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Recuerdo que me acerqué y di unas patadas en el suelo cerca de él. Estaba más duro que la tierra helada, que ya era muy dura.

– Es madera -explicó el señor Harvey-. Para que no se derrumbe la entrada. El resto está hecho de tierra.

– ¿Qué es? -pregunté.

Ya no tenía frío ni estaba extrañada por la forma en que él me había mirado. Me sentía como en la clase de ciencias: intrigada.

– Ven a verlo.

Costaba meterse, eso lo reconoció él en cuanto estuvimos los dos dentro de esa especie de madriguera. Pero yo estaba tan asombrada de que hubiera construido una chimenea que dejara salir el humo si decidía hacer un fuego dentro que ni me paré a pensar en la incomodidad de entrar y salir de la madriguera. A lo que podríais añadir que escapar no era algo en lo que yo tuviera alguna experiencia real. De lo peor que había tenido que escapar era de Artie, un chico del colegio de aspecto raro cuyo padre era director de pompas fúnebres. Le gustaba simular que llevaba una aguja llena de líquido para embalsamar y en sus libretas dibujaba agujas de las que caían gotas oscuras.

– ¡Qué chulo! -le dije al señor Harvey.

Podría haber sido el jorobado de Notre Dame, sobre quien había leído en la clase de francés. Me daba igual. Cambié totalmente. Me había convertido en mi hermano Buckley durante nuestra visita al Museo de Historia Natural de Nueva York, donde se había enamorado de los enormes esqueletos expuestos. Yo no había utilizado la palabra «chulo» en público desde primaria.

– Como quitarle un caramelo a un niño -dijo Franny.

Todavía veo la madriguera como si fuera ayer, y lo es. La vida para nosotros es un perpetuo ayer. Era del tamaño de una habitación pequeña, como el cuarto donde guardábamos las botas y los chubasqueros, y donde mamá había logrado encajar una lavadora y una secadora, una encima de la otra. Yo casi podía estar de pie allí dentro, pero el señor Harvey tenía que encorvarse. Había construido un banco a los lados al excavarlo, y se sentó inmediatamente.

– Mira alrededor -dijo.

Me quedé mirándolo todo asombrada, el estante excavado que tenía encima, donde había dejado unas cerillas, una hilera de pilas y un tubo fluorescente que funcionaba con pilas y proyectaba la única luz de la guarida, una luz misteriosa e inquietante que me haría más difícil verle las facciones cuando se colocara encima de mí.

En el estante había un espejo, y una cuchilla y espuma de afeitar. Me extrañó. ¿Por qué no lo hacía en casa? Pero supongo que pensé que un hombre que, teniendo una estupenda casa de dos plantas, se construía una habitación subterránea a menos de un kilómetro, tenía que estar pirado. Mi padre tenía una bonita manera de describir a la gente como éclass="underline" «Es un tipo original, eso es todo».

De modo que supongo que pensé que el señor Harvey era un tipo original y me gustó la habitación, y se estaba calentito en ella, y yo quería saber cómo la había construido, los aspectos prácticos, y dónde había aprendido a hacer una cosa así.

Pero antes de que el perro de los Gilbert encontrara mi codo tres días después y se lo llevara a casa con una reveladora cáscara de trigo, el señor Harvey lo había tapado. En esos momentos yo estaba en tránsito, y no lo vi sudar la gota gorda para quitar el refuerzo de madera y meter en una bolsa todas las pruebas junto con los fragmentos de mi cuerpo menos el codo. Y para cuando salí con medios suficientes para bajar la vista y ver lo que ocurría en la Tierra, lo que más me preocupaba era mi familia.

Mi madre estaba sentada en una silla junto a la puerta de la calle, boquiabierta. Su cara pálida estaba más pálida que nunca. La mirada extraviada. Mi padre, en cambio, se vio movido a actuar. Quería saber todos los detalles y rastrear con la policía el campo de trigo. Todavía doy gracias a Dios por el menudo detective llamado Len Fenerman, que asignó a dos agentes uniformados para que llevaran a mi padre a la ciudad y le señalaran todos los lugares en los que yo había estado con mis amigos. Los agentes tuvieron a mi padre todo el primer día ocupado en un centro comercial. Nadie se lo había dicho a Lindsey, que tenía trece años y habría sido lo bastante mayor, ni a Buckley, que tenía cuatro, y, si os digo la verdad, nunca iba a entenderlo del todo.

El señor Harvey me preguntó si me apetecía un refresco. Así fue como lo llamó. Le dije que tenía que irme a casa.

– Sé educada y tómate una Coca-Cola -insistió él-. Estoy seguro de que los otros niños lo harían.

– ¿Qué otros niños?

– He construido esto para los niños del vecindario. Pensé que podría ser una especie de club.

No creo que ni entonces me lo creyera. Pensé que mentía, pero me pareció una mentira patética. Imaginé que se sentía solo. Habíamos leído sobre hombres como él en la clase de sociología. Hombres que nunca se casaban, que todas las noches comían a base de congelados y que les asustaba tanto que los rechazaran que ni siquiera tenían animales domésticos. Me dio lástima.

– Está bien -dije-. Tomaré una Coca-Cola.

Al cabo de un rato, él preguntó:

– ¿No tienes calor, Susie? ¿Por qué no te quitas la parka?

Así lo hice.

– Eres muy guapa, Susie -dijo él después.

– Gracias -respondí, aunque se me puso la piel de gallina, como decíamos mi amiga Clarissa y yo.

– ¿Tienes novio?

– No, señor Harvey -dije. Me bebí de golpe el resto de la Coca-Cola, que era mucho, y añadí-: Tengo que irme, señor Harvey. Es un sitio muy chulo, pero tengo que irme.

Él se levantó e hizo su número de jorobado junto a los seis escalones excavados que llevaban de vuelta al mundo.

– No sé por qué crees que te vas a ir.

Hablé para no darme por enterada. El señor Harvey no era un tipo original. Y ahora que bloqueaba la puerta, me ponía la piel de gallina y me daba náuseas.

– De verdad que tengo que irme a casa, señor Harvey.

– Quítate la ropa.

– ¿Qué?

– Quítate la ropa -repitió el señor Harvey-. Quiero comprobar si sigues siendo virgen.

– Lo soy, señor Harvey -dije.

– Quiero asegurarme. Tus padres me lo agradecerán.

– ¿Mis padres?

– Ellos sólo quieren buenas chicas -dijo.

– Señor Harvey, por favor, déjeme marchar.

– No te vas a ir de aquí, Susie. Ahora eres mía.

En aquella época no se prestaba mucha atención a estar en forma; la palabra «aeróbic» apenas existía. Se suponía que las niñas tenían que ser delicadas, y en el colegio sólo las que se sospechaba que eran marimachos trepaban por las cuerdas.

Luché. Luché con todas mis fuerzas para que el señor Harvey no me hiciera daño, pero todas mis fuerzas no bastaron ni de lejos, y no tardé en estar tumbada en el suelo con él encima, jadeando y sudando después de haber perdido las gafas en el forcejeo.

Yo estaba muy llena de vida entonces. Pensé que no había nada peor en el mundo que estar tumbada boca arriba en el suelo con un hombre sudoroso encima de mí. Estar atrapada bajo tierra y que nadie supiera dónde estaba.

Pensé en mi madre.

Mi madre estaría consultando el reloj del horno. Era un horno nuevo y le encantaba que tuviera un reloj.

– Así puedo medir el tiempo con exactitud -le dijo a su madre, una madre a la que no podían importarle menos los hornos.

Estaría preocupada, pero más enfadada que preocupada, por mi tardanza. Mientras mi padre se metía en el garaje ella corretearía de acá para allá, le prepararía una copa, un jerez seco, y pondría una expresión exasperada.

– Ya sabes, el colegio. Tal vez hoy es el Festival de Primavera.

– Abigail -diría mi padre-, ¿cómo va a ser el Festival de Primavera si está nevando?

Tras ese desliz, mi madre tal vez llevaría a Buckley a la sala de estar y le diría: «Juega con tu padre» mientras ella entraba a hurtadillas en la cocina para tomarse una copita de jerez.