Elvy daba vueltas de un lado a otro del salón con creciente irritación.
– No sé -dijo-. No sé.
– ¿Qué? -Hagar se hurgaba con los dedos detrás de la oreja, pero Elvy le hizo un gesto con la mano para que no se molestara. No tenía nada importante que decir.
«¿Por qué no ocurre nada?».
No es que se hubiera esperado la conversión inmediata de las masas, pero algo…, algo que hiciera de la misión algo más grande que dos señoras viejas dando tumbos y vendiendo fe de puerta en puerta. Ella había sido elegida, designada personalmente y marcada. ¿Sería así para todos los predicadores?
Probablemente. Se trataba de aferrarse a su visión, no dejar que se desvaneciera.
«¿Pero cuánto tiempo, Señor, cuánto tiempo?».
Había llegado a la entrada en su deambular cuando sonaron unos golpecitos discretos en la puerta de la calle. Elvy abrió.
En la puerta estaba la vecina hecha una sopa. El cabello le caía en mechones mojados y tenía el vestido empapado.
La iluminaron una tanda de relámpagos y su aspecto era absolutamente miserable.
– Pasa, pasa -dijo Elvy, apremiándola para que entrara en casa.
– Perdona… -repuso la vecina-, pero como dijiste que, bueno, que tu casa estaba abierta. Mi marido se puso fuera de sí cuando os fuisteis. Bebió mucho y luego se marchó de casa y… si fuera así, que ésta es la última noche, pues…
– Te entiendo -dijo Elvy, y era verdad-. Entra.
Todavía estaba la vecina en el cuarto de baño secándose el pelo cuando llamaron otra vez a la puerta.
«Qué manera de aporrear…».
Pero entonces Elvy recordó que el apagón debía de afectar también al timbre. Temerosa de que fuera el vecino en busca de su mujer desaparecida, abrió la puerta al tiempo que preparaba un discurso acerca de la libertad de las personas.
Pero no era el vecino, sino Greta, una de las señoras mayores que se había mostrado convencida aquella tarde durante su visita. Venía mejor preparada que la vecina. Llevaba la cabeza y los hombros cubiertos con un impermeable en forma de poncho de color verde chillón, y debajo de él traía una cesta.
– Bueno, he traído café y unos bollos. Así podemos velar juntas.
No pasó mucho tiempo antes de que llegara otra de las mujeres. Ella traía un paquete de velas, por si hacían falta. Finalmente llegó Mattias, el hombre joven experto en ordenadores. Dijo que había pensado traerse su ordenador portátil, pero que no parecía muy buena idea mientras siguiera la tormenta.
Cuando estuvieron todos reunidos en la sala de estar y encendieron más velas, con las tazas llenas de café y los bollos servidos, todos empezaron a dar explicaciones. La tormenta había amainado, así que Hagar pudo subir el volumen de su aparato y participar en la conversación.
Había sido la tormenta, declararon todos. Era una advertencia. Si aquella noche iba a significar el fin del mundo o al menos un cambio radical de la vida tal como la conocemos, no querían pasarla solos cuando tenían la posibilidad de vivirla con otros que pensaban como ellos.
Después de hablar de ello un rato, las miradas se volvieron hacia Elvy. Ella comprendió que esperaban que ella dijera algo.
– Sí -dijo Elvy-. Es cierto que solos no podemos conseguir nada. La fe sólo puede mantenerse viva cuando se comparte. Ha sido una bendición que hayáis venido aquí. Juntos somos más grandes que la suma de nuestras partes. Vamos a velar juntos esta noche, y si es la última, al menos le haremos frente juntos. Mano con mano.
Elvy se avergonzó después de terminar su discurso. No había sido nada inspirado. Sólo había tratado de decir lo que ellos esperaban. Se hizo un silencio mientras los otros reflexionaban sus perogrulladas, hasta que Hagar gritó:
– ¿Tienes colchones para todos?
Elvy sonrió:
– Cuando hay sitio en el corazón, donde caben cuatro…
– ¿No podemos cantar algo? -preguntó el hombre joven.
Sí, claro que podían cantar. Pero ¿qué?
Todos se devanaron los sesos buscando algo acorde para la ocasión. Hagar miró a su alrededor.
– ¿Qué pasa? -preguntó.
– Vamos a cantar algo -le dijo Elvy en voz alta-. Estamos pensando qué.
Hagar pensó un segundo, y luego entonó:
«Más cerca de Dios, a ti…».
Todos la siguieron lo mejor que pudieron. La luz de las velas flameaba debido al aire que expulsaban mientras cantaban a voz en grito, ahogando el ruido de los truenos.
Bondegatan, 21:50
En la sala de estar del ático estaban celebrando que alguien cumplía cincuenta años. La tormenta se había alejado, y desde su ventana Flora podía oír las risas de los invitados retumbando en el hueco de las escaleras. Al fondo Peps cantabaHög standard, y a Flora no le cabía en la cabeza que pudieran poner eso sin avergonzarse.
La muchacha permanecía quieta, rumiando su desprecio hacia aquella clase media en cuyo seno había nacido. Era posible destacar un poco, se podía estar un poco loco o ser un poco negro, mientras eso ocurriera dentro de ciertas normas estéticas. Todo lo que se saliera de eso había que tratarlo con el psicólogo. Nunca se sentiría a gusto con ellos. Sólo tenía ganas de gritar, agitar los brazos, explotar cuando la tolerancia se cernía a su alrededor como una camisa de fuerza.
Sus padres habían mandado a Viktor a la cama a las nueve y media, y ella había rehusado acompañarlos a la fiesta después de que la invitaran con aquel tono desenfadado que decía que no había pasado nada, que todo estaba bien, pío, pío.
Rodó sobre sí misma para salir de la cama y fue al cuarto de estar, donde puso la tele para ver las noticias. No había sabido nada más de Peter, y no se atrevía a llamarlo por miedo a hacer ruido.
Las noticias trataban casi exclusivamente de los redivivos. Un catedrático de biología molecular explicó que sí, que lo que en un principio habían pensado que era una bacteria agresiva que favorecía la descomposición, había resultado ser una coenzima ATP, un nucleótido en la obtención de energía celular. Lo incomprensible era que pudiera vivir a una temperatura tan baja.
«Es como si fermentara una masa colocada fuera en la nieve», explicó el catedrático, que solía colaborar en programas de divulgación científica.
La incomprensible vitalidad del ATP explicaba también por qué los recién fallecidos habían podido superar la rigidez característica de la muerte, ya que es precisamente la disgregación del ATP lo que bloquea los músculos.
– Digamos por el momento que se trata de una mutación del ATP, pero… -El catedrático hizo un gesto juntando el dedo índice con el pulgar como para subrayarlo-… lo que no sabemos es si esa enzima es la que los ha hecho despertar, o si la aparición de ésta es sólo una consecuencia de que se hayan despertado.
El catedrático extendió los brazos y sonrió, como si esa fuera una pregunta que quisiera responder con la ayuda de los telespectadores. ¿Causa o consecuencia? ¿Tú qué crees? A Flora no le gustaba su manera de hablar del asunto como si fueran perogrulladas, como si se tratara de debatir sobre los pros y los contras de suspender las capturas de merluza.
La siguiente noticia hizo que se acercara un decímetro más a la pantalla.
Por la tarde habían permitido la entrada en Danderyd a un equipo de televisión. Las imágenes mostraban una sala de hospital enorme donde aparecían unos 20 redivivos sentados en el suelo, en las camas, en las sillas. Al principio sólo se les veía el semblante. Lo sorprendente era que todos tenían la misma expresión en la cara: una extrañeza impasible, los ojos como platos, las bocas abiertas. Parecía un grupo de escolares, todos sentados mirando a un mago y vestidos con las batas azules del hospital.