decenas de miles de muertos, sí, pero eso no fue lo peor. La gran tragedia fue el agua. Los muertos fueron arrojados a los ríos y murió aún más gente por la falta de agua, o por beber la que había.
Las bacterias que los muertos traían consigo. Ése era el gran peligro.
David Zetterberg advirtió que el conductor llevaba una caja de pañuelos de papel en el salpicadero, debajo del taxímetro. No sabía si era verdad lo que decía aquel hombre, pero el simple hecho de que lo creyera…
Él dejó de escucharle cuando el taxista empezó a hablar de las esporas halladas en el cometa procedente de Marte que había aterrizado hacía cuatro años. Era evidente que aquel tipo estaba obsesionado, y David no le prestó atención mientras seguía hablando de unos resultados secretos.
«¿Tendrán pensado hacerle la autopsia? ¿Se la habrán hecho ya?».
Cuando llegaron a las inmediaciones del Instituto Karolinska, el taxista le preguntó la dirección exacta.
– Medicina Forense -contestó David.
El conductor se quedó mirándolo.
– ¿Trabaja allí?
– No.
– Mejor para usted.
– ¿Y eso?
El taxista meneó la cabeza y, con el tono de quien está revelando un secreto, dijo:
– Digamos que… buena parte de esa gente está bastante pirada.
Cuando David se bajó del vehículo junto a un edificio de ladrillo bastante anodino, el taxista le guiñó el ojo.
– Suerte… -le deseó antes de marcharse.
Se dirigió a recepción y explicó el motivo de su visita. La recepcionista, que, por cierto, parecía no tener ni idea de lo que le estaba hablando, tuvo que hacer varias llamadas hasta que al final dio con la persona indicada, y le pidió a Zetterberg que se sentara y esperase.
En la sala de espera sólo había dos sillas con la tapicería ribeteada. Él se ahogaba en aquel ambiente, y justo cuando estaba a punto de levantarse y salir a esperar al aparcamiento, apareció alguien a través de las puertas de cristal que daban a la parte interior.
David, sin pensar en ello, había esperado que apareciera un tipo de dos metros con la bata manchada de sangre, pero salió a recibirle una mujer menuda de unos cincuenta años, con el cabello corto y cubierto de canas, y los ojos azules protegidos detrás de unas gafas enormes. Ni siquiera había una mancha de sangre en la bata blanca. Ella le tendió la mano.
– Hola. Soy Elisabeth Simonsson.
David le estrechó la mano. El apretón fue fuerte y seco.
– David. Yo… Eva Zetterberg es mi mujer.
– Sí. Lo entiendo. Siento la…
– ¿Está aquí?
– Sí.
Pese a su determinación, a David le puso nervioso la mirada inquisitiva que le echó aquella mujer, como si buscara en sus entrañas las huellas de un crimen. Él se cruzó los brazos sobre el pecho para protegerse.
– Me gustaría verla.
– Lo siento. Entiendo cómo se siente, pero no puede ser.
– ¿Y eso por qué?
– Porque estamos… examinándola.
Él hizo una mueca. Había advertido la brevísima pausa antes de pronunciar la palabra «examinándola». Ella había pensado decir otra cosa. Él cerró el puño y dijo:
– ¡No pueden hacer esto!
Elisabeth ladeó la cabeza.
– ¿El qué? ¿A qué se refiere?
Zetterberg estiró los brazos hacia la puerta por la que ella había salido, hacia las salas.
– ¡Joder, que no podéis hacerle la autopsia a alguien que vive!
Ella parpadeó, y después hizo algo que sorprendió a David. Se echó a reír. Aquella cara pequeña quedó surcada por una red de arrugas causadas por la risa que enseguida desaparecieron. La mujer agitó la mano.
– Perdona -se disculpó; echó las gafas hacia atrás y continuó-: Comprendo que estés… pero no tienes que preocuparte por eso.
– No, ¿qué es lo que hacéis entonces?
– Pues lo que te he dicho. La estamos examinando.
– Pero ¿por qué lo hacéis aquí?
– Porque… yo, por ejemplo, soy toxicóloga forense, es decir, que estoy especializada en la detección de sustancias extrañas en los cuerpos muertos. Nosotros la estudiamos bajo el supuesto de que, digamos que… se haya introducido algo que no debería estar ahí. Exactamente igual que lo hacemos cuando sospechamos que puede tratarse de un asesinato.
– Pero vosotros… vosotros aquí cortáis a la gente, ¿no?
La mujer arrugó la nariz ante esa descripción de su lugar de trabajo, pero asintió y dijo:
– Sí, lo hacemos. Porque tenemos que hacerlo. Pero en este caso… nosotros disponemos de instrumentos que no hay en ningún otro sitio. Que pueden usarse también cuando no… cortamos a la gente.
David se sentó en la silla, apoyó la cara en las manos. Sustancias extrañas… algo que se le ha introducido. No entendía qué era lo que andaban buscando. Sólo sabía una cosa.
– Quiero verla.
– Por si te sirve de consuelo, te diré que todos los redivivos han sido aislados. -Su voz se tornó más cercana-. Hasta que sepamos más. No eres tú solo.