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Saliendo de la oscuridad, la mujer del director se ve obligada a subir a ese vehículo para no congelarse. No debe ofrecer resistencia, pero tampoco quedarse a un lado, como gustan de hacer las mujeres cuando, como caminos embarrados, primero sirven la comida a su familia y luego se la amargan con sus quejas. El hombre vive todo el día de su hermosa imagen, y al llegar la noche ellas se lamentan y se quejan. Desde el palco de sus ventanas, en las que las flores y hojas forman una pinchosa defensa hacia el exterior, contemplan los arcos que otros tensan, y dejan flojos, agotados, sus propios afanes. Se visten la ropa de los domingos, cocinan para tres días, salen de la casa y se arrojan -lo que uno se busca es lo que tiene- al río o al pantano.

El estudiante observa las zapatillas de la mujer. Ayudar es su profesión. Esta mujer está quieta sobre las suelas de papel de las mujeres domadas, que, desesperadas, rumian durante horas la comida que sus familias han despreciado. Bebe un trago de una botella en edición de bolsillo que se le pone ante la boca. Ella, y las del pueblo, y todas nosotras: Volvemos el rostro, que gotea y se derrite, hacia el fogón, y contamos las cucharadas con las que nos consumimos. La mujer susurra algo al joven, ha llamado a la puerta adecuada, porque también él suele caerse, borracho, de la mesa de confraternización, de la mesa de los obligadores legales. Él repara en su mirada. Apenas susurran los sentimientos, su cabeza somnolienta se hunde en el hombro de él. En el coche chirrían las ruedas, que quieren avanzar. Un animal se yergue, ha oído el arranque, y también el joven está dispuesto a hurgar en la ropa gastada de esta mujer, en busca de algo de calderilla. Por una vez ha pasado algo distinto, algo nuevo, algo indecente, inesperado, a lo que poder después echar sobre los hombros un capote de conversaciones de apariencia trivial. Hace mucho que sus compañeros de la asociación han capturado sus primeras presas, y se han puesto por los hombros la piel que antaño fuera cepillada por una madre cariñosa. Ahora, por fin, se puede echar a los propios deseos, que tiran impacientes de la cadena, algo que comer que haya sido arrancado de otra persona, para que se hagan grandes y fuertes y un día se vean rodeados por los peces grandes en el océano de la planta del jefe. Sí, la Naturaleza habla en serio, y nos gusta encadenarla para conseguir algo contra su voluntad. ¡En vano se debate el elemento, ya lo hemos montado!

7

Alrededor caen los hombres oprimidos, a raudales, sobre las escaleras y atrios decorados, en la falta de conciencia de sus dominadores. No equivocan el tiro sobre sus mansas pieles. Impertinente, la radio grita por la mañana que hay que levantarse. Y enseguida se les escapa bajo los pies el cálido suelo del amor, su sábana empapada de sudor. Ahora tantean en busca de sus mujeres, y ensucian sus míseras propiedades, tan solícitamente guardadas. El tiempo sopla dulcemente. Los hombres tienen que producir hasta que pasan a la jubilación. Hasta que están pagados todos los plazos de lo que durante toda su vida, con los ojos cerrados, creían poseer, sólo porque, invitados, podían ocuparlo, mientras sus mujeres han extorsionado la vida de las cosas con su continuo uso. Sólo las mujeres están realmente en casa. Los hombres trotan por entre la hojarasca en la noche, y saltan a la pista de baile. La fábrica de papel. Vuelve a echar a los hombres, después de haber sido razonable durante años. Pero primero van al piso de arriba, a recoger sus documentos.

La señora directora está en medio de ellos, blanca y silenciosa. No hace ni siquiera un buen asado, como una de nosotras, contenta de seguir viviendo. Se le llevan los pequeños para que aprendan a cantar y bailar. Hasta que esa nutritiva música enmudece un día y la fábrica lanza su aullido sobre las montañas. Temprano, los padres orientan somnolientos los chapoteantes grifos a la pila; más rudamente despiertan ya los aprendices, sobre los que se echa la música con pala, apenas los afina el despertador. Los cuerpos medio desnudos se alzan ante los espejos del cuarto de baño recién alicatado, relucen las cadenas, los grifillos gritan impertinentes desde las braguetas, y su agua caliente es evacuada fielmente. Este aseo es quizá un espejo de usted mismo. ¡Así que trátelo tal como quisiera ser tratado!

Un coche ha aparcado ante la mujer del director. Un animal se asoma y salta hacia el bosque, donde ahora está en calma. Por supuesto, en verano también se mecen allí las balsas de la vida, pesadamente cargadas, que los hombres van a descargar a la Naturaleza, donde se alivian. El coche está caliente, enseguida el cielo parece mucho más bajo. El tiempo se inclina, y surge la inclinación. En el bosque se despliegan los renos, a los que, en invierno, todavía les va peor que a nosotros. La mujer llora contra el salpicadero, y busca en la guantera pañuelos para calmar su aflicción. El coche arranca, las preguntas se reparten como caridad. De inmediato la mujer abre de golpe la puerta del vehículo, que marcha lentamente, y se precipita hacia el bosque. Sus sentimientos la llenan por completo, y tiene que sacarlos, como a los instintos cuando no se les mantiene encerrados en el catalejo del cuerpo. Así viene en los libros, en los que se puede saber por poco dinero todo sobre uno mismo, para quererse más. Como si aquí hubiera mosquitos u otra especie ajena, la mujer manotea en el aire y tropieza con una raíz, se araña el rostro con la nieve y desaparece en el paraje más oscuro del bosque. ¡No, por allá delante corre! Tropieza con los negros rizos del ramaje. Enseguida, voluntariamente, vuelve a dejarse llevar por la correa y el cinturón, sube al coche, se deja, pasiva, meter hasta el fondo del asiento. En su interior, se vuelve grande y está a su propio servicio. Oye sus sentimientos retumbar como truenos y pasar por la estación de su cuerpo como un tren expreso. La corriente de aire que hace la delgada bandera del jefe de estación casi la hace caer. Se escucha. Se escucha sólo a sí misma. Como el poder del cielo es para estas criaturas sensibles el susurrar de la alta tensión que las llena. ¡Qué maravillosa es esta gente que tiene tiempo suficiente como para sacarse el carnet de piloto de sus descontroladas sensaciones, para poder volar en ellas!

En mitad de su vida, esta mujer gusta de creer a menudo que tiene que salir de la línea de fuga de las otras mujeres, que han arribado a ella con los pechos y los hijos colgantes, para viajar a un país más fecundo, donde a uno le sequen las lágrimas más cuidadosamente. Está unida idolátricamente a sí misma, y gusta de hacer todos sus viajes, como si fueran organizados, al mundo circunspecto de las pasiones. Se encuentra consigo misma donde quiere, y al mismo tiempo huye de sí misma, porque en cualquier otro sitio podría haber un encuentro más grandioso con su interior, en el que se sentara en las nubes y de benditos vasos solamente pudiera echarse al coleto más de sus sentimientos. Es tan volátil como una unión, que se puede romper en cualquier momento.