Luego la cámara se alejaba para que se viera el objeto de su atención: un metrónomo colocado encima de una mesa con ruedas; la varilla se movía sin parar de un lado a otro ante la admiración del público. Una enfermera sentada al lado del metrónomo estaba bastante tensa, consciente de la presencia de la cámara.
«Será la que lo ponga en marcha cuando se pare».
El locutor hablaba de cómo había mejorado la situación en el hospital desde que se les ocurrió la idea de los metrónomos, e informó de que ahora buscaban otros métodos.
El tiempo iba a seguir inestable.
Flora apagó la tele y se quedó sentada mirando su propia imagen reflejada en la pantalla. Con todo en silencio llegaba el sonido del ático, donde habían empezado a cantar una antigua canción protesta, polifónica. Al terminar la melodía se oyeron voces y risas.
Se echó hacia atrás y se tumbó en el suelo.
«Yo sé», pensó ella, «yo sé lo que falta: la muerte. La muerte no existe ni puede existir para ellos. Para mí lo es todo».
Se rio de sí misma.
«Bueno, Flora. Tampoco hace falta que exageres».
Viktor salió de su habitación sin más ropa que los calzoncillos, parecía tan delgado y frágil que a su hermana de pronto le invadió la ternura.
– Flora -le preguntó-. ¿Tú crees que son peligrosos como los de la película?
Ella dio unas palmaditas en el suelo a su lado, para indicarle que se acercara y se sentara. Él se sentó y dobló las rodillas debajo de la barbilla como si tuviera frío.
– La película no es de verdad -le explicó ella-. ¿Crees tú que existe un basilisco como el que sale en Harry Potter? -Viktor negó con la cabeza-. Bien. ¿Crees que existen… crees que existen elfos y hobbits en la realidad, como en El señor de los anillos?
Viktor dudó un instante, pero luego sacudió la cabeza y adujo:
– No, pero hay enanos.
– Sí -admitió su hermana-, pero no van por ahí con hachas, ¿a que no? No. Los zombis de esa película son como el basilisco y Gollum. Son inventados, y nada más. No es así en la realidad.
– ¿Cómo es en la realidad, entonces?
– En la realidad… -Flora miraba la pantalla negra del televisor-. En la realidad son buenos. No quieren hacer ningún daño.
– ¿Seguro?
– Seguro. Ahora, acuéstate.
Svarvargatan, 22:15
El reloj de la mesilla marcaba las 22:15 cuando sonó el teléfono. Magnus llevaba durmiendo un buen rato y David liberó el brazo que tenía medio dormido, salió a la cocina y contestó.
– Sí, soy David Zetterberg.
– Sí, hola. Me llamo Gustav Mahler. Espero no haberte llamado demasiado tarde. Me han dicho que me estabas buscando.
– No, está… bien. -David vio la botella y la copa, se sirvió-. Si te soy sincero… -Dio un buen trago-. El caso es que no sé por qué te he buscado.
– Bueno -dijo Mahler-. Eso también puede pasar. Salud.
Sonó un tintineo en el otro extremo de la línea y David alzó su copa y dijo:
– Salud. -Y bebió otro trago.
Se quedaron unos segundos en silencio.
– ¿Qué tal va? -preguntó Mahler.
David se lo contó todo. Sería por el vino, por la angustia contenida o algo en la voz de Mahler, pero el bloqueo saltó. Sin preocuparse de si el desconocido que escuchaba al otro lado estaba o no interesado, le habló del accidente, de que ella se había despertado, de Magnus, de la visita al Instituto de Medicina Forense, de la sensación que tenía de haberse quedado descolgado de la vida, de su amor por Eva. Al menos estuvo hablando diez minutos, y lo dejó porque tenía la boca seca y necesitaba más vino.
– La muerte tiene la capacidad de aislarnos de los demás -afirmó el periodista mientras Zetterberg se servía más bebida.
– Sí -coincidió David-. Tendrás que disculparme, no sé por qué… no he hablado con nadie de… -El humorista se detuvo con la copa a mitad de camino hacia la boca. Un chorro frío le cayó en el estómago, dejó la copa con tanto ímpetu que el vino salpicó-. ¿No pensarás escribir nada de esto?
– Puedo…
– ¡Oye! No puedes escribir nada de esto, hay muchas personas que…
Fue haciendo la lista mentalmente: su madre, el padre de Eva, sus colegas, los compañeros de clase de Magnus, sus padres… y toda la gente que se iba a enterar de más cosas de las que él quería que supieran.
– David -dijo Mahler-, te prometo que no escribiré ni una palabra sin que tú le des el visto bueno.
– ¿Seguro?
– Sí, seguro. Sólo estamos hablando. Mejor dicho: tú hablas y yo escucho.
El humorista se rió, fue una risa corta que llegó en forma de resoplido y le llenó la nariz de mocos, viejas lágrimas. Pasó el dedo por el vino que había salpicado y dibujó un signo de interrogación.
– ¿Y tú? -le preguntó-. ¿Por qué te interesa este tema? ¿Es un interés puramente… periodístico?
Se hizo un silencio al otro lado. David pensó incluso que se había cortado la comunicación, antes de que el periodista contestara:
– No. Es más… personal.
David bebió más vino mientras esperaba. Estaba empezando a subírsele a la cabeza. Notó con alivio que la existencia empezaba a perder sus contornos, que los pensamientos fluían más despacio. A diferencia de lo que había sentido todo el día, ahora experimentaba una sensación que le permitía relajarse. Había una persona al otro lado de la línea telefónica. Él estaba flotando, pero no estaba solo. Temió que la conversación fuera a terminar.
– ¿Personal?
– Sí. Tú has confiado en mí. Yo voy a confiar en ti. Y… en caso de que seamos de ésos, pues los dos tendremos pillado al otro. Yo tengo en casa a mi nieto, que es… -David oyó que su interlocutor daba un trago a lo que estuviera bebiendo-. Mi nieto estaba muerto hasta ayer por la noche. Enterrado.
– ¿Le tienes escondido?
– Sí. Sólo lo sabes tú y otras dos personas más. Se encuentra en muy mal estado. Si te he llamado ha sido sobre todo porque he pensado que a lo mejor… tú sabías algo.
– ¿De… de qué?
Mahler suspiró.
– Sí, no sé. Como estabas presente cuando ella se despertó, pues… no sé. Si pasó algo que… me pueda servir de ayuda.
David repasó mentalmente lo ocurrido en el hospital. Quería sinceramente ayudar a Mahler.
– Ella hablaba -le dijo.
– ¿De verdad? ¿Qué decía?
– No, no dijo nada que… era como si las palabras fueran nuevas para ella, como si estuviera probándolas. -David la oyó de nuevo; la voz metálica y áspera de Eva-. Fue… fue bastante duro.
– Sí -dijo Mahler-. Pero ¿no era como si ella… recordara algo?
Sin pensar en ello, David había apartado de su consciencia aquel momento en el hospital. No había querido reconocerlo. Ahora sabía por qué.
– No -contestó David, y se le saltaron las lágrimas-. Era como si estuviera completamente… vacía -contestó, aclarándose la voz-. Creo que tengo… bueno…
– Lo comprendo -dijo Mahler-. Apunta mi número de teléfono por si… por si pasa algo.
Colgaron y el humorista permaneció sentado junto a la mesa de la cocina, acabó el vino restante y dedicó veinte minutos a no pensar en la voz de Eva, ni en su ojo en el hospital. Cuando fue a acostarse, Magnus estaba como un crucificado en medio de la cama, con los brazos extendidos. David colocó al niño en un lado, se quitó la ropa y se acostó junto a él.