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Le abrumó su temor habitual. Dios había sido muy generoso con él, se había producido un error, había recibido más de lo que se merecía. Ahora le despojarían de todo. Eva y Magnus desaparecieron al doblar la esquina y un impulso le instó a correr tras ellos, detenerlos y decirles: «Venid, vamos a casa. Vamos a verShrek, a jugar al Monopoli, no debemos separarnos».

Era el temor de siempre, pero más intenso de lo normal. No obstante, se contuvo, dio media vuelta y caminó hacia la calle de Sankt Erik mientras iba repitiendo en voz baja el nuevo texto para memorizarlo.

«¿Cómo surge una imagen como ésta? Las dos mujeres están indignadas, ¿y qué hacen? Pues entran en la tienda de bebidas alcohólicas y compran una caja de vodka, y luego un montón de revistas porno. Cuando llevaban allí dos horas tirando vodka, acertó a pasar por allí Putte Merkert, fotógrafo del periódico vespertino Aftonbladet.

»-Oye -les dice Putte Merkert-, ¿qué estáis haciendo?

»-Ya lo ves, estamos aquí echando vodka encima de esta revista porno -contestan ellas.

»"Vaya", piensa el fotógrafo. "Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva".

No. El fotógrafo, no. Convenía más hablar todo el tiempo de Putte Merkert.

«Vaya», piensa Putte Merkert. «Ahí tengo la oportunidad de una exclusiva».

David advirtió algo extraño al llegar a la mitad del puente y se detuvo.

Había leído recientemente en la prensa que había millones de ratas en Estocolmo. Él no había visto ninguna, pero ahora había allí tres, en mitad del puente de Sankt Erik. Una grande y dos más pequeñas. Corrían en círculos por la acera, persiguiéndose unas a otras.

Las ratas chillaban enseñando los dientes y una de las pequeñas mordió a la grande en el lomo. David dio un paso atrás y alzó la vista. Había un señor mayor al otro lado, a dos pasos de los roedores, y seguía la pelea con la boca abierta.

Las pequeñas eran como gatillos y la grande, del tamaño de un conejo pigmeo. Golpeaban los rabos desnudos contra el asfaltoy la rata mayor chilló cuando la otra rata pequeña también se aferró con los dientes a su lomo y la piel se le tiñó de sangre.

«¿Serán sus… crías las pequeñas?».

David se tapó la boca con la mano, repentinamente indispuesto. La rata grande se agitaba espasmódicamente de un lado a otro, intentando sacudirse a las pequeñas. David no había oído nunca chillar a las ratas, no sabía que podían chillar. Pero el sonido procedente de la grande era horrible, como el de un ave moribunda.

Al otro lado se habían parado un par de personas más. Todos seguían la lucha de las ratas y a David le asaltó por un instante la imagen de un grupo de personas reunidas para presenciar algún tipo de competición. Una pelea de ratas. Quería largarse de allí, pero no podía. En parte, porque pasaban muchos coches por el puente y, en parte, porque no podía apartar la mirada de los roedores. Debía quedarse y ver el desenlace.

De repente la de mayor tamaño se puso rígida, el rabo salía del cuerpo como una línea. Las pequeñas se revolvieron, le clavaron las uñas en el vientre y tiraron bruscamente con la cabeza de un lado a otro cuando le desgarraron la piel. La grande se fue arrastrando poco a poco hacia delante, hasta alcanzar el borde del puente, se deslizó por debajo de la barandilla con su carga a cuestas y cayó al agua.

David alcanzó a mirar por encima de la barandilla justo a tiempo para ver la caída. El murmullo del tráfico ahogó el ruido del chapoteo cuando las ratas cayeron dentro del agua negra y un penacho de gotas refulgió por un instante a la luz de las farolas, y después aquello se acabó.

La gente siguió su camino, hablando del tema.

«Nunca he visto cosa igual… Es el calor… Mi padre me contó una vez que él… dolor de cabeza…».

El cómico se masajeó las sienes y siguió caminando sobre el puente. Los que venían del otro lado le miraron de frente; todos esbozaban una media sonrisa, ligeramente avergonzados, como si hubieran presenciado juntos algo prohibido. Cuando pasó el señor mayor que había estado allí desde el principio, David le preguntó:

– Perdone, pero… ¿a usted también le duele la cabeza?

– Sí -respondió el interpelado, apretándose el puño cerrado contra la cabeza-. Tengo una jaqueca espantosa.

– Sí, bueno, es sólo por curiosidad.

El hombre señaló el sucio asfalto donde se veía la mancha de sangre de la rata, y dijo:

– Puede que ellas también la tuvieran. Quizá sea eso lo que… -Se calló y miró a David-. Tú has salido en la tele, ¿no?

– Sí. -David miró el reloj. Las nueve menos cinco-. Lo siento, tengo que…

Siguió su camino. Flotaba en el aire una angustia contenida. Ladraban los perros y los viandantes caminaban por las calles más deprisa que de costumbre, como si trataran de escapar de lo que se avecinaba, fuera lo que fuese. Él bajó a toda prisa la calle de Odengatan, sacó el móvil y marcó el número de Eva. A la altura de la estación del metro ella contestó la llamada.

– Hola -dijo David-. ¿Dónde estás?

– Acabo de subirme al coche. ¿Y tú? Pasaba lo mismo en casa de tu madre. Iba a apagar el televisor cuando llegamos, pero no podía.

– Magnus se habrá alegrado. Oye… Yo… no sé, pero… ¿tienes que ir a ver a tu padre?

– ¿Qué quieres decir?

– Sí, bueno… ¿te sigue doliendo la cabeza?

– Sí, pero no tanto como para que no pueda conducir. No te preocupes.

– No. Es sólo que… tengo la sensación de que… está pasando algo horrible. ¿No la tienes tú también?

– No, la verdad es que no.

En la cabina de teléfonos situada en el cruce de las calles Odengatan y Sveavägen había un hombre pulsando el interruptor de señal. Estaba a punto de contarle a Eva lo de las ratas cuando se cortó la línea.

– ¿Sí? ¿Oye, oye?

Se detuvo y volvió a marcar el número, pero no logró restablecer el contacto. Sólo se oía un ruidillo. El tipo de la cabina tiró el auricular, maldiciendo, y salió de ésta. David apagó el teléfono para volver a intentarlo de nuevo, pero no se apagaba la pantalla. Le cayó una gota de sudor de la frente sobre las teclas. El aparato parecía más caliente de lo normal, como si se hubiera recalentado la batería. Presionó el botón de apagado, pero no pasó nada. La pantalla seguía iluminada y el indicador de carga de la batería subió una línea. El reloj marcaba las 21:05, y él salió pitando hacia Norra Brunn.

Supo que el espectáculo ya había empezado antes de llegar al restaurante: la voz de Benny Lundin se escuchaba desde la calle, él estaba con su número sobre las diferencias entre chicos y chicas a la hora de ir al cuarto baño, y David hizo una mueca. Para su satisfacción no se oyó ninguna carcajada al final. La sala se quedó un momento en silencio, y al tiempo que David llegó a la entrada, Benny empezó a tirar del siguiente hilo: el de los expendedores automáticos de condones que se ponían en huelga cuando eran más necesarios. David se detuvo al entrar y parpadeó.

En el local estaban todas las luces encendidas, incluso las de la iluminación general, que solían estar apagadas para fijar la atención en los focos del escenario. Las personas sentadas en las mesas y las que estaban en la barra parecían agobiadas, miraban hacia abajo, hacia el suelo o las mesas.

– ¿Admiten American Express?

Aquélla era la guinda. Los clientes solían reírse a carcajada limpia cuando Benny contaba la historia de cuando intentó comprar condones de contrabando a la mafia yugoslava, pero nadie se rió. Todos estaban aquejados de un gran dolor.

– ¡Cierra el pico, joder! -gritó un borracho desde la barra llevándose las manos a la cabeza. David le comprendió. El volumen del micrófono estaba demasiado alto y retumbaba en las paredes. Con un dolor de cabeza generalizado, aquello era una tortura en masa.