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El señor Harvey empezó a apretar los labios contra los míos. Eran carnosos y estaban húmedos, y yo quería gritar, pero estaba demasiado asustada y demasiado cansada a causa del forcejeo. Me había besado una vez un chico que me gustaba. Se llamaba Ray y era indio. Hablaba con acento y era moreno. Se suponía que no tenía que gustarme. Clarissa decía que sus ojos grandes, cuyos párpados parecían siempre entornados, eran estrambóticos, pero era simpático y listo, y me ayudaba a copiar en los exámenes de álgebra fingiendo que no lo hacía. Me besó junto a mi taquilla el día antes de que entregáramos las fotos para el anuario. Cuando éste salió, al final del verano, vi que debajo de su foto había respondido el clásico «Mi corazón pertenece a» con «Susie Salmón». Supongo que había hecho planes. Recuerdo que tenía los labios cortados.

– No, señor Harvey -logré decir, y repetí la palabra «No» muchas veces. También dije muchas veces «Por favor». Franny me dijo que casi todo el mundo suplicaba «Por favor» antes de morir.

– Te deseo, Susie -dijo él.

– Por favor -repetí-. No, por favor. -Era como empecinarte en que una llave funcionaba cuando no lo hacía, o como gritar «La tengo, la tengo, la tengo» cuando una pelota de béisbol te pasaba por encima en las gradas-. No, por favor.

Pero se cansó de oírme suplicar. Introdujo una mano en el bolsillo de mi parka y, estrujando el gorro que me había hecho mi madre, me lo metió en la boca. Después de eso, el único ruido que hice fue el débil tintineo de los cascabeles.

Mientras me recorría con sus labios mojados la cara y el cuello, y deslizaba las manos por debajo de mi camisa, me puse a llorar. Empecé a abandonar mi cuerpo. Empecé a habitar el aire y el silencio. Lloré y forcejeé para no sentir. Él me rasgó los pantalones al no dar con la cremallera invisible que mi madre me había cosido hábilmente en el costado.

– Grandes bragas blancas -dijo.

Me sentí enorme e hinchada. Me sentí como un mar en el que él estaba de pie y meaba y cagaba. Sentí cómo los bordes de mi cuerpo se doblaban hacia dentro y hacia fuera, como en el juego de la cuna al que jugaba con Lindsey para ponerla contenta. Empezó a masturbarse sobre mí.

– ¡Susie! ¡Susie! -oí gritar a mi madre-. La comida está lista.

Él estaba dentro de mí. Jadeaba.

– Hay cordero con judías verdes.

Yo era el mortero, él la mano de mortero.

– Tu hermano ha pintado otro dibujo con los dedos y yo he hecho pastel de manzana.

El señor Harvey me obligó a quedarme quieta debajo de él y escuchar los latidos de su corazón y del mío. El mío daba brincos como un conejo mientras que el suyo hacía un ruido sordo, como de martillo contra tela. Nos quedamos allí tumbados, con nuestros cuerpos tocándose, y mientras me estremecía, tuve una poderosa revelación. Él me había hecho eso y yo había vivido. Eso era todo. Seguía respirando. Oía su corazón. Olía su aliento. La tierra oscura que nos rodeaba olía como lo que era, tierra húmeda donde los gusanos y otros animales vivían sus vidas cotidianas. Podría haber gritado horas y horas.

Yo sabía que iba a matarme. Pero no me daba cuenta de que era un animal ya agonizante.

– ¿Por qué no te levantas? -me preguntó el señor Harvey, rodando hacia un lado y agachándose sobre mí.

Habló con voz suave, alentadora, la voz de un amante a media mañana. Una sugerencia, no una orden.

Yo no podía moverme. No podía levantarme.

Al ver que no lo hacía (¿fue sólo eso, que no siguiera su sugerencia?) se inclinó y buscó a tientas en el saliente que tenía encima de la cabeza, donde guardaba su cuchilla y la espuma de afeitar, y cogió un cuchillo. Éste me sonrió, desenfundado, curvándose en una mueca burlona.

Él me quitó el gorro de la boca.

– Dime que me quieres -dijo.

Se lo dije en voz baja.

El final llegó de todos modos.

2

Cuando entré por primera vez en el cielo, pensé que todo el mundo veía lo mismo que yo. Que en el cielo de todos había porterías de fútbol a lo lejos, y mujeres torpes practicando lanzamientos de peso y jabalina. Que todos los edificios eran como los institutos del nordeste residencial, construidos en los años sesenta. Edificios grandes y achaparrados esparcidos en terrenos arenosos pésimamente ajardinados, con salientes y espacios abiertos para darles un aire moderno. Lo que más me gustaba era que los edificios eran de color turquesa y naranja, como los del instituto Fairfax. A veces, en la Tierra, había pedido a mi padre que me llevara en coche hasta el Fairfax para imaginarme a mí misma allí.

Después de séptimo, octavo y noveno cursos, el instituto habría significado comenzar de nuevo. Cuando llegara al Fairfax insistiría en que me llamaran Suzanne. Llevaría el pelo ondulado o recogido en un moño. Tendría un cuerpo que volvería locos a los chicos y que las chicas envidiarían, pero, como si eso no fuera suficiente, sería tan encantadora que se sentirían demasiado culpables para no adorarme. Me gustaba imaginar que, habiendo alcanzado una especie de estatus regio, protegería a los chicos inadaptados en la cafetería. Cuando alguien atormentara a Clive Saunders por andar como una niña, asestaría una vengativa y veloz patada en las partes menos protegidas del atormentador. Cuando los chicos se mofaran de Phoebe Hart por tener los pechos grandes, les soltaría un discurso sobre por qué no tenían gracia los chistes de tetas. Tenía que olvidar que cuando Phoebe había pasado por mi lado yo también había escrito en los márgenes de mi cuaderno listas insultantes: Winnebagos, Hoo-has, Johnny Yellows. Al final de mis ensoñaciones, me recostaba en el asiento trasero del coche mientras mi padre conducía. Nadie podía reprocharme nada. Empezaría el instituto en cuestión de días, no de años, o, inexplicablemente, en mi penúltimo año ganaría un Oscar a la mejor actriz.

Ésos eran mis sueños en la Tierra.

Llevaba unos días en el cielo cuando me di cuenta de que tanto las lanzadoras de jabalina como las de peso y los chicos que jugaban al baloncesto en la pista agrietada existían todos en su propia versión de cielo. Sus cielos coincidían con el mío, no eran exactamente una copia, pero había muchas cosas iguales en ellos.

Conocí a Holly, que se convirtió en mi compañera de habitación, el tercer día. La encontré sentada en los columpios. (No me pregunté por qué había columpios en un instituto: eso lo convertía en cielo. Y no eran de asiento plano sino envolvente, hecho de neumático negro duro que te mecía y en el que podías pegar unos cuantos botes antes de columpiarte.) Holly estaba sentada leyendo un libro escrito en un extraño alfabeto que asocié al arroz frito con cerdo que mi padre había traído a casa de Hop Fat Kitchen, un local cuyo nombre entusiasmó tanto a Buckley que chilló a pleno pulmón: «¡Hop Fat!». Ahora que sé vietnamita, me doy cuenta de que Herman Jade, el dueño de Hop Fat, no era vietnamita, y que Herman Jade no era su verdadero nombre, sino el que adoptó cuando vino a Estados Unidos desde China. Holly me enseñó todo eso.

– Hola -dije-. Me llamo Susie.

Más adelante ella me explicaría que había sacado su nombre de una película, Desayuno con diamantes. Pero ese día le salió de corrido.

– Y yo Holly -dijo.

Como no había querido tener ni el más leve acento en el cielo, no tenía ninguno. Me quedé mirando su pelo negro. Era brillante como las promesas de las revistas.

– ¿Cuánto tiempo llevas aquí? -pregunté.

– Tres días.

– Igual que yo.

Me senté en el columpio que había a su lado y giré el cuerpo hasta que las cadenas se quedaron enroscadas. Luego me solté y di vueltas hasta que me detuve.

– ¿Te gusta esto? -pregunté.

– No.

– A mí tampoco.

Así empezó.

En nuestros cielos habíamos plasmado nuestros sueños más sencillos. Así, no había profesores en el instituto. Y nunca teníamos que ir, excepto para la clase de arte en mi caso y el grupo de jazz en el caso de Holly. Los chicos no nos pellizcaban el culo ni nos decían que olíamos; los libros de texto eran Seventeen, Glamour y Vogue.